1450. –¿Los cuerpos resucitados, además de la inmortalidad e incorruptibilidad, conservarán las cualidades generales de la integridad corporal, e identidad del mismo cuerpo mortal?
–Para determinarlo, Santo
Tomás, en el capítulo de la Suma contra los
gentiles, que dedica a las cualidades de los cuerpos condenados,
después de los capítulos sobre las de los cuerpos bienaventurados, establece el
siguiente principio aplicable a los primeros: «es
preciso que tales cuerpos estén proporcionados a las almas de quienes han de
ser condenados».
Desde esta regla: «podemos pensar razonablemente cual ha de ser la
condición de los cuerpos que resucitan en los que han de ser condenados». En
primer lugar: «sus cuerpos, en lo referente a la
naturaleza, serán reparados e íntegros» [1].
En la Suma teológica, afirma que, aunque parezca que
el cuerpo de los condenados resucitará con sus deformidades, Dios las reparará
como a los gloriosos. Explica que: «En el cuerpo humano puede caber la
deformidad de dos maneras: por falta de un miembro,
como llamamos afeados a los mutilados, pues les falta la debida proporción de
las partes con el todo. No hay duda que tal deformidad no tendrá lugar
en los cuerpos de los condenados, porque todos los cuerpos, los de los buenos y
los de los malos, resucitarán íntegros».
En la otra manera; «la deformidad acontece por la indebida disposición de
las partes, o de la indebida cantidad, cualidad o sitio, que tampoco se sufre
con la debida proporción de las partes con el todo. Tales deformidades y
parecidos defectos, como son las fiebres y semejantes males, que a veces son
causa de la deformidad, San Agustín las deja de asignar o duda de ello (Enquiridion,
c. 92)».
Según otros: «tales deformidades y defectos permanecerán en los
cuerpos de los condenados, considerando su condenación, por la cual destinados
a la suma miseria, en la que toda incomodidad debe de tener su asiento».
Santo Tomás rechaza esta
opinión, ya que considera que no parece razonable, porque: «en la del cuerpo resucitado se atiende más a la
perfección de la naturaleza que a la condición de que fue antes; por lo cual
los que murieron sin llegar a edad perfecta resucitarán en estatura juvenil. Y
quienes tuvieron defectos corporales o deformidades causadas por ellos, en la
resurrección se verán sin ellos, a nos ser que lo impida el demérito del
pecado; de suerte que, si alguno resucita con faltas o deformidades, le servirá
eso de pena».
Se comprende que en la
resurrección de los cuerpos de los réprobos no aparecerán ni las deformaciones ni
las enfermedades, si se tiene en cuenta que: «El
modo de la pena estará conforme a la medida de la culpa.». Si no fuera
así: «podría suceder que un pecador que ha de ser
condenado, reo de menores pecados, tenga ciertas deformidades y tachas que no
tuvo otro, que también ha de ser condenado, caído en pecados más graves. De
aquí que si aquel que en esta vida tuvo deformidades resucita con ellas, sin
las que consta que no resucitará otro que deba de ser más bravamente castigado
que no las tuvo en esta vida, se seguiría que la pena no respondería a la
cantidad de la culpa, antes bien parecería que uno es castigado por las penas
que sufrió en este mundo, lo cual es absurdo».
Asume, por ello, la opinión de
otros que: «más razonablemente afirman que el Autor
de la naturaleza reparará íntegramente en la resurrección la naturaleza del
cuerpo. De donde lo que hubo de defectos o fealdades por corrupción o debilidad
de la naturaleza o de los principios naturales, todo será quitado en la
resurrección, como la fiebre y demás. En cambio, las deficiencias que en el
cuerpo humano se siguen de los principios naturales, cual la pesantez, la
pasibilidad y parecidos, quedarán en los cuerpos de los condenados, las cuales
serán excluidas en los de los elegidos por la gloria de la resurrección» [2].
De manera que para Santo
Tomás: «En los condenados no habrá nada que les
impida la sensación de dolor. Es así que la enfermedad impide la sensación del
dolor, pues por ella se debilitan los órganos sensoriales, y, asimismo, la
falta de un miembro hará que no fuese universal el dolor en el cuerpo. Los
condenados, por tanto, resucitarán sin esas deficiencias» [3].
Queda corroborada esta
opinión, porque en: «la «Glosa», comentando
lo de San Pablo: «Los muertos resucitarán incorruptos» (1 Cor 15, 52), dice: «Los muertos, esto es, los pecadores, o, en general,
todos los muertos, resucitarán incorruptos, o sea, sin ninguna disminución de
miembros». Así pues, los malos resucitarán sin deformidades» [4].
