La juventud lo
apartó de Dios y lo lanzó al ocultismo y al odio de la Iglesia. ¡Pero la Virgen
lo rescató!
El beato Bartolo Lango nació
en 1841 en la localidad italiana de Latiano, región de Apulia. Aunque fue
educado en la fe y la piedad, cedió a influencias que lo apartaron de Dios tras
salir de casa para estudiar, primero en Lecce y después en Nápoles.
Eran tiempos conflictivos y el
ímpetu idealista que antecedió la unificación italiana irradiaba en las
universidades las ideas iluministas y el odio contra la Iglesia, tachada de
oscurantista y opresora.
Bartolo no pasó incólume por
esas influencias, que lo llevaron a círculos cerrados y elitistas, a la
masonería y al espiritismo. Él mismo dijo de sí mismo que, en esa época, fue
como un “sacerdote de Satanás”, pero la
euforia de la supuesta “liberación del yugo de la
Iglesia” se transformó en una gran desilusión con las nuevas ideas y
prácticas que el joven se vio en una intensa depresión y, varias veces, al
borde del suicidio.
En busca de alivio para su
desesperación, encontró en el profesor y amigo Vincenzo Pepe, su compatriota,
la firmeza y claridad que lo salvarían: “Si usted
continúa con esas prácticas, terminará en un manicomio”. Fue Pepe quien
le presentó al sacerdote dominicano Alberto Radente, director espiritual que lo
ayudó a disipar del espíritu aquellas tinieblas espesas.
Fue después de varias sesiones
de orientación guiadas por el sacerdote que Bartolo Longo se confesó y abrazó
el cambio de rumbo.
Pero ¿quién dijo que sería
fácil? La tentación y los pensamientos de desesperación se mantuvieron en su
camino. Un día, mientras estaba lleno de pesares y tormentos por el Valle de
Pompeya, le vino a la mente una frase que el sacerdote Radente le dijo varias
veces: “Si buscas la
salvación, propaga el Rosario. Es una promesa de María”.
Él oyó el resonar de una
campana a la distancia, elevó los brazos al cielo y clamó: “Si es verdad que prometiste a san Domingo que quien
propagara el Rosario se salvaría, yo me salvaré porque no saldré de esta tierra
de Pompeya sin haber propagado tu Rosario”.
A lo largo de los siguientes
días, el muchacho consiguió un trabajo como administrador del patrimonio de la
condesa De Fusco. Empezó a frecuentar los grupos de oración de la condesa y,
algunos meses después, terminó casándose con ella.
Los nuevos cónyuges hicieron
el propósito de difundir por el Valle de Pompeya la devoción al tercio.
Pusieron en una antigua iglesia local un cuadro de Nuestra Señora del Rosario
que ellos mismos habían recibido de una hermana dominicana, amiga del sacerdote
Radente. La imagen se volvió conocida como el icono de la Virgen del Rosario de
Pompeya, cuyo santuario está hoy entre los más visitados del mundo. En 1883,
Bartolo compuso la Súplica a Nuestra Señora de Pompeya.
El 5 de octubre de 1926,
Bartolo Longo suspiró, poco antes de entregar el espíritu a las manos del
Padre: “Mi único deseo
es ver a María, que me salvó y me salvará de las garras de Satanás”.
San Juan Pablo II lo beatificó
el 26 de octubre de 1980.
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