El Papa Francisco presidió este 6 de enero una Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano con ocasión de la Solemnidad de la Epifanía del Señor en la que invitó a aprender de los Reyes Magos a tener “una fe valiente, que no tenga miedo de desafiar a las lógicas oscuras del poder, y se convierta en semilla de justicia y de fraternidad”.
“El mundo espera de los creyentes un impulso
renovado hacia el Cielo. Como los magos, alcemos la cabeza, escuchemos el deseo
del corazón, sigamos la estrella que Dios hace resplandecer sobre nosotros y como
buscadores inquietos, permanezcamos abiertos a las sorpresas de Dios.
Hermanos y hermanas soñemos, busquemos, adoremos”, destacó el Santo Padre.
A continuación, la
homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Los magos viajan hacia Belén. Su peregrinación nos habla también a
nosotros: estamos llamados a caminar hacia Jesús, porque Él es la
estrella polar que ilumina los cielos de la vida y orienta los pasos hacia la
alegría verdadera. Pero, ¿dónde se inició la
peregrinación de los magos para encontrar a Jesús? ¿Qué movió a estos
hombres de Oriente a ponerse en camino?
Tenían buenas excusas para no partir. Eran sabios y astrólogos,
tenían fama y riqueza. Habiendo alcanzado esa seguridad cultural, social y
económica, podían conformarse con lo que sabían y lo que tenían, podían
estar tranquilos, estar tranquilos. En cambio, se dejan inquietar por una
pregunta y por un signo: «¿Dónde está el rey de
los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella...» (Mt 2,2).
Su corazón no se deja entumecer en la madriguera de la apatía, sino que está
sediento de luz; no se arrastra cansado en la pereza, sino que está inflamado
por la nostalgia de nuevos horizontes. Sus ojos no se dirigen a la tierra, sino
que son ventanas abiertas al cielo.
Como afirmó Benedicto XVI, eran «hombres de
corazón inquieto. [...] Hombres que esperaban, que no se conformaban con sus
rentas seguras y quizás una alta posición social [...]. Eran buscadores
de Dios» (Homilía, 6 enero 2013).
¿Dónde nace esta sana inquietud que los ha llevado
a peregrinar? Nace del deseo. Su secreto interior es: saber
desear. Meditemos
esto. Desear significa mantener vivo el fuego que arde dentro de nosotros y que
nos impulsa a buscar más allá de lo inmediato, más allá de lo visible.
Desear es acoger la vida como un misterio que nos supera, como una hendidura
siempre abierta que invita a mirar más allá,
porque la vida no está “toda aquí”, está también “más allá”.
Es como una tela blanca que necesita recibir color. Precisamente un gran
pintor, Van Gogh, escribía que la necesidad de Dios lo impulsaba a salir de
noche para pintar las estrellas. Sí, porque Dios nos ha hecho así: amasados
de deseo, así nos ha hecho Dios, amasados de deseo; orientados, como los magos,
hacia las estrellas. Podemos decir, sin exagerar, que nosotros somos lo
que deseamos. Porque son los deseos los que ensanchan nuestra mirada
e impulsan la vida a ir más allá: más allá de
las barreras de la rutina, más allá de una vida embotada en el consumo, más
allá de una fe repetitiva y cansada, más allá del miedo de arriesgarnos, de
comprometernos por los demás y por el bien. «Ésta es nuestra vida —decía
San Agustín—: ejercitarnos mediante el deseo» (Tratados
sobre la primera carta de san Juan, IV, 6). Así es la vida, el ejercitarnos
mediante el deseo.
Hermanos y hermanas, el viaje de la vida y el camino
de la fe necesitan del deseo, del impulso interior. Muchas veces nosotros vivimos el espíritu del
estacionamiento, vivimos estacionados, sin este impulso del deseo que nos lleva
más allá, nos lleva más adelante.
Nos hace bien preguntarnos: ¿en qué punto
del camino de la fe estamos? ¿No estamos, desde hace demasiado tiempo,
bloqueados, estacionados en una religión convencional, exterior, formal, que
ya no inflama el corazón y no cambia la vida? ¿Nuestras palabras y nuestros
ritos provocan en el corazón de la gente el deseo de encaminarse hacia Dios o
son “lengua muerta”, que habla sólo de sí misma y a sí misma?
Es triste cuando una comunidad de creyentes no desea más y, cansada, se
arrastra en el manejo de las cosas en vez de dejarse sorprender por Jesús, por
la alegría desbordante e incómoda del Evangelio. Es triste cuando un
sacerdote ha cerrado la puerta del deseo, es triste caer en el funcionalismo
clerical, es muy triste.