En el capítulo de la Suma contra los gentiles, defiende esta tesis
del siguiente modo siguiente: «Las almas de los
condenados tienen naturaleza buena, como que es creada por Dios; pero tendrán
la voluntad desordenada y alejada del propio fin. Por lo tanto, sus cuerpos, en
lo referente a la naturaleza, serán reparados e íntegros, pues resucitarán en
edad perfecta, con todos sus miembros y sin defecto alguno ni corrupción, que
hubiera podido ocasionar un fallo de la naturaleza o la enfermedad. Por eso,
dice San Pablo: «los muertos resucitarán incorruptos» (1 Cor 15, 52). Y esto se
ha de entender de todos, tanto buenos como malos, según se deduce de lo que
precede y sigue a la cita» [5].
De toda esta argumentación, se
infiere también que los cuerpos de los condenados resucitarán con su propia
materia idénticamente la misma. Volverán, por tanto, al mismo cuerpo anterior,
aunque restaurado íntegramente para que puedan recibir plenamente el castigo,
de manera parecida a los bienaventurados para que reciban en plenitud el
premio.
1451. –Podría objetarse a la tesis de la integridad del
cuerpo resucitado de los condenados que: «Lo que se introdujo como pena del
pecado no debe desaparecer sino con el pecado perdonado. Hay: «defectos de los
miembros que provienen de mutilación se introdujeron como pena del pecado». Lo
mismo podrá decirse de «deformidades corporales». ¿Cómo se explica que sean
quitadas estas deformidades en la resurrección, si los condenados «no
consiguieron la remisión de los pecados» [6]?
–La objeción no tiene lugar,
porque: «las penas que en esta vida temporal se
inflingen por el pecado son temporales y no alcanzan más allá del término de la
vida. Y, por eso, aunque el pecado no sea remitido a los condenados, con todo,
no es preciso que allí sufran las mismas penas que en este mundo padecieron,
pues la justicia divina exige que allí sean atormentados eternamente con penas
más graves» [7].
Todavía se podrá replicar con
esta otra objeción: «Así como la resurrección de
los santos será su acabada felicidad, así para los impíos su postrera miseria».
Sabemos que: «no se quitará a los santos
resucitados nada de lo que puede atañer a su perfección». Paree, lógico
pensar que: «tampoco se quitará a los impíos nada
de lo que pueda atañer a su miseria, y entre ellas estas las deformidades».
Replica Santo Tomás que: «No sirve la misma razón para los buenos que para los
malos, puesto que algo puede ser puramente bueno, más no puramente malo. De
aquí que la felicidad última de los santos requiere estar totalmente inmunes de
todo mal; en cambio, la última miseria de los malos no excluye todo bien» [8].
En los condenados no puede
darse el mal total o completo, porque: «como dice
Aristóteles: «si el mal es íntegro, se destruye a sí mismo» (Ética IV,
c. 5, n. 7). Por consiguiente, es menester que el
bien de la naturaleza sustente la miseria de los condenados, el cual es obra
del Creador perfecto, que reparará la naturaleza en la perfección de su
especie» [9].
En el Compendio de Teología, también Santo Tomás
explica que: «Así como en los santos la
bienaventuranza del alma se comunicará en cierto modo a los cuerpos –según se
dijo antes–, así también los sufrimientos del alma se extenderán a los cuerpos
de los condenados, aunque las penas no excluyan del alma el bien de la
naturaleza, como tampoco lo excluyen del cuerpo» [10].
Conservaran este bien de la
naturaleza, porque: «el mal no puede excluir
totalmente al bien, puesto que todo mal tiene su principio en algún bien. Es
necesario, por consiguiente que la desdicha –aunque opuesta a la felicidad, que
estará inmune de todo mal– esté fundada en un bien de la naturaleza». Precisa
seguidamente que: «el bien de una naturaleza
intelectual consiste en que la inteligencia vea la verdad, y la voluntad tienda
al bien» Se infiere de ello que: «como toda
verdad y todo bien se derivan del primero y sumo bien, que es Dios, conviene
que la inteligencia del hombre, constituida en la extrema desdicha, tenga
cierto conocimiento de Dios y cierto amor a Dios como principio de las
perfecciones naturales».
Sin embargo, aunque estos
desdichados: «aman a Dios como principio de las
perfecciones naturales, pero no como origen de las virtudes o gracias y bienes
de todo género, porque amar a Dios como principio de virtudes supondría ya la
perfección de la virtud y de la gloria» [11].
1452. –¿Cómo es posible que los réprobos tengan un
conocimiento y amor de Dios, como creador de todos los bienes?
