Ambos hombre y mujer son víctimas de una tragedia más profunda: la deshumanización del hombre, que es el gran mal de nuestro mundo.
Por: Nieves García | Fuente: Mujer Nueva
El 17 de diciembre de 1999, la Asamblea General
de la ONU declaró el 25 de noviembre Día Internacional de la Eliminación de la
Violencia contra la Mujer, e invitó a los gobiernos, las organizaciones
internacionales y las organizaciones no gubernamentales a que organicen ese
día, actividades dirigidas a sensibilizar a la opinión pública respecto del
problema de la violencia contra la mujer. Se acerca el 25 de noviembre.
Los datos están ahí, son reales, y... escalofriantes. El informe de la OMS del
tres de octubre del 2003 indicaba que anualmente 1,6 millones de seres humanos
pierden la vida violentamente. En el Informe se señala que las mujeres son las
que corren más riesgos en entornos domésticos o familiares. Casi la mitad de
las mujeres que mueren por homicidio, son asesinadas por sus maridos o parejas
actuales o anteriores, un porcentaje que se eleva al 70% en algunos países. En
algunos países, hasta una tercera parte de las niñas señalan haber sufrido una
iniciación sexual forzada.
Cerca del 25 de noviembre Día Internacional de la Eliminación de la Violencia
contra la Mujer, los periódicos del mundo hablarán en sus editoriales,
artículos de opinión y de análisis sobre el tema de violencia contra la mujer.
Pero aunque ahora se alcen al unísono las voces en contra de la violencia, a lo
largo del año son constantes las noticias que anuncian los casos de la mal
llamada violencia doméstica, donde el hombre aparece casi siempre como el
agresor cruel y la mujer como la víctima del conflicto. Sin restar
responsabilidad ninguna al varón, que aprovecha su constitución física que le
otorga una superioridad notoria (y después dicen que no hay diferencias), ambos
hombre y mujer son víctimas de una tragedia más profunda: la deshumanización
del hombre, que es el gran mal de nuestro mundo.
Son loables los esfuerzos de los algunos gobiernos por erradicar este fenómeno.
Por ejemplo, en España se promulgó la ley reguladora de protección a las
víctimas de la violencia doméstica. Pero las medidas que ofrecen tienen el
mismo efecto que se produce al fumigar las ramas de un árbol, cuando el
problema que lo carcome está en las raíces.
El árbol de la sociedad occidental sufre en sus raíces el daño de tres
depredadores mortales, que dañan al ser humano, en lo más hondo y afectan a la
armonía familiar y social. Carcomas que se gestaron en los famosos años 60 y
que han sido absorbidas por la cultura actual, de forma que han perdido su
imagen de agresividad, pero son los causantes reales de gran parte de la
violencia actual.
La primera nació con la revolución sexual, que en aras de una falsa libertad,
nos hizo creer que el amor y la sexualidad eran dos realidades separables. La
erotización de la sociedad a través de los medios fue la estrategia práctica
que derivó de esta novedad. La pornografía saltó a las calles y el sexo se
exaltó y comercializó hasta llegar a su total trivialización. Conocida es la
cercana relación que hay entre la vivencia de una sexualidad utilitarista y la
desinhibición de toda forma de control y dominio personal. De ahí a la
violencia, sólo hay un paso, que por desgracia muchos dan. La excitación sexual
conduce en muchos casos a la violencia física contra la mujer.
Esta situación habitual provoca en el hombre tres sensaciones que, a su vez,
inducen a comportamientos agresivos: el desencanto que acaba en frustración, la
pérdida del respeto por la mujer, como ser humano, ya que se convierte en
objeto de consumo, y una hipertrofia de la afectividad, una especie de
inmadurez afectiva e hipersentimentalismo que provoca un desequilibrio anímico.
En resumen, la revolución sexual ha dado a luz un hombre más violento y más
egoísta. Y los causantes de este mal no son sólo los hombres. La mujer que lo
consiente y lo acepta se convierte en aliada de su propia denigración.
Una segunda carcoma es una libertad de expresión mal entendida, que se ha convertido
en el escudo de los medios, donde las escenas de violencia y de sexo llegan a
cuotas disparatadas. En España, el 60% de los niños en edad escolar y
preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla. Según
datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos
con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y
eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante
minuciosidad. Algo parecido ocurre con la industria cinematográfica que difunde
unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia: fidelidad,
lealtad, respeto. El niño normal que visualiza estas cantidades ingentes de
violencia queda afectado. Sería interesante conocer la cantidad de escenas
violentas que cada agresor ha consumido a lo largo de su vida.
La tercera carcoma que mata el árbol familiar y siembra semillas de posible
violencia, es la educación que reciben los niños, en la que por temor a “crear traumas infantiles”, se tiende a la
permisividad. Hay padres que parecen tener miedo a sus hijos; temen negarles un
permiso o enseñarles el valor del respeto a los demás y a sí mismos. Pocos son
los que educan en la generosidad real y en el servicio al otro. La palabra
sacrificio carece de contenido, pero no se puede educar en el amor sin enseñar
a sacrificarse por el otro.
Esta generación de padres enseña a sus hijos que vales tanto según tienes y
puedes, no según eres. Es normal que varones con esta educación o des-educación
se conviertan, en una sociedad competitiva, en personas inseguras. No han
aprendido a amar y no son capaces de valorarse por lo que son. El fracaso o la
decepción en cualquier área les produce inseguridad. La violencia en cualquiera
de sus formas, pero mucho más la física, es manifestación clara de miedo y de
inseguridad personal.
Las salidas a un problema tan profundo no pueden ser proponer nuevas medidas
cautelares, ni crear un cuerpo especializado de policías para la defensa de la
mujer agredida. Estos remedios vienen a ser parches pero la herida sigue
abierta y sangrando.
LAS SOLUCIONES
Son más profundas, más serias, más radicales. Sin
querer abarcar todas, se pueden mencionar:
1.- Ayudar a la sociedad actual a recuperar
culturalmente el valor real del amor, que enmarca el ejercicio de la
sexualidad, dentro de un clima de donación total al otro y de respeto a su
persona. Para ello dejar de comercializar con algo sagrado, como es la
sexualidad y el cuerpo femenino aunque suponga la quiebra de muchas empresas de
mercadotecnia.
2.- Prohibir, sí, prohibir (aunque no esté de
moda), las manifestaciones exageradas y explícitas de violencia constante, en
televisión y cine, y más a ciertas horas. Y aprovechar medios tan eficaces para
promover de forma convincente, valores humanos que construyen al hombre y
recrean a la familia.
3.- Ayudar al matrimonio y a la familia a crear
relaciones interpersonales sanas, a superar los conflictos y las crisis, a ser
el ámbito primario de seguridad y acogida del ser humano. La familia no
necesita el bombardeo diario que hacen los medios de tragedias, muertes,
masacres, egoísmos, divorcios, infidelidades y mentiras. Necesita ayuda para
edificarse en los valores sólidos: respeto, apertura al otro, solidaridad y
amor.
Tenemos que sanar al árbol por la raíz. Porque el amor
humano existe y aunque esta afirmación vende poco, es la realidad que sostiene
el mundo. Esta la solución última.
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