José Martín Descalzo, advierte sobre los peligros de vivir una vida arrastrada por el mundo.
Por: Silvana Ramos | Fuente: Catholic.link
La vida pasa rápido. De pronto estás jugando en
la calle con apenas una decena de años y hoy ya eres un hombre entrando en los
grandiosos cuarenta años.
¿Qué paso con tus ilusiones de juventud, con tus sueños y tus ideales?, ¿aún
los recuerdas, los conservas? ¿Pasaste por la vida siguiendo lo que el camino
te iba trayendo?, ¿o te abrazaste a tus ideales y no perdiste la fe? Es a
esta reflexión a la que nos invita José Martín Descalzo con este hermoso texto
que hoy presentamos.
Lejos de querer mostrar una visión negativa de
la vida, José Martín, advierte sobre los peligros de vivir una vida arrastrada
por el mundo. Ilustra claramente las batallas, que sin saber, el hombre adulto
va perdiendo en la vida. Es como un llamado de atención a no vivir a tientas
sino a tomar la vida que se nos ha regalado en nuestras manos y responder a los
anhelos del corazón, que llevan inscritos como un código, ese plan maestro que
el creador ha confiado a cada uno de nosotros.
¿A
QUÉ DERROTA LLEGAS MUCHACHO?
“Me ha angustiado tu carta
de hoy, muchacho. ¡Te muestras tan seguro de ti mismo, te sientes tan gozoso de
«haber madurado»! Te juro que he temblado al percibir esa punta de desprecio
con la que hablas de tus años juveniles,
de tus sueños, de aquellos ideales que
—dices— «eran, si?, hermosos, pero
irrealizables». Ahora, me explicas, te has adaptado a la realidad y, con ello,
has triunfado. Tienes un nombre, una buena casa, un cierto capital, una
familia… Exhibes todo eso como si fueran joyas en el escote de una dama. Solo, en medio de tanto orgullo, se te escapa un diminuto relámpago de nostalgia al reconocer que: «aquellos absurdos sueños eran, cuando menos, hermosos.»
Tu carta ha evocado en mí un viejo texto del
doctor Schweitzer que desde hace veinte años me persigue. Me gustaría que
te lo aprendieras de memoria, porque puede ser tu última tabla de salvación:
Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él. Uno creía en el bien y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado de luchar por ella. Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida se ha visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado por la borda una cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero que eran justamente sus provisiones y sus reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad y menos peso, pero se muere de hambre y de sed.
Leí estas palabras cuando yo era poco más que un muchacho. Y no me han
abandonado nunca. Porque he visto en ellas el retrato exactísimo de cientos de
vidas. ¿Es cierto, entonces, que crecer es tan
terrible? ¿Vivir es simplemente ir abandonando? ¿Eso que llamamos «madurez» es
casi siempre puro envejecimiento, simple resignación, ingreso en los cuarteles
de la mediocridad? Me gustaría, amigo, que antes de exhibir tanto orgullo te
atrevieras a repasar esa lista de seis batallas y te preguntaras a ti mismo a qué? derrota llegas, seguro de que de ahí deducirás lo que te
queda de humano:
La primera batalla se da en el campo del amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Uno ha asegurado en sus años de estudiante que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre uno que, en esta tierra, es más útil y rentable la mentira que la verdad; que, con ésta, «no se va a ninguna parte» y que, aunque diga el refrán que la mentira tiene las piernas muy cortas, los mentirosos saben avanzar muy bien en coche. Abres los ojos y ves cómo a tu lado progresan los babosos, los lamedores. Y un día tú también, muchacho, sonríes, tiras de la levita, abres puertas, sirves de alfombra, tiras por la borda la incómoda verdad. Ese día, muchacho, sufres la primera derrota, das el primer paso que te aleja de tu propia alma.
La segunda batalla tiene lugar en los terrenos de la confianza. Uno entra en la vida creyendo que los hombres son buenos. ¿Quién podría engañarnos? Si de nadie somos enemigos, ¿cómo lo sería alguien nuestro? Y ahí esta ya esperándonos el primer batacazo. Es una zancadilla estúpida o, incluso, una traición que nos desencuaderna el alma precisamente porque no logramos entenderla. Y nuestra alma, herida, bascula de punta a punta. El hombre es malo, pensamos. Rodeamos de hilo espinado nuestro castillo interior, ponemos puente levadizo para llegar a nuestra alma, a nuestro corazón ya no se podrá entrar si no es con pasaporte. El alma forrada de cuchillos es la segunda derrota.
La tercera es más grave porque ocurre en el mundo de los ideales. Uno ya no está seguro de las personas, pero cree aún en las grandes causas de su juventud: en el trabajo, en la fe, en la familia, en tales o cuales ideales políticos. Se enrola bajo esas banderas. Aunque los hombres fallen, éstas no fallarán. Pero pronto se ve que no triunfan las banderas mejores, que la demagogia es más «útil» que la verdad y que, con no poca frecuencia, bajo una gran bandera hay un cretino más grande. Se descubre que el mundo no mide la calidad de las banderas, sino su éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a una buena derrotada? Ese día otro trozo del alma se desgaja y se pudre.
La cuarta batalla es la más
romántica.
Creemos en la justicia y la santa indignación se nos sube a los labios.
Gritamos. Gritar es fácil, llena nuestra boca, da la impresión de que estamos
luchando. Luego descubrimos que el mundo nunca cambia con gritos y que, si
alguien quiere estar con los despellejados, ha de perder su piel. Y un día
descubrimos que no se puede conseguir la justicia completa y empezamos a pactar
con pequeñas injusticias, con grandes componendas. Ese día caemos derrotados en
la cuarta pelea.
No pasara mucho tiempo sin que decidamos «imponer» nuestra paz violenta, nuestras
santísimas coacciones. Todavía creemos en la paz. Pensamos que el malo es
recuperable, que el amor y las razones serán suficientes. Pero pronto se nos
eriza el alma, comenzamos a desconfiar de la blandura, decidimos que puede
dialogarse con éstos si?, pero no con aquéllos. No pasara mucho tiempo sin que
decidamos «imponer» nuestra paz violenta,
nuestras santísimas coacciones. Es la quinta derrota. ¿Queda
aún algo de nuestra juventud? Quedan aún algunas ráfagas de entusiasmo,
leves esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero un
día las llamamos «ilusiones», un día nos
explicamos a nosotros mismos que «no hay nada que
hacer», que «el mundo es así», que «el hombre es triste».
Perdida esta sexta batalla del entusiasmo, al hombre
ya sólo le quedan dos caminos: engañarse asimismo
creyendo que ha triunfado, taponando con placer y dinero los huecos del alma en
los que habito la esperanza, o conservar algo de corazón y descubrir que nuestro
barco marcha a la deriva y que estamos hambrientos y vacíos, sin peso de
ilusiones, sin alma. Me gustaría que, al menos, te quedara esta
angustia, amigo que hoy me escribes. Y que tuvieras aún el valor suficiente
para preguntarte a qué derrota has llegado,
muchacho.
José Martín Descalzo
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