–En la Suma teológica queda
aclarado este pasaje del Compendio de teología,
del que parece inferirse que la voluntad de los condenados no es totalmente
mala. Concreta que: «en los condenados podemos
considerar una doble voluntad, a saber, voluntad deliberativa y voluntad
natural. La natural no procede de ellos, sino del autor de la naturaleza, que
puso en ella esa inclinación natural, que se llama voluntad. Por consiguiente,
como en ellos permanece la naturaleza, en este sentido puede haber en ellos
buena voluntad natural», que es de la que se habla cuando se dice que
los condenados conservan el bien de la naturaleza.
Si la voluntad natural no
depende de los condenados, en cambio: «la voluntad
deliberativa depende de ellos, puesto que está en su poder inclinarse por el
afecto hacia esto a aquello. Y tal voluntad es en ellos solamente mala» [12].
Por ello, eligen entre males, o lo que consideran malo, e incluso pueden elegir
el conceptuado como peor.
Debe tenerse en cuenta, por
una parte que: «La misma relación guarda la voluntad de los condenados para el
mal que la de los bienaventurados para el bien. Por ello, los bienaventurados
nunca tienen voluntad mala». Similarmente: «tampoco
los condenados tendrán una buena voluntad» [13].
Por otra, que: «una voluntad obstinada nunca puede
inclinarse sino al mal. Pero los hombres condenados serán obstinados, como los
demonios. Por consiguiente, nunca podrá ser buena su voluntad» [14],
es decir, su voluntad deliberativa.
Se explica la razón de las
elecciones entre males de los condenados, porque: «están
totalmente alejados del fin último de la buena voluntad, y ninguna voluntad
puede ser buena si no está ordenada a dicho fin. Por eso, incluso cuando
quieren algún bien, no lo quieren bien, no pudiendo llamarse ni por esto buena
su voluntad» [15].
No lo quieren por su bondad objetiva, sino por considerarlo malo.
1453. –Podría parecer que, en este último caso, los
condenados tengan buena voluntad, porque: «si los condenados quieren algo,
querrán precisamente lo bueno o lo que tiene apariencia de tal» y entonces como
su «voluntad se ordena al bien es buena» [16].
¿Cómo puede resolverse esta dificultad?
– Santo Tomás advierte que,
aunque es cierto que «el mal, en cuanto tal, no mueve a la voluntad», sin
embargo: «muévela cuando se presenta como bien». En
el caso de los condenados: «apreciar lo que es malo
como bueno proviene de su malicia». Por ello, «su
voluntad es mala» [17].
Todavía Santo Tomás presenta
esta objeción sobre la maldad de los condenados, relacionada con la anterior: «Dice Dionisio que: «los demonios desean el Bien, por
cuanto desean ser, vivir y entender» (Pseudo-Dionisio Areopagita, Nombr
divinos, c. 4, n. 34). No siendo, pues, los
hombres condenados de peor condición que los demonios, parece que puedan tener
buena voluntad» [18],
puesto que quieren tener ser, y, por tanto, existir. Quieren que su ser tenga
vida, no que sea el de un ente inerte, como una piedra. Quieren tener un ser
con vida intelectiva, no poseer un ser de vida animal o vegetativa. Quieren,
por tanto, que su ser participado participe del vivir y del entender. Y, como
el ser, el vivir y el entender son bienes, el condenado quiere el bien.
Con la distinción entre
voluntad natural y voluntad deliberativa queda resuelta la objeción, porque: «Las palabras de Dionisio se refieren a la voluntad
natural, que es la inclinación de la naturaleza a un bien. No obstante, esta
inclinación natural se corrompe por la malicia de ellos, porque el bien que
naturalmente desean lo apetecen bajo ciertas circunstancias malas» [19].
Podría todavía replicarse que
por lo menos en algunos en los réprobos: «existiendo
en este mundo, poseyeron algunos hábitos virtuosos; por ejemplo, los gentiles
que tuvieron virtudes políticas» [20].
Por tanto, en ellos se conservaría, como hábito virtuoso, un bien en la
voluntad.
No es posible esta conclusión,
porque los hábitos virtuosos no se conservan en la otra vida, porque ya no
tienen ninguna función, Así, en el ejemplo aducido: «Los
hábitos de las virtudes políticas no permanecen en el alma separada. La razón
es porque dichas virtudes perfeccionan en la vida civil, y ésta no existirá
después». Además, respecto a todos los hábitos buenos, o virtudes,
anteriores de los condenados: «aun permaneciendo,
jamás las practicarán, por estar como atadas por la obstinación de su mente» [21].
1454. –¿Los condenados, por las penas que sufren, pueden
desear no poseer el ser que tienen y, por tanto, no tener intelección ni
voluntad, ni incluso vivir con sensaciones?
