Solo aprendiendo a pedir perdón a Dios en el
confesionario podemos librarnos de la esclavitud de juzgar duramente a los
demás.
Los juicios
duros sobre los demás están intrínsecamente relacionados con
la falta de confesión del que juzga. Ahí queda eso.
Cuanto más duras (y frecuentes)
son las palabras que salen de mi boca significa que menos veces me arrodillo en
un confesionario para declararme pecador necesitado de
Misericordia.
Si señalo, juzgo y condeno
alegremente, lo hago porque considero -aun sin ser consciente- que estoy por encima de todos
aquellos a los que enjuicio y, por supuesto, no me considero necesitado de
misericordia y perdón. Yo soy bueno, los demás malos. Yo soy listo, los demás
tontos.
Y me voy transformando en una
máquina de juzgar y criticar y acabo -misteriosamente para mí- muy solo.
Y me convierto en un verdadero
experto en decirle a los demás lo que deben hacer con su vida sin que me hayan pedido consejo,
al igual que en un gran solucionador de cualquier problema sin importar su complejidad,
cuya solución comienzo siempre con mi frase más repetida, “Lo que habría que hacer es...”, esperando que
sean los demás quienes recojan el guante y se pongan manos a la obra siguiendo
mi sabia opinión que, si cae en saco rato, me provoca una venenosa frustración interior.
No he conocido la Revolución con
mayúscula: la de Jesucristo, que consistió en amar sin límites y para ello perdonar
sin límites. Y el perdón, como el amor, debe de ser bidireccional (salvo en el caso del Señor, que
ama infinito e incondicionalmente y nos perdona siempre, que para eso instauró
el sacramento de la confesión). Si no perdono, no seré perdonado. Si no amo, no
seré amado. Si no sé pedir perdón, siempre echaré la culpa de
mis fracasos y frustraciones a los demás. Y me envenenaré en mi
propia bilis. Es impepinable.
Cuantas más veces me arrodillo y
me reconozco pecador necesitado de Misericordia, más comprensivo me
vuelvo con los demás y menos duros son mis juicios. Si yo, que he recibido
tanto, fallo más que una escopeta de feria, ¿cómo
puedo atreverme a juzgar a los demás? De manera que en esa confesión no
sólo recibo el regalo del perdón, sino también sabiduría y amor.
¿Y si me atreviera a ir mucho más
allá y pedirle al Señor mirar como Él nos mira y sus
entrañas de misericordia?
Por todo esto agradezco infinito a todos esos sacerdotes que, superando el hastío que -seguro- les
produce escuchar tantos pecados repetitivos y poco originales, se pasan horas
al día sentados en confesionarios, perdonando en nombre del Señor de la
Misericordia y algunos hasta dando consejos que iluminan y ayudan a vivir una
vida más santa y
por lo tanto más feliz.
¡Gracias!
Por: Gonzalo de
Alvear
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