¿POR QUÉ LA PELÍCULA LA MISIÓN SUPUSO UN IMPACTO TAN FORMIDABLE EN MÍ?
Hasta
entonces toda mi visión de la Iglesia era enteramente local. A mis veinte años,
lo que conocía de la Iglesia era lo que había visto en Barbastro y en el
seminario. Por mis lecturas y por la película Becket, se afincó en mi mente una estética medieval de
todo lo eclesiástico. El dogma se revistió de un imaginario románico, gótico,
revestido de caracteres muy monásticos. Por supuesto que mi forma de ver ese
mundo eclesial pretérito era la de un joven de veinte años: repleta de elementos ideales, completando los huecos con
suposiciones inconscientes.
La
Misión fue la primera película que, de un modo creíble, no
histriónico, me presentó una Iglesia distinta: no
europea, no medieval, para nada monástica, una comunidad sencilla, reducida a
lo esencial. Fue todo un enriquecimiento.
Pero los que
me estéis leyendo pensaréis –sería lo lógico– que me
sentí atraído por una “Iglesia más simple” y
que, incluso, pude sentir atracción por la Teología de la Liberación. ¡Todo lo contrario!
Los curas de
Barbastro de los años 70 y 80 tenían una mentalidad simplificadora en grado
máximo, ya más simplicidad no cabía. Soy de la época de las misas de campaña
con todos sentados, al lado del rio, alrededor de un mantel y la misa celebrada
con un vaso de cristal. Los jesuitas de la selva de La
Misión me parecían más tradicionales
que los de Barbastro. Tampoco sentí atracción alguna por la Teología de la
Liberación porque el conflicto mostrado en la película a mí no me invitó a leer
a los, entonces, famosísimos autores de esa línea. En la pantalla vi un
conflicto concreto que se resolvía con mis esquemas tradicionales. Un conflicto
que se resolvía con los argumentos morales de la Suma Teológica. La lucha
desesperada contra un ejército tan superior que los iba a arrollar me pareció una
acción irracional, con independencia de que los indios tuvieran derecho a
defenderse.
No solo la
película no me llevó por ese camino, sino que, cuando la vi por tercera vez,
con 27 años, me atrajo totalmente la “fanfarria
cardenalicia” que despliega la película. Las dos primeras veces no había
sido receptivo a ese aspecto; pero la tercera vez, sí.
Hablando en
broma, la película me deformó, pero justo en el sentido contrario que hubiera
imaginado cualquier teólogo de la liberación: el
amor a una estética que reflejase la autoridad eclesiástica comenzó allí. Tiene
gracia, justo lo contrario de lo que cualquiera hubiera imaginado. El cardenal
almorzando solo en aquella mesita fue una imagen pictóricamente impresionante
para mí, el dosel y el estrado en el juicio, etc.
Aquello era
como ver El Séptimo Sello y ponerse de parte de la Muerte, pero estas cosas
suceden. A veces el tiro sale por la culata.
Y acabo con
un detalle de la película al que ya me he referido varias veces en este blog.
El bueno, el héroe de esa historia, es el cardenal. Es el único que sabía desde
el principio que las misiones estaban condenadas y hace lo posible por salvar
lo que se pueda. Los otros jesuitas tienen una visión más corta, no ven tan
lejos, y su idealismo los lleva a que se dé más sufrimiento inútil. Varias
veces se ve que el cardenal es un hombre bueno, pero realista. Esos jesuitas de
la película son buenos, pero conducen a la comunidad o a la muerte o a la
esclavitud. El cardenal les conmina del modo más vehemente a que huyan a la
selva. Usa incluso la excomunión con los religiosos como modo para conminarles
a que salven sus vidas por obediencia, ya que sus argumentos no los convencen.
El cardenal es el único que está “despierto” durante
toda la película, es el héroe de la historia.
P. FORTEA
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