–Para responder a esta
cuestión nota que: «El no ser puede considerarse de
dos modos. Primero, en sí mismo, y así no es posible apetecerlo, ya que es pura
privación
Segundo, puede
considerarse también en cuanto que suprime la vida penosa o miserable. Y en
este sentido tiene razón de bien, porque, según Aristóteles, carecer de mal es
cierto bien (Etica, V, c. 1, n. 10) Y de este modo mejor es para los
condenados no ser que tener ser de desdicha».
Queda confirmado con lo que: «se dice en el Evangelio de San Mateo: «Mejor
hubiera sido para aquel hombre no haber nacido» (Mt 26, 24). Y con
aquella expresión: de Jeremías: «Maldito el día en
que nací» (Jer 20, 14). Y según la Glosa
dice San Jerónimo: «Mejor es no vivir que malvivir»
(Com. Jer, 20, 14, l. 4.). Según esto, los
condenados pueden preelegir deliberadamente el no existir» [22].
Sin embargo, tal como: «se dice: «En aquellos días
los hombres desearán morir (Ap 9, 6), pero la muerte huirá de ellos» [23].
Además, debe tenerse en cuenta
que: «la desgracia de los condenados es superior a cualquier desgracia de este
mundo. Así, con objeto de evitar la desgracia de este mundo, algunos prefieren
la muerte; por eso se dice: «¡Oh muerte, bueno es
tu fallo para el indigente y agotado de fuerzas, para el cargado de años y de
cuidados y para el quebrantado de ánimo que pierde la sabiduría» (Ecl
41, 3-4). Luego mucho más fuerte es para los
condenados apetecer el no ser si deliberan sobre su estado»
[24].
Se podría objetar a esta
distinción entre el no ser de modo absoluto, que no es bien, y el no ser que
puede considerarse relativamente en cuanto termina con un ser penoso, que ni en
este último caso se desea el no ser, tal como afirma Santo, porque dice San
Agustín: «Considera cuan gran bien es el mismo ser,
pues lo prefieren no menos los bienaventurados que los miserables» [25].
Parece, por tanto, que: « el no ser no puede
apetecerles a los condenados más que su propio ser» [26].
Santo Tomás responde que: «La expresión de San Agustín hay que entenderla así: que
el no ser no es en sí elegible, aunque lo es accidentalmente, en cuanto que
acaba con la miseria, Lo que se dice que el ser y el vivir es apetecido por
todos naturalmente «no hay que tomarlo como referido a la vida mala y
corrompida o la envuelta en tristezas» (Aristóteles, Ética, IX,
9, n. 8)» [27].
Todavía se podría replicar con
lo que escribe San Agustín más adelante: «Considera
también cuán inconveniente y absurdo es decir: quisiera más no ser que se ser
miserable. Porque decir: quisiera más elegir esto que aquello, es elegir una
cosa con preferencia a otra; y el no ser no es cosa alguna, sino la nada, y,
por tanto, de ningún modo puede elegir bien, cuando lo que elige no tiene ser» [28].
Todo ello es cierto, nota Santo Tomás, porque: «como
ya se dicho, el no ser no es elegible en sí, pero lo es accidentalmente» [29],
y como si fuera un bien, porque el no ser suprimiría el mal que acompaña ahora
a su ser.
Por último, podría objetarse
que: «no ser es el mal máximo, porque quita
totalmente el bien, ya que nada deja». Como: «el
mayor mal es el que más debe huirse», debe concluirse que: «el no ser hay que huirlo más que el ser desgraciado. [30].
A ello, responde Santo Tomás que: «aunque el no ser
sea el mal mayor, por privarnos del ser», para los condenados, «es algo en gran manera bueno cuando les libra de la
miseria, que es el mal peor». Por esto, aunque no consiga lo elegido, el
condenado: «elige el no ser» [31].
2005. –Se sigue de los explicado, que los condenados
odian a Dios?
–Podría parecer que los
condenados no pueden odiar a Dios, por una parte porque Dios no puede ser
odiado por nadie, ya que como: «dice Dionisio todos
aman el bien y la belleza, causa de todo lo bueno y lo bello (Cf. Nombr.
divin., c. 4, n. 10) Y eso es Dios» [32].
Por otra, porque: «nadie puede
tener odio a la bondad misma, como tampoco puede querer a la maldad como tal,
pues el mal es absolutamente involuntario (Cf. Nom. divin., c. 4, n.
34)». Si «Dios es la bondad misma» [33],
es imposible que alguien pueda odiarle.
Sin embargo, Santo Tomás
afirma que los condenados odian a Dios. Se justifica esta tesis, porque
advierte que: «Dios puede ser conocido de dos
modos: en sí mismo, como lo es por los bienaventurados, que le ven en su
esencia; y por sus efectos, como lo aprehendemos nosotros y los condenados». Se
sigue de ello que: «Él en sí mismo, como es la bondad por esencia, no puede
desagradar a nadie». En este caso: «quien le viere por esencia no podría
tenerle odio».
