¿Es que tiene que morirse alguien para que la Iglesia se llene?
Por: Máximo Alvarez Rodríguez | Fuente: Catholic.net
Antiguamente en muchos de nuestros pueblos,
cuando tenía lugar un entierro, la familia del difunto o alguna cofradía se
mostraban generosas con los asistentes, repartiendo pan, vino y escabeche. Era
una manera de agradecer el favor y de facilitarles el sustento por otra parte
necesario ya que generalmente acudían a pie. Así mismo los familiares más
allegados tenían su particular banquete que a veces ayudaba a mitigar la pena,
dando lugar al consabido refrán de “el muerto al
hoyo y el vivo al bollo”- También los curas aprovechaban la celebración
para comer juntos no sin rematar la faena con algunos pases de tresillo.
Eran otros tiempos. Pero hoy día la gente sigue muriendo igual que antes. No obstante las circunstancias son distintas. Los medios de comunicación llevan la noticia del deceso a todas partes y los coches y otros medios de transporte facilitan la asistencia desde los lugares más remotos. Y de hecho hay que decir que en general es mucha la gente que acude a los entierros. A veces demasiada en el sentido de que a muchos no les es posible participar en la ceremonia religiosa porque se desborda la capacidad de los templos. No sería mala idea que los curas pusieran un altavoz exterior para que pudieran desde fuera seguir la ceremonia y así el personal no tenga un pretexto para darle a la lengua.
Así mismo no deberíamos olvidar los sacerdotes que, siguiendo aquello de San Pablo de “predicar a tiempo y a destiempo”, tenemos una ocasión privilegiada para evangelizar. Y también -por desgracia- para producir el efecto contrario.
Lo cierto es que aun cuando en algunas partes parece que desciende la asistencia a la misa dominical, hay cada día más ocasiones en las que las iglesias se llenan con ocasión de los entierros. Pero no podemos menos que hacernos una pregunta: ¿es que tiene que morirse alguien para que la Iglesia se llene?. Hace algunos meses dos jóvenes se fueron con el coche por un precipicio. Los dos salieron ilesos. Era un domingo por la mañana, antes de misa. Me atreví a decirles: “si se hubieran matado mañana la iglesia quedaría muy pequeña para acoger a la multitud. Afortunadamente no vendrá nadie. ¿Pero no merecería la pena que el próximo domingo viniera todo el pueblo a dar gracias a Dios porque no pasó nada?”. La invitación quedó hecha, pero para algunos la misa sólo vale si hay muerto.
Siempre he dicho que si no fuera la muerte muchos curas tal vez tendríamos que ir al paro. Y no lo digo en el plan de cura a quien preguntaron a ver qué tal le iban las cosas y dijo en su lengua materna: “Mal, mal, non morre nadie”. Está bien ir a los entierros, es una obra de misericordia. Por supuesto que está muy bien participar conscientemente en la Eucaristía, rezar, escuchar la palabra de Dios con ocasión de los funerales. Pero, ante todo, no olvidemos que Dios es un Dios de vivos; que hay muchas más celebraciones que las de difuntos, que ser cristiano es mucho más que ser enterrador.
Eran otros tiempos. Pero hoy día la gente sigue muriendo igual que antes. No obstante las circunstancias son distintas. Los medios de comunicación llevan la noticia del deceso a todas partes y los coches y otros medios de transporte facilitan la asistencia desde los lugares más remotos. Y de hecho hay que decir que en general es mucha la gente que acude a los entierros. A veces demasiada en el sentido de que a muchos no les es posible participar en la ceremonia religiosa porque se desborda la capacidad de los templos. No sería mala idea que los curas pusieran un altavoz exterior para que pudieran desde fuera seguir la ceremonia y así el personal no tenga un pretexto para darle a la lengua.
Así mismo no deberíamos olvidar los sacerdotes que, siguiendo aquello de San Pablo de “predicar a tiempo y a destiempo”, tenemos una ocasión privilegiada para evangelizar. Y también -por desgracia- para producir el efecto contrario.
Lo cierto es que aun cuando en algunas partes parece que desciende la asistencia a la misa dominical, hay cada día más ocasiones en las que las iglesias se llenan con ocasión de los entierros. Pero no podemos menos que hacernos una pregunta: ¿es que tiene que morirse alguien para que la Iglesia se llene?. Hace algunos meses dos jóvenes se fueron con el coche por un precipicio. Los dos salieron ilesos. Era un domingo por la mañana, antes de misa. Me atreví a decirles: “si se hubieran matado mañana la iglesia quedaría muy pequeña para acoger a la multitud. Afortunadamente no vendrá nadie. ¿Pero no merecería la pena que el próximo domingo viniera todo el pueblo a dar gracias a Dios porque no pasó nada?”. La invitación quedó hecha, pero para algunos la misa sólo vale si hay muerto.
Siempre he dicho que si no fuera la muerte muchos curas tal vez tendríamos que ir al paro. Y no lo digo en el plan de cura a quien preguntaron a ver qué tal le iban las cosas y dijo en su lengua materna: “Mal, mal, non morre nadie”. Está bien ir a los entierros, es una obra de misericordia. Por supuesto que está muy bien participar conscientemente en la Eucaristía, rezar, escuchar la palabra de Dios con ocasión de los funerales. Pero, ante todo, no olvidemos que Dios es un Dios de vivos; que hay muchas más celebraciones que las de difuntos, que ser cristiano es mucho más que ser enterrador.
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