AÚN MÁS IMPORTANTE QUE PERDONAR ES PEDIR PERDÓN, AFIRMA EL CARDENAL CANTALAMESSA
XXIV Domingo del
Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 18, 21-35
Perdonar es algo serio, humanamente difícil, si no imposible. No se debe hablar
de ello a la ligera, sin darse cuenta de lo que se pide a
la persona ofendida cuando
se le dice que perdone. Junto al mandato de perdonar hay que proporcionar al
hombre también un motivo para hacerlo. Es lo que Jesús hace con la parábola del rey y de los
dos siervos.
Por la parábola está claro por
qué se debe perdonar: ¡porque Dios, antes, nos ha
perdonado y nos perdona! Nos
condona una deuda infinitamente mayor que la que un semejante nuestro puede
tener con nosotros. ¡La diferencia entre la deuda
hacia el rey (diez mil talentos) y la del colega (cien denarios) se corresponde
a una actual de tres millones de euros y unos pocos céntimos!
San Pablo ya puede decir: «Como el Señor os ha perdonado, haced así también
vosotros» (Col 3,13). Está superada la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por diente». El criterio ya
no es: «Lo que otro te ha hecho a ti, házselo a
él»; sino: «Lo que Dios te ha hecho a ti,
házselo tú al otro». Jesús no se ha limitado, por lo demás, a mandarnos
perdonar; lo ha hecho Él primero. Mientras le clavaban en la cruz
rogó diciendo: «Padre, ¡perdónales, porque no saben
lo que hacen!» (Lc 23,34). Es lo que distingue la fe cristiana de
cualquier otra religión.
También Buda dejó
a los suyos la máxima: «No es con el resentimiento como se aplaca el
resentimiento; es con el no-resentimiento como se mitiga el resentimiento». Pero Cristo no se limita a señalar el camino de
la perfección; da la fuerza para recorrerlo. No nos manda sólo hacer, sino que actúa con nosotros. En esto consiste la gracia.
El perdón cristiano va más allá de la no-violencia o
del no-resentimiento.
Alguno podría objetar: ¿perdonar setenta veces
siete no representa alentar la injusticia y dar luz verde a la prepotencia? No;
el perdón cristiano no
excluye que puedas también, en ciertos casos, denunciar a la persona y llevarla
ante la justicia, sobre todo cuando están en juego los intereses y el bien
incluso de otras personas. El perdón cristiano no ha impedido, por poner un
ejemplo cercano a nosotros, a las viudas de algunas víctimas del terror o de la
mafia buscar con tenacidad la verdad y la justicia en la muerte de sus
maridos.
Pero no hay sólo grandes perdones; existen también los perdones
de cada día: en la vida de
pareja, en el trabajo, entre parientes, entre amigos, colegas, conocidos. ¿Qué
hacer cuando uno descubre que ha sido traicionado por el propio cónyuge?
¿Perdonar o separarse? Es una cuestión demasiado delicada; no se puede
imponer ninguna ley desde fuera. La persona debe descubrir en sí misma qué
hacer.
Pero puedo decir una cosa. He conocido casos en los que la parte ofendida ha
encontrado, en su amor por el otro y en la ayuda que viene de la oración, la
fuerza de perdonar al cónyuge que había errado, pero que estaba sinceramente arrepentido. El matrimonio había renacido como de
las cenizas; había tenido una especie de nuevo comienzo. Cierto: nadie puede pretender que esto pueda ocurrir, en una
pareja, «setenta veces siete».
Debemos estar atentos para no caer en una trampa. Existe un riesgo también en
el perdón. Consiste en formarse la mentalidad de
quien cree tener siempre algo que perdonar a los demás. El peligro de creerse siempre acreedores de
perdón, jamás deudores. Si
reflexionáramos bien, muchas veces, cuando estamos a punto de decir: «¡Te perdono!», cambiaríamos actitud y palabras y
diríamos a la persona que tenemos enfrente: «¡Perdóname!».
Nos daríamos cuenta de que también nosotros tenemos algo que hacernos
perdonar por ella. Aún más importante que perdonar
es pedir perdón.
Tomado de Homilética.
Por: Raniero Cantalamessa
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