En cambio, como «algunos de
sus efectos repugnan a la voluntad, en cuanto que contrarían algún querer,
alguien puede odiar a Dios, no en sí mismo, sino por razón de sus efectos». Así
ocurre con los condenados, ya que: «perciben a Dios en el efecto de su
justicia, que es el castigo». Por consiguiente: «tiénenle
odio los mismos también que a los castigos que sufren»
[34].
Los argumentos contrarios no
afectan a esta conclusión, porque lo que primeramente: «dice
Dionisio, se refiere al apetito natural», a una voluntad natural, en la
que no hay elección, sino necesidad. Además, este apetito: «está pervertido, por lo que le añaden deliberativamente» [35].
En cuanto, al argumento del Pseudo Dionisio sobre la imposibilidad de odiar la
bondad, indica Santo Tomás, que: «tal razón sería
aceptable, si los condenados vieran a Dios en sí mismo, o se, en cuanto que es
bueno por esencia» [36].
2006. –Si los condenados odian sus castigos ¿se
arrepienten de sus pecados, que son su causa?
–Para responder a esta
cuestión, explica Santo Tomás que: «hay dos modos
de arrepentirse de algo: absoluta o relativamente. Se arrepiente absolutamente
del pecado quien abomina del pecado por lo que este es en sí. Y relativamente,
quien lo odia por razón de sus adjuntos; por ejemplo, el castigo u otra cosa
parecida».
Puede decirse, por tanto que: «Los malos, pues, no se arrepentirán del pecado en
sentido absoluto, porque la voluntad de la malicia del pecado permanece en
ellos». También, en cambio, que: «en sentido relativo, sí, en cuanto que se
afligen del castigo que soportan a causa del pecado» [37].
De manera que: por un lado,
parece que no se arrepienten en ningún sentido, porque: «los condenados quieren la iniquidad». Sin embargo, como, por
otro: «rehúyen el castigo. Y por eso en cierto
sentido se arrepienten de la iniquidad cometida» [38].
En definitiva: «Los condenados se arrepienten de
los pecados, porque no rechazan en el pecado lo que antes apetecieron en él,
sino otra cosa, es decir, el castigo» [39].
Para comprender perfectamente
esta tesis de Santo Tomás, advierte Garrigou-Lagrange, en
primer lugar, que el condenado siente: «El
perpetuo remordimiento que viene de la voz de la conciencia: ésta no cesa de
acosarle. El condenado rehusó escucharla cuando aún era tiempo: y ella se lo reprocha incesantemente. En efecto, la inteligencia no puede destruir en sí misma
los primeros principios del orden moral, la distinción entre el bien y el mal».
Su remordimiento lo confirma. La conciencia del condenado le recuerda las
culpas cometidas, su gravedad y la impenitencia final que ha colmado la medida» [40].
En segundo
lugar, que, sin embargo: «el condenado es
incapaz de cambiar su remordimiento en arrepentimiento, sus torturas en
expiaciones. Como explica Santo Tomás, deplora su pecado no como culpa, sino
sólo como causa de sus sufrimientos; sigue prisionero de su pecado y juzga
prácticamente según el desorden permanente de la inclinación. Por tanto, el
condenado es incapaz de contrición, e incluso de atrición (contrición
imperfecta, sin caridad), ya que ésta presupone la esperanza e impulsa hacia la
obediencia y la humildad. La Sangre de Cristo no desciende ya sobre el
condenado para hacer de su corazón «un corazón contrito y humillado». Como
dice la «Liturgia del Oficio de Difuntos»: «en el
infierno no hay redención». Hay, pues, una distancia desmedida entre el
remordimiento que hubo y permaneció en el alma de Judas, y el arrepentimiento.
El remordimiento tortura; el arrepentimiento libera y canta ya la gloria de
Dios» [41].
1.
–Parece que los condenados en el infierno no querrán que otros se
condenen, «En el Evangelio se dice del rico epulón
que suplicaba que sus hermanos «no vinieran al lugar de los suplicios» (Lc
16, 27-28). Luego, por la misma razón, otros condenados no querrán que al menos
sus amigos carnales no sean condenados al infierno. Se impone, por tanto, esta
pregunta: ¿Los condenados conservan el
amor a sus familiares?
–Los condenados no tienen
benevolencia alguna a nadie. «Entre los condenados
reina la envidia en sumo grado. Por eso se duelen de la felicidad de los
bienaventurados y desean su condenación» [42].
Explica Santo Tomás que: «Así como entre los bienaventurados del cielo reinará una
perfectísima caridad, de igual modo de entre los condenados reinará un odio
perfectísimo. Luego, así como los bienaventurados se alegrarán de todos los
buenos, los condenados, en cambio, se dolerán».
