Benjamin West, 'Expulsión de Adán y Eva del Paraíso' (1791), National Gallery of Art, Washington, DC. Adán culpa a Eva, Eva a la serpiente: ninguno de los dos reconoce su culpa y ambos terminan fuera del Edén.
"El Señor Dios
llamó a Adán y le dijo: '¿Dónde estás?'. Él contestó: 'Oí tu
ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí'" (Gén 3, 9-10). Cuando uno sabe que ha
hecho el mal, lo que no le está permitido, "se esconde", trata de
evadirse, de poner excusas o de justificarse.
"La mujer que
me diste como compañera me ofreció del fruto y comí" (Gén 3, 12). Claro, la culpa parece que no es tuya, siempre es de otro, atribuible a otras causas; en este caso, a
"la mujer que me diste como compañera" o,
si nos fijamos en Eva, también tirando balones fuera: "La
serpiente me sedujo y comí" (Gén 3, 13). La culpa es de los demás,
de la mujer, de la serpiente, de las circunstancias... no tuya, que aceptaste el ofrecimiento, la tentación, y no te resististe,
sabiendo que no debías comer de aquel fruto o hacer aquello por mandato divino.
No vayas a decir ahora, como
tantas veces ocurre, que lo que Dios manda es malo y
que lo que Dios prohíbe es bueno,
según tu perverso egoísmo, tu ínfimo, limitado y muchas veces interesado
criterio moral. ¡Cuántas veces se repite la historia de comer del fruto que da
aparente ciencia o conocimiento del bien y del mal, la tentación de que sea el hombre,
y no Dios (en su infinita sabiduría), el que establezca lo que es bueno y lo
que es malo! "Seréis como dioses" (Gén
3, 4): vaya engaño de la serpiente, del demonio, porque, cuando el hombre juega a ser como Dios, a ser Dios, no le llega ni a la
suela del zapato: el fracaso suele ser absoluto. No es que el hombre se
rebele o vuelva la espalda a Dios, su Creador y Señor, sino que también se
vuelve "lobo" para el mismo
hombre. Decía Dostoyevski que si Dios no existe, todo
está permitido. Lo mismo pasa cuando vivimos como si Él no existiera.
Normal que ahora, "oyendo el ruido en el jardín", te dé "miedo" y no quieras dar la cara, te
escondas, porque el mal del pecado se multiplica: primero, lo
haces (antes, incluso, has podido negarle a Dios que Él tenga verdadero
conocimiento del bien y del mal, porque, claro, te crees que tú lo conoces
mejor que Él. Ya, ya...); después, con frecuencia, te vuelves cobarde (te
escondes en el jardín, no das la cara) y luego, además, mentiroso,
para excusar, justificar u ocultar el mal cometido.
El pecado es gradual y exponencial: se empieza por un
poco y se termina no se sabe dónde; sabemos cómo y con qué empezamos, pero no
cómo ni con qué vamos a terminar. Un pecado lleva con facilidad al
siguiente, en una especie de espiral, como no cortemos pronto y de
raíz,
como permanezcamos dialogando con "la
serpiente" o dejándonos enredar por ella, escondiéndonos de Dios
(sin dar la cara y no acudiendo a Él para reconocer nuestra culpa y pedirle
perdón por los medios que Él mismo ha instaurado –el sacramento de la confesión-; para implorar
su gracia que nos libre, como pedimos en el Padrenuestro, del mal y del
Maligno, de sus seducciones, mentiras y espirituales enredos de serpiente boa).
La moraleja del Paraíso es que,
como dice el Papa Francisco,
con la serpiente, con el demonio, no se dialoga. Hay que huir; pero también me atrevo a añadir
que, con Dios, uno no se esconde, sino que camina siempre en Su Presencia y, si
por desgracia, cae en el pecado, comparece lo antes posible ante Él y sus
ministros-representantes, porque a quien, afligido, se acusa,
Dios lo excusa.
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