miércoles, 24 de enero de 2018

¿UN MATRIMONIO HISTÓRICO?


Según nos han contado los periódicos, la semana pasada el Papa casó en pleno vuelo a dos miembros de la tripulación del avión en que viajaba. Al margen del hecho en sí, que no pasa de ser una anécdota, me gustaría analizar la interpretación del acontecimiento que más han repetido los medios de comunicación (e incluso los propios interesados), porque me parece muy significativa: “es un hecho histórico“.
No me ha extrañado que lo dijeran, la verdad. Siempre he pensado que uno de los objetos que mejor describiría nuestra época en un museo del futuro sería el Libro Guinness de los Récords. Ante la presión de una cultura de la producción en masa, un sistema político atomizante y una concepción de la historia como el producto de fuerzas económicas anónimas y ciegas, la mentalidad popular reacciona venerando la originalidad, la diferencia, el distinguirse de la masa, aunque sea en cosas que no tengan la más mínima importancia. Según esa mentalidad, un matrimonio es “histórico", digno de ser consignado en la historia, si los novios son los primeros primerísimos en casarse en un submarino, en una estación espacial o en un avión ante todo un Papa.
En ese sentido, sin embargo, los cristianos somos unos privilegiados. En cuanto dejamos que Dios alivie nuestros ojos miopes y cansados por el pecado con el colirio de la fe, descubrimos que cada matrimonio es un acontecimiento histórico por su propia naturaleza providencial. Un matrimonio católico es un sacramento (que en griego se dice misterio), una intervención personal y única de Dios en la historia. Los cielos se abren y el brazo poderoso de Dios vence a las potencias del infierno, saca de Egipto a sus hijos y, como en el Sinaí, contrae con ellos una Alianza que permanecerá firme hasta el día de su muerte.
Cada matrimonio es sustancialmente original, no por los accidentes geográficos de su celebración (en un avión, en un barco o una nave espacial), sino porque nos retrotrae al Origen mismo de las cosas. De alguna forma, el matrimonio nos hace retornar al principio de la historia, a la humanidad recién creada. En cada matrimonio, se produce una recreación del hombre a imagen de Dios, de manera que la Trinidad se hace visible de un modo nuevo en esa nueva pareja: hombre y mujer los creó, a imagen de Dios los creó, para que los demás podamos ver a Dios en ellos y así creer.
La Encarnación misma, que es el centro de la historia humana, literalmente el año uno, se refleja en el nuevo matrimonio y da lugar a una familia llamada a ser en el mundo como la Sagrada Familia de Nazaret y a albergar en su seno a Jesucristo, el Verbo eterno. Dios camina de nuevo entre los hombres y, como es su divina costumbre, elige con ese fin una vida oculta en un lugar humilde y desconocido para el mundo: el hogar de la nueva pareja. De ahí que el matrimonio sea una realidad pública, pero también escondida y pudorosa: mi secreto para mí, dice el profeta.
Aquel día grande y maravilloso de Pentecostés, la fundación de la Iglesia por la efusión del Espíritu Santo, también se refleja en el sacramento del matrimonio, obra del mismo Espíritu. De igual modo que un puñado de apóstoles y discípulos insignificantes, débiles y asustados fueron enviados al mundo entero a anunciar el Evangelio movidos por la gracia de lo alto y a recibir en la Iglesia a hombres de toda raza, pueblo y nación, la nueva familia, insignificante, débil y probablemente asustada, se constituye en iglesia doméstica, con la misma vocación de unidad, santidad y catolicidad, para asombrar, evangelizar y santificar el mundo.
A poco que los esposos dejen un resquicio a Dios, los espectaculares milagros realizados por Cristo y por los santos se reproducirán también en ese matrimonio, empezando por el milagro de la indisolubilidad, que es luz para un mundo incapaz de comprometerse y de entregar la vida de forma irrevocable. Con la ayuda de la gracia derramada a través del sacramento, los esposos podrán hacer lo que para ellos es imposible, amarse y perdonarse con el amor de Cristo crucificado, que todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Podrán recibir amorosa y generosamente de Dios los hijos y dar la vida por ellos, aunque el mundo les grite que están locos. Podrán ser verdaderamente libres, en lugar de esclavos del dinero, confiando en la providencia de Dios y no en sus fuerzas. Sobre la base inamovible de Cristo, construirán un hogar que resista las tempestades y, maravilla de las maravillas, criarán hijos santos para el cielo y no para pudrirse en una tumba.
Ante un matrimonio cristiano, los ángeles dan de nuevo gloria a Dios en las alturas como hicieron en Belén. Los demonios, por su parte, tiemblan de pavor al ver una cosa santa que no pueden entender y hacen la guerra desesperadamente a ese invento de Dios. La historia de la humanidad está repleta de guerras, batallas y derrotas y, como saben todos los esposos, lo mismo sucede con el matrimonio. Dios elige a dos criaturas débiles y pecadoras para una misión sagrada y lo hace a sabiendas de que fallarán una y otra vez en ese empeño. Lo sorprendente, sin embargo, es que la santidad del matrimonio es un don irrevocable de Dios, que permanece en medio de la debilidad y los pecados de los esposos. Por eso el misterio matrimonial es imagen del amor irrevocable de Cristo por la Iglesia, como dice San Pablo, y también del perdón y la redención que Cristo obtuvo para los hombres caídos y pecadores. A pesar de la propaganda triste y desesperanzada de nuestra sociedad pagana, no existen los matrimonios fracasados, porque Dios siempre da la gracia del perdón y el nuevo comienzo, si los esposos están dispuestos a recibirla.
El matrimonio es, asimismo, una presencia concreta y visible del fin de la propia historia. Es un signo escatológico de las Bodas del Cordero. Cuando se celebra un matrimonio cristiano se celebra con una Misa solemne y también con una comida especial, música, ropas elegantes, flores o la reunión de amigos y parientes, Dios está poniendo ante nosotros un signo que nos habla del cielo, de ese Banquete nupcial de Cristo en la Jerusalén celeste, que desciende como una novia engalanada para su Esposo. ¡Nos habla del cielo! ¡Nos habla del cielo! ¿Qué más podemos pedir?
¿Un matrimonio histórico? Ese matrimonio histórico, querido lector, es el tuyo y su fecha merece grabarse con letras de oro en todos los libros de historia del mundo. A fin de cuentas, así es como está grabado en el Libro de la Vida.
Bruno

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