A los condenados, por su odio
absoluto: «lo que más los aflige es pensar en la
felicidad de los santos, de ahí que se diga: «Vean y sean confundidos quienes
envidian a tu pueblo, y el fuego devore a tus enemigos» (Is 26, 11). Querrían, pues, que todos los bienaventurados se
condenaran» [43].
Incluso: «Será tanta la envidia de los condenados, que la tendrán
incluso de la gloria de sus propios parientes, puesto que ellos están en la
suma miseria; cosa que acontece también en esta vida cuando aumenta la
envidia».
Precisa Santo Tomás, con su
agudeza en la comprensión de la interioridad humana, que: «no obstante menos envidiarán a sus parientes que a otros,
porque mayor sería su pena sí, condenándose sus parientes, otros se salvarán,
que si algunos de sus parientes se salvasen».
En la parábola del rico
avariento y el pobre Lázaro, no se expresa un afecto especial del primero por
sus familiares al no querer que fuesen al infierno con él. «El rico epulón pidió que sus hermanos se librasen de la
condenación» por su mayor envidia hacia otros hombres que se salvarían, «pues sabía que algunos se librarían». Aunque, en
realidad: «más hubiera deseado que sus hermanos se
condenaran junto con todos los demás» [44].
El condenado ya no quiere a
sus hermanos, porque: «el amor que no se funda en
la honestidad fácilmente desaparece, y principalmente en quienes son malos,
como dice Aristóteles (Ética, VIII, c. 8, n. 5)». De tal manera
que: «los condenados no conservarán la amistad con
quienes amaron desordenadamente». En cambio: «en
lo que su voluntad se conservará mala será en continuar amando el motivo de su
amor desordenado» [45]
en su vida anterior.
De manera parecida a lo que sucede
con «la multiplicación de los bienaventurados, que
aumenta su propio gozo», puede afirmarse que «si
otros muchos se condenarán sería más grande su tormento» [46].
Sin embargo, no, por ello, dejarían de querer que se condenaran lo que se han
salvado, porque: «aunque por la multitud de
condenados aumente la pena de cada uno, sin embargo, tanto aumentará el odio y
la envidia, que preferirían ser más atormentados en compañía de muchos que
menos en la de pocos» [47].
1458. –¿Puede concluirse que los condenados odian al
prójimo?
–Según lo explicado, nota
Garrigou-Lagrange que: «a todo cuanto de horroroso
se ha dicho acerca del condenado en relación con Dios se añade en su alma el
odio al prójimo. Mientras los bienaventurados se aman unos a otros como hijos
de Dios, los condenados se odian mutuamente con un odio que les aísla y separa
cruelmente. En el infierno no hay ya amor. Cada uno querría, por envidia, que
todos los hombres y todos los ángeles estuviesen condenados». Están
«eternamente descontentos de todos y de sí mismos» [48].
Advierte también el conocido
tomista que: «El pecador obstinado comprende su
inmensa desgracia, pero no excita la piedad, porque no tiene ningún deseo de
redención; su corazón está lleno de una indecible cólera que se traduce en
blasfemias: «rechinará sus dientes y se consumirá (de dolor)» (Sal
111,10). Rechina los dientes y brama de horror, todos sus deseos están heridos de
muerte. La tradición les aplica esta sentencia del salmo: «la soberbia de los que te aborrecen sube continuamente»
(Sal 73, 23)» [49].
El condenado: «ha negado el
Bien supremo y encuentra el supremo dolor; le ha negado libremente y para
siempre, y ha encontrado la desdicha y la desesperación sin tregua (…) Sin duda
que el castigo tiene diversos grados, según la importancia de los pecados
cometidos, pero de todos los condenados hay que decir: «Es terrible caer en las
manos de Dios vivo» (Heb X, 31). San Agustín dice a este propósito: «nunca viviendo, nunca muertos, sino muriendo sin fin» (La Ciudad de Dios, XIII, c. 11, 2). El condenado no vive, no está muerto, muere sin tregua, ya que está alejado para siempre de
Dios, autor de la vida» [50].
Advierte seguidamente Garrigou-Lagrange
que: «Santo Tomás dice también que los condenados
están colmados de miseria: «han llegado al máximo de todo mal» (Supl. q.
98, a. 6, ad 3), allí donde ni siquiera es posible desmerecer, porque se está
entonces más allá del mérito y del demérito. Al modo como los bienaventurados,
aunque libres, no pueden ya merecer, los condenados, aun libres, no pueden ya
desmerecer: no son ya peregrinos hacia la eternidad
feliz; la han perdido por su culpa. Semejante
estado es un abismo de miseria (…) abismo de miseria inenarrable lo mismo que
la gloria cuya privación es; miseria tanto más grande cuanto grande es la
posesión de Dios eternamente perdido» [51].
