Jueves quinta semana de Cuaresma. Tenemos un Dios que nos persigue y busca llegar hasta el fondo de nosotros mismos.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Gn 17, 3-9
Jn 8, 51-59
El tiempo cuaresmal es un camino de conversión que no es simplemente
arrepentirnos de nuestros pecados o dejar de hacer obras malas. El camino de
conversión no es otra cosa sino el esfuerzo constante, por parte nuestra, de
volver a tener la imagen, la visión que Dios nuestro Señor tenía de nosotros
desde el principio. El camino de conversión es un camino de reconstrucción de
la imagen de Dios en nuestra alma.
La liturgia del día de hoy nos presenta dos actitudes muy diferentes ante lo
que Dios propone al hombre. En la primera lectura, Dios le cambia el nombre a
Abram. Y de llamarse Abram, le llama Abraham. Este cambio de nombre no es
simplemente algo exterior o superficial. Esto requiere de Dios la
disponibilidad a cambiar también el interior, a hacer de este hombre un hombre
nuevo.
Pero, al mismo tiempo, requiere de Abraham la disponibilidad para acoger el
nombre nuevo que Dios le quiere dar.
Por otro lado, en el Evangelio vemos cómo Jesús se enfrenta una vez más a los
judíos, haciéndoles ver que aunque se llamen Hijos de Abraham, no saben quién
es el Dios de Abraham.
Son las dos formas en las cuales nosotros podemos enfrentarnos con Dios: la forma exterior; totalmente superficial, que respeta y
vive según una serie de ritos y costumbres; una forma que incluso nos cataloga
como hijos de Abraham o hijos de Dios. Y por otro lado, el camino
interior; es decir, ser verdaderamente hijos de Abraham, ser verdaderamente
hijos de Dios.
Lo primero es muy fácil, porque basta con ponerse una etiqueta, realizar
determinadas costumbres, seguir determinadas tradiciones. Y podríamos pensar
que eso nos hace cristianos, que eso nos hace ser católicos; pero estaríamos
muy equivocados. Porque todo el exterior es simplemente un nombre, y como un
nombre, es algo que resuena, es una palabra que se escucha y el viento se
lleva; es tan vacía como cualquier palabra puede ser. Es en el interior de
nosotros donde tienen que producirse los auténticos cambios; de donde tiene que
brotar hacia el exterior la verdadera transformación, la forma distinta de ser,
el modo diferente de comportarse.
No son las formas exteriores las que configuran nuestra persona. Son
importantes porque manifiestan nuestra persona, pero si las formas exteriores
fuesen simplemente toda nuestra estructura, toda nuestra manera de ser,
estaríamos huecos, vacíos. Entonces también Jesús a nosotros podría decirnos: “Sería tan mentiroso como ustedes”. También Jesús
nos podría llamar mentirosos, es decir, los que vacían la verdad, los que
manifiestan al exterior una forma como si fuese verdad, pero que realmente es
mentira.
Qué difícil y exigente es este camino de conversión que Dios nos pide, porque
va reclamando de nosotros no solamente una «partecita», sino que acaba
reclamando todo lo que somos: toda nuestra vida, todo nuestro ser. El camino de
conversión acaba exigiendo la transformación de nuestras más íntimas
convicciones, de nuestras raíces más profundas para llegar a cristianizarlas.
Para los judíos solamente Dios estaba por encima de Abraham, por eso, cuando
Cristo les dice: “Antes de que Abraham existiese,
Yo soy”, ellos entendieron perfecta- mente que Cristo estaba yendo
derecho a la raíz de su religión; les estaba diciendo que Él era Dios, el mismo
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Y es por eso que agarran piedras para
intentar apedrearlo, por eso buscan matarlo.
