Con su ejemplo, nuestro santo nos enseña que la misericordia de Dios es infinita.
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Un día fueron al convento donde estaban Francisco y sus hermanos tres ladrones,
y pidieron al guardián, el hermano Ángel, que les diera de comer. El guardián
les reprochó ásperamente por ser ladrones e ir a pedir de sus limosnas, y los
despidió duramente, por lo que ellos se marcharon muy enojados. En esto regresó
San Francisco que venía con la alforja del pan y con un recipiente de vino que
había mendigado él y su compañero. El guardián le refirió cómo había despedido
a aquella gente. Al oírle, San Francisco lo reprendió fuertemente, diciéndole
que se había portado cruelmente, porque mejor se conduce a los pecadores a Dios
con dulzura que con duros reproches; que Cristo, nuestro Maestro, cuyo
Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de médico los
sanos, sino los enfermos, y que Él no ha venido a llamar a los justos, sino a
los pecadores, y que por esto Jesús comía muchas veces con ellos. Por lo tanto,
terminó diciendo:
Ya que has obrado contra la caridad y
contra el santo Evangelio, te mando, por santa obediencia, que, sin tardar,
tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y esta orza de vino y vayas
buscándolos por montes y valles hasta dar con ellos; y les ofrecerás de mi
parte todo este pan y este vino. Después te pondrás de rodillas ante ellos y
confesarás humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi
parte que no hagan ningún daño en adelante, que honren a Dios y no ofendan al
prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo me comprometo a proveerles de lo
que necesiten y a darles siempre de comer y de beber. Una vez que les hayas
dicho esto con toda humildad, vuelve aquí.
Mientras
el guardián iba a cumplir el mandato, San Francisco se puso en oración,
pidiendo a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a
penitencia. Llegó el obediente guardián a donde estaban ellos, les ofreció el
pan y el vino e hizo y dijo lo que San Francisco le había ordenado. Y quiso
Dios que, mientras comían la limosna de San Francisco, comenzaran a decir entre
sí:
¡Ay de nosotros, miserables
desventurados! ¡Qué duras penas nos esperan en el infierno a nosotros, que no
sólo andamos robando, maltratando, hiriendo, sino también dando muerte a
nuestro prójimo; y, en medio de tantas maldades y crímenes, no tenemos remordimiento
alguno de conciencia ni temor de Dios! En cambio, este santo hermano ha venido
a buscarnos por unas palabras que nos dijo justamente reprochando nuestra
maldad, se ha acusado de ello con humildad, y, encima de esto, nos ha traído el
pan y el vino, junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que
son siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la
eterna perdición y no sabemos si podremos hallar misericordia ante Dios por los
pecados que hasta ahora hemos cometido.
Los tres,
de común acuerdo, marcharon apresuradamente a San Francisco y le hablaron así:
Padre, nosotros hemos cometido muchos y abominables pecados; no creemos
poder hallar misericordia ante Dios; pero, si tú tienes alguna esperanza de que
Dios nos admita a misericordia, aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos
digas y a vivir contigo en penitencia.
San
Francisco los recibió con caridad y bondad, los animó con muchos ejemplos, les
aseguró que la misericordia de Dios es infinita y les prometió con certeza que
la obtendrían. Movidos de las palabras y obras de Francisco, los tres ladrones
se convirtieron y entraron en la Orden.
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