1459. –¿Los condenados conservarán también el bien de
la libertad?
–En el Compendio de teología
asegura Santo Tomás que: «Los hombres
constituidos en este estado de desdicha no están privados del libre albedrío,
aun cuando tengan la voluntad firme en el mal de una manera inmutable, del
mismo modo que los bienaventurados tienen su voluntad afirmada en el bien».
Ni estos últimos pueden ya elegir el mal, ni los primeros el bien.
Como ya se ha dicho, la
libertad, o libre albedrío, consiste en querer un bien elegido. Consta, por
tanto, de tres elementos: la voluntad, que es su
principio intrínseco; el fin, querido siempre como bien propio; y un acto: la
elección, que es un elemento esencial y, por ello, imprescindible. De
manera que: «el libre albedrío se extiende
propiamente a la elección, y la elección se ejerce sobre las cosas que conducen
al fin». La elección es sobre los medios que conducen al fin.
Parece que el fin último no se
elija, porque: «cada uno desea naturalmente el fin
último. Por ello, todos los hombres, por ser inteligentes, desean naturalmente
la felicidad como fin último; y la desean de una manera inmutable, porque nadie
puede querer ser desgraciado». El fin último, la felicidad, no se elige,
porque se quiere de un modo natural y necesario. Viene determinado por la
naturaleza humana. En este sentido, puede decirse que «esto
no repugna al libre albedrío, ya que éste sólo se extiende a las cosas que se
refieren al fin». Se elige lo que lleva a él, los medios.
Sin embargo, no se elige el
fin último o bien considerado de modo abstracto, que es al que se tiende, pero,
en cambio, se elige una concreción del mismo. Cada hombre libre tiene que
elegir lo que considera que realiza el fin último, la felicidad. Por ello: «que un hombre cifre su felicidad suprema en la cosa
particular y otro, en otra diferente, no depende de hecho de que sean hombres
–ya que en tal cosa los hombres difieran por sus juicios y en sus apetitos-,
sino que esto conviene a cada uno en razón de sus disposiciones personales» o
individuales».
Nota sobre estas disposiciones
personales o individuales que: «lo son según las
pasiones o los hábitos; y, por esta razón, si se alterasen le parecería mejor
otra cosa, como se observa perfectamente en aquellos que por pasión desean una
cosa como la más excelente, pero cuando la pasión –como, por ejemplo, la cólera
o la concupiscencia– desaparece, ya no les parece tan bueno como antes».
Además: Los hábitos son más
permanentes que las pasiones, y por eso se persevera más firmemente en las
cosas que se hacen por hábito. Sin embargo, siempre que se muda de hábito,
cambian igualmente el apetito y el juicio del hombre sobre el fin último». De
este modo, se puede elegir o no elegir como fin último aspectos de bien y de
mal que hay en las criaturas, que no pueden satisfacer plenamente, porque,
aunque sean un bien elegido, que se hace propio, no deja de ser el de una
criatura.
Esta doble elección, del fin
concreto y de los medios: «conviene sólo a los
hombres en esta vida, en la cual están constituidos en un estado de mudanza». En
cambio: «el alma después de esta vida es
intransformable, en cuanto a la alteración, porque semejante transformación no
le conviene (ahora) más que accidentalmente y de acuerdo con cierta
transformación operada en el cuerpo». La razón es porque: «el alma está actualmente unida a un cuerpo engendrado y,
por consiguiente, sigue las transformaciones del cuerpo; entonces, en cambio,
el cuerpo estará unido a un alma preexistente y, por consiguiente, seguirá
totalmente sus condiciones».
Por consiguiente: «sea cual fuere el fin último que el alma haya elegido, y
en el que se encuentre cuando sobrevenga la muerte, en este estado permanecerá
eternamente, apeteciéndole como el mejor, sea bueno o sea malo, según estas
palabras del Eclesiastés: «Si el árbol cayera hacia el Mediodía o hacia
el Norte, donde quiera que caiga, allí quedará» (Ecl 11, 3). Por tanto, después de esta vida los que sean hallados
buenos en el momento de la muerte, mantendrán eternamente su voluntad afirmada
en el amor al bien; y, por el contrario, los que sean hallados malos,
permanecerán eternamente obstinados en el mal» [52].
Puede también afirmarse que: «la voluntad de los malos está completamente fija en el
mal, y siempre apetecerán como lo mejor lo mismo que antes apetecieron, y no se
dolerán de haber pecado, porque nadie se duele de haber seguido aquello que
considera lo mejor» [53].