No es simplemente una cuestión dialéctica; ellos han entendido que Cristo no se
conforma con cambiar ciertos ritos del templo. Cristo llega al fondo de todas
las cosas y al fondo de todas las personas, y mientras Él no llegue ahí, va a
estar insistiendo, va a estar buscando, va a estar perseverando hasta conseguir
llegar al fondo de nuestro corazón, hasta conseguir recristianizar
lo más profundo de nosotros mismos.
El hecho de que Dios le cambie el nombre a Abram, además de significar el
querer llegar al fondo, está también significando que solamente quien es dueño
de otro le puede cambiar el nombre. (Según la mentalidad judía, solamente quien
era patrón de otro podía cambiarle el nombre). Algo semejante a lo que hicieron
con nosotros el día de nuestro Bautismo cuando el sacerdote, antes de derramar
sobre nuestra cabeza el agua, nos impuso la marca del aceite que nos hacía
propiedad de Dios.
¿Realmente somos conscientes de que somos propiedad
de Dios? Dios es tan consciente de que somos propiedad suya, que no deja
de reclamarnos, que no deja de buscarnos, que no deja de inquietarnos. Como a
quien le han quitado algo que es suyo y cada vez que ve a quien se lo quitó, le
dice: ¡Acuérdate de que lo que tú tienes es mío!
Así es Dios con nosotros. Llega a nuestra alma y nos dice: Acuérdate de que tú eres mío, de que lo que tú tienes es
mío: tu vida, tu tiempo, tu historia, tu familia, tus cualidades. Todo
lo que tú tienes es mío; eres mi propiedad.
Esto que para nosotros pudiera ser una especie como de fardo pesadísimo, se
convierte, gracias a Dios, en una gran certeza y una gran esperanza de que Dios
jamás va a desistir de reclamar lo que es suyo. Así estemos muy alejados de Él,
sumamente hundidos en la más tremenda de las obscuridades o estemos en el más
triste de los pecados, Dios no va a dejar de reclamar lo que es suyo. Sabemos
que, estemos donde estemos, Dios siempre va a ir a buscarnos; que hayamos caído
donde hayamos caído, Dios nos va a encontrar, porque Él no va a dejar de
reclamar lo que es suyo.
Éste es el Dios que nos busca, y lo único que requiere de nosotros es la
capacidad y la apertura interior para que, cuando Él llegue, nosotros lo
podamos reconocer. “El que es fiel a mis palabras
no morirá para siempre”. No habrá nada que nos pueda encadenar, porque
el que es fiel a las palabras de Cristo, será buscado por Él, que es la
Resurrección y la Vida.
Ojalá que nosotros aprendamos que tenemos un Dios que nos persigue y que busca
llegar hasta el fondo de nosotros mismos, y que nos va hacer bajar hasta el
fondo de nosotros para que nos podamos, libremente, dar a Él.
¿De qué otra manera más grande puede Dios hacer
esto, que a través de la Eucaristía? ¿Qué otro camino sigue Dios sino el de la
misma presencia Eucarística? ¿Acaso alguien en la tierra puede bajar tan a lo
hondo de nosotros mismos como Cristo Eucaristía? Cristo es el único que,
amándonos, puede penetrar hasta el alma de nuestra alma, hasta el espíritu de
nuestro espíritu, para decirnos que nos ama.
Permitamos que el Señor, en esta Semana Santa que se avecina, pueda llegar
hasta nosotros. Permitámosle hacer la experiencia de estar con nosotros. Y
nosotros, a la vez, busquemos la experiencia de estar con Él. Un Dios que no
simplemente caminó por nuestra tierra, habló nuestras palabras y vio nuestros
paisajes. Un Dios que no simplemente murió derramando hasta la última gota de
sangre; un Dios que no solamente resucitó rompiendo las ataduras de la muerte.
Un Dios que, además, ha querido hacerse Eucaristía para poder estar en lo más
profundo de nuestras vidas y poder encontrarnos, si es necesario, en lo más
profundo de nosotros mismos.
P. Cipriano Sánchez LC
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