La Semana Santa en Huacho se festejó con profunda unción religiosa. En los hogares, los hijos, los días jueves y viernes santo, en lo posible, acataban las órdenes de los papás: no silbaban, no escupían ni cantaban. Había una acentuada obediencia y respeto.
En las
mismas casas el barrido quedaba suspendido. En los 2 días, inclinadas las damas
vestían de riguroso negro; la mayoría de la gente que entraba al templo lo
hacía de luto. El viernes en la mañana, los tranvías halados por mulas que
corrían de Huacho a Huaura cobrando un
pasaje de 10 centavos por persona, no se daban abasto para transportar a gran
cantidad de fieles que viajaban de los barrios de la campiña. Don Patricio el tranvillero sudaba la gota gorda
en esta labor. Por eso los que no podían viajar en el tranvía, lo hacían a pie
por los caminitos de entre chacras. Así llegaban a la población y luego se
dirigían a la iglesia para escuchar el sermón de las 3 horas. Es por eso que a
las 12 del día, en la casa de Dios, no cabía un alfiler.
La mayor
parte de la concurrencia de pie escuchaba el sermón. De ahí que el cansancio y
la fuerza de la palabra del orador sagrado que tocaba las fibras más hondas,
motivaba el desfallecimiento de algunos de los fieles, sobre todo en el momento
del descendimiento. Por su oratoria conocidos fueron los oradores Diéguez, Aramburú y Cacho.
A las 3
de la tarde terminaba el sermón y afuera del templo una gran cantidad de
público esperaba la salida de las sagradas imágenes que, en procesión,
iniciaban su recorrido por las acostumbradas calles de la ciudad.
El
diestro timonel de don Patricio, a las 12
del viernes, hacía un alto en su pesada labor por ser día grande de guardar y
así toda la locomoción quedaba paralizada. Por eso el transporte, desde esa
hora se hacía, al decir de la gente, en el carrito de san Fernando: un rato a pie y el otro andando. Los caminos de
costumbre eran los de la chacra, que se acortaban las distancias y la línea del
tranvía. Desde el mediodía se movilizaba la gente que se iba a la procesión.
Dos conocidas entradas había a la ciudad. Por tres cruces, había un pilón de
agua donde hacían un alto los que bajaban de San
Lorenzo, Luriama y El Milagro.
Por Cocharcas, frente a la Mina
de Oro cruzaba una anchurosa acequia. Allí se estacionaban los que
concurrían de los otros barrios de la campiña. Todos iban a la fiesta con lo
mejor que había en el baúl: pantalón azul marino,
camisa blanca con puños, pechera y cuello tieso y un pañuelo de color al cuello
para contener los chorros del sudor. Algunos llegaban a esa obligada
estación terrestre zapatos al hombro y saco al
brazo. Después de descansar breves momentos se hacían un lavado de pies
a los que ligeramente secaban con la grama del borde de la acequia. Se ponían
los zapatos y se encaminaban a la procesión. De vuelta al hogar, después de
haber soportado durante tres o cuatro horas el martirio del zapato. Sacaban de
su cautiverio a los 40 ó 43 que calzaban, los echaban al hombro otra vez y así
más cómodos, a grandes trancos, acortando camino, regresaban a su casa. Siempre
una hermosa luna llena alumbraba el amplio perímetro de la extensa campiña.
De Isaías Nicho Rodríguez (1961).
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