Durante el exorcismo, los demonios le dijeron al santo que con el Rosario que predicaba, llevaba el terror y el espanto a todo el infierno, y que él era el hombre que más odiaban en el mundo a causa de las almas que les quitaba con esta devoción.
Santo
Domingo arrojó su Rosario al cuello del poseso y les preguntó a cuál de los
santos del cielo temían más y cuál debía ser más amado y honrado por los hombres.
Los enemigos, ante estas interrogantes, dieron gritos tan espantosos que muchos
de los que estaban allí presentes cayeron en tierra por el susto.
Los
malignos, para no responder, lloraban, se lamentaban y pedían por boca del
poseso a Santo Domingo que tuviera piedad de ellos. El santo, sin inmutarse,
les contestó que no cesaría de atormentarlos hasta que respondieran lo que les
había preguntado. Entonces ellos dijeron que lo dirían, pero en secreto, al
oído y no delante de todo el mundo. El santo, en cambio, les ordenó que
hablaran alto, pero los diablos no quisieron decir palabra alguna.
Entonces
el P. Domingo, puesto de rodillas, hizo la siguiente oración: “Oh excelentísima Virgen María, por la virtud de tu
salterio y Rosario, ordena a estos enemigos del género humano que contesten mi
pregunta”.
De
pronto, una llama ardiente salió de las orejas, la nariz y la boca del poseso.
Los demonios seguidamente le rogaron a Santo Domingo que, por la pasión de
Jesucristo y por los méritos de su Santa Madre y los de todos los santos, les
permitiera salir de ese cuerpo sin decir nada porque los ángeles en cualquier
momento que él quisiera se lo revelarían.
Más
adelante, el santo volvió a arrodillarse y elevó otra plegaria: “Oh dignísima Madre de la Sabiduría, acerca de cuya
salutación, de qué forma debe rezarse, ya queda instruido este pueblo, te ruego
para la salud de los fieles aquí presentes que obligues a estos tus enemigos a
que abiertamente confiesen aquí la verdad completa y sincera”.
Apenas
terminó de pronunciar estas palabras, el santo vio cerca de él una multitud de
ángeles y a la Virgen María que golpeaba al demonio con una varilla de oro,
mientras le decía: “Contesta a la pregunta de mi
servidor Domingo”. Aquí hay que tener en cuenta que el pueblo no veía,
ni oía a la Virgen, sino solamente a Santo Domingo.
Los
demonios comenzaron a gritar: “¡Oh enemiga nuestra! ¡Oh
ruina y confusión nuestra! ¿Por qué viniste del cielo a atormentarnos en forma
tan cruel? ¿Será preciso que por ti, ¡oh abogada de los pecadores, a quienes
sacas del infierno; oh camino seguro del cielo!, seamos obligados –a pesar
nuestro– a confesar delante de todos lo que es causa de nuestra confusión y
ruina? ¡Ay de nosotros! ¡Maldición a nuestros príncipes de las tinieblas!”.
“¡Oíd,
pues, cristianos! Esta Madre de Cristo es omnipotente y puede impedir que sus
siervos caigan en el infierno. Ella, como un sol, disipa las tinieblas de
nuestras astutas maquinaciones. Descubre nuestras intrigas, rompe nuestras
redes y reduce a la inutilidad todas nuestras tentaciones. Nos vemos obligados
a confesar que ninguno que persevere en su servicio se condena con nosotros”.
“Un
solo suspiro que ella presente a la Santísima Trinidad vale más que todas las
oraciones, votos y deseos de todos los santos. La tememos más que a todos los
bienaventurados juntos y nada podemos contra sus fieles servidores”.
De igual
manera los malignos confesaron que muchos cristianos que la invocan al morir y
que deberían condenarse, según las leyes ordinarias, se salvan gracias a su
intercesión. “¡Ah! Si esta Marieta –así la
llamaban en su furia– no se hubiera opuesto a nuestros
designios y esfuerzos, ¡hace tiempo habríamos derribado y destruido a la
Iglesia y precipitado en el error y la infidelidad a todas sus jerarquías!”.
Luego
añadieron que “nadie que persevere en el rezo del
Rosario se condenará. Porque ella obtiene para sus fieles devotos la verdadera
contrición de los pecados, para que los confiesen y alcancen el perdón e
indulgencia de ellos”.
Es así
que Santo Domingo hizo rezar el Rosario a todo el pueblo muy lenta y
devotamente, y en cada Avemaría que rezaban, salían del cuerpo del poseso una
gran multitud de demonios en forma de carbones encendidos.
Cuando todos los enemigos
salieron y el hereje quedó libre, la Virgen María, de manera invisible, dio su
bendición a todo el pueblo, que experimentó gran alegría. “Este milagro fue causa de la conversión de gran número
de herejes, que incluso se inscribieron en la Cofradía del Santo Rosario”, concluyó
San Luis María Grignion de Montfort.
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