La crisis de la fe, en nuestra vida y en nuestras sociedades, también
tiene relación con la desaparición del deseo de Dios. Tiene relación con la
somnolencia del alma, con la costumbre de contentarnos con vivir al día, sin
interrogarnos sobre lo que Dios quiere de nosotros. Nos hemos replegado
demasiado en nuestros mapas de la tierra y nos hemos olvidado de levantar la
mirada hacia el Cielo; estamos saciados de tantas cosas, pero carecemos de la
nostalgia por lo que nos hace falta, nostalgia de Dios. Nos hemos obsesionado
con las necesidades, con lo que comeremos o con qué nos vestiremos (cf. Mt 6,25),
dejando que se volatilice el deseo de aquello que va más allá. Y nos
encontramos en la avidez de comunidades que tienen todo y a menudo ya no
sienten nada en el corazón. Personas cerradas, comunidades cerradas, obispos
cerrados, sacerdotes cerrados, consagrados cerrados porque la falta de deseo
lleva a la tristeza y a la indiferencia. Comunidades tristes, sacerdotes
tristes, obispos tristes.
Pero mirémonos sobre todo a nosotros mismos y preguntémonos: ¿cómo va el camino de mi fe? Es una
pregunta que hoy podemos hacernos ¿cómo va el
camino de mi fe? ¿Está estacionada o en camino?
La fe, para comenzar y recomenzar, necesita ser
activada por el deseo, arriesgarse en la aventura de una relación viva e
intensa con Dios. Pero, ¿mi
corazón está animado todavía por el deseo de Dios? ¿O dejo que la rutina y
las desilusiones lo apaguen?
Hoy hermanos y hermanas es el día para hacernos estas preguntas. Hoy es
el día para volver a alimentar el deseo, alimentar el deseo. ¿Cómo hacerlo? Vayamos a la “escuela del deseo” de los magos. Vayamos a los
magos, ellos nos enseñaran en su escuela del deseo. Miremos los pasos que
realizan y saquemos algunas enseñanzas.
En primer lugar, ellos parten cuando aparece la estrella: nos enseñan que es necesario volver a comenzar cada día, tanto en la vida como en la fe, porque la fe no es una
armadura que nos enyesa, sino un viaje fascinante, un movimiento continuo e
inquieto, siempre en busca de Dios, siempre con el discernimiento en aquel
camino.
Después, en Jerusalén, los magos preguntan, preguntan dónde
está el Niño. Nos enseñan que necesitamos interrogantes, necesitamos escuchar con atención las preguntas
del corazón, de la conciencia; porque es así como Dios habla a menudo, se
dirige a nosotros más con preguntas que con respuestas. Esto debemos
aprenderlo bien, Dios se dirige a nosotros más con preguntas que con
respuestas. Pero
dejémonos inquietar también por los interrogantes de los niños, por las
dudas, las esperanzas y los deseos de las personas de nuestro tiempo. El camino
es dejarse interrogar.
Los magos también desafían a
Herodes. Nos enseñan que necesitamos una fe valiente,
que no tenga miedo de desafiar a las lógicas oscuras del poder, y se convierta
en semilla de justicia y de fraternidad en sociedades donde, todavía hoy,
tantos Herodes siembran muerte y masacran a pobres y a inocentes, ante la
indiferencia de muchos.
Finalmente, los magos regresan «por otro camino» (Mt 2,12), nos estimulan a recorrer nuevos caminos.
Es la creatividad del Espíritu, que siempre realiza cosas nuevas.
Y también es una de las tareas del Sínodo que ahora estamos haciendo: caminar juntos a la escucha, para que el Espíritu nos
sugiera senderos nuevos, caminos para llevar el Evangelio al corazón del que
es indiferente, del que está lejos, de quien ha perdido la esperanza pero
busca lo que los magos encontraron, «una inmensa alegría» (Mt 2,10). Ir
más allá, ir hacia adelante.
Al final del viaje de los magos hay un momento crucial: cuando llegan a su destino “caen de rodillas y adoran al
Niño” (cf. v. 11). Adoran. Recordemos esto: el camino de la fe solo encuentra impulso y cumplimiento
ante la presencia de Dios.
El deseo se renueva solo si recuperamos el gusto de la adoración. El deseo
te conduce a la adoración y la adoración te hace a renovar el deseo. Porque el deseo de Dios solo crece estando frente a Él. Porque sólo Jesús
sana los deseos.
¿De qué? De la dictadura de las
necesidades. El corazón, en efecto, se enferma cuando los deseos solo
coinciden con las necesidades. Dios, en cambio, eleva los deseos; los purifica,
los sana, curándolos del egoísmo y abriéndonos al amor por Él y por los
hermanos. Por eso no olvidemos la adoración, la oración de la adoración que no
es muy común entre nosotros, adorar en silencio, por esto, no olvidemos la
adoración por favor.
Al ir así cada día, allí tendremos la certeza, como los magos, de que incluso en las noches más oscuras brilla una estrella. Es la estrella de Jesús, que viene a hacerse
cargo de nuestra frágil humanidad. Caminemos a su encuentro. No le demos a la
apatía y a la resignación el poder de clavarnos en la tristeza de una vida
mediocre. Tomemos la inquietud del Espíritu, corazónes inquietos. El mundo
espera de los creyentes un impulso renovado hacia el Cielo. Como los magos,
alcemos la cabeza, escuchemos el deseo del corazón, sigamos la estrella que
Dios hace resplandecer sobre nosotros y como buscadores inquietos,
permanezcamos abiertos a las sorpresas de Dios. Hermanos y hermanas soñemos,
busquemos, adoremos.
Redacción ACI Prensa
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