Aunque ya no podrán cambiar en la elección de la concreción del fin último, sí
que mantendrán la libertad, y, por tanto, la elección. Podrán elegir, pero no
ya entre el bien y el mal, como en esta vida, porque ya tienen elegido su fin
último, pero si entre males, que ya no guarden directamente relación con este
fin.
1460. –¿Los cuerpos de los condenados poseerán
también las cualidades específicas de claridad, agilidad, impasibilidad y
sutileza?
–En el capítulo de la Suma contra los gentiles se indica también que, a diferencia de los
bienaventurados, los cuerpos de los condenados no poseerán las cuatro
cualidades: claridad, agilidad, impasibilidad y
sutileza.
Los cuerpos de los condenados
no poseerán la cualidad de la claridad, porque: «sus cuerpos «opacos y tenebrosos» y sus almas estarán
exentas de la luz del conocimiento divino. Y esto es lo que dice San Pablo:
«Todos resucitaremos, más no todos seremos modificados» (1 Cor 15, 51); pues sólo los buenos serán glorificados, mientras que los
cuerpos de los condenados resucitarán sin gloria».
Los cuerpos de los condenados
tampoco poseerán la cualidad o dote de la agilidad.
«Tales cuerpos no serán ágiles como obedientes al
alma sin dificultad, sino más bien graves y pesados y en cierto modo
insoportables al alma, tal cual son las mismas almas que se apartaron de Dios
por la desobediencia».
La cualidad de la impasibilidad no será poseída por los cuerpos de los
condenados, porque: «permanecerán pasibles, como
ahora, o aún más; pero de manera que sufriendo daño efectivamente de parte de
cosas sensibles, no obstante no se corromperán». Además: «sus almas estarán atormentadas por tener frustrado
completamente su deseo natural de bienaventuranza».
Por último carecerán de sutileza, porque: «como su
alma estará voluntariamente apartada de Dios y privada de su propio fin, sus
cuerpos no serán espirituales, o sea, sujetos totalmente al espíritu, sino que,
más bien, su alma será carnal por el afecto», que tiene dirigido a lo
sensual.
Debe advertirse que, sin
embargo, los cuerpos de los condenados poseerán las tres cualidades secundarias
de no realizar las funciones de la vida animal, aunque conservando sus órganos
correspondientes; el poseer la edad juvenil, y la conservación de las
diferencias individuales, como la estatura, y la del sexo. La razón es porque,
como se ha dicho, la restauración de su naturaleza individual, que ha sido
destruida por la muerte, la realiza Dios, que no hace obras imperfectas. Sin
embargo, tal restauración de todas las cualidades de su naturaleza no tendrá
razón de premio, sino de castigo.
1461. –Parece: «imposible que los cuerpos de los malos
sean pasibles, pero no corruptibles, ya que «toda pasión cuanto más intensa,
más destruye a la substancia» (Aristóteles, Tópicos, VI, 9). Si el
cuerpo permanece por largo tiempo en el fuego, acabará por consumirse, y si el
dolor es muy intenso, el alma se separa del cuerpo» ¿No habría que afirmar
que los cuerpos de los réprobos si son incorruptibles tienen que ser
impasibles?
–Explica Santo Tomás, en este
capítulo de la Suma contra los gentiles, que «El cuerpo
humano después de la resurrección no pasará de una forma a otra ni en los
buenos ni en los malos». No habrá una transformación. Lo que ocurrirá es
que el cuerpo: «en unos y otros será perfeccionado
por el alma en cuanto al ser natural, de manera que ya no será posible que esta
forma se separe de tal cuerpo ni sea otra introducida». La razón es
porque: «está el cuerpo sometido ya totalmente al
alma por virtud divina». Incluso: «la
potencia que tiene la materia prima para toda forma permanecerá en el cuerpo
humano ligada en cierto modo por la fuerza del alma, para que no puede ser
actualizada por otra forma».
Sin embargo: «los cuerpos de
los condenados no estarán totalmente sujetos al alma en lo que concierne a
ciertas condiciones, serán afligidos en los sentidos por contrariedad de lo
sensible», por aquello
que les produzca desagrado o dolor. «Así que serán
afligidos por el fuego corpóreo, en cuanto que la cualidad del fuego es por su
propia excelencia contraria a la igualdad de complexión y de armonía connatural
a todo sentido, aunque no pueda destruirla. Sin embargo, tal aflicción no logrará
separar al alma del cuerpo, pues éste ha de permanecer necesariamente sujeto
siempre a su propia forma» [54].
En la Suma teológica, se precisa que: «La principal causa por que los cuerpos de los réprobos
no serán consumidos por el fuego será la divina justicia, por la cual son
encadenados sus cuerpos a pena perpetua» [55].
Sin embargo, se presenta la
siguiente dificultad: «Todo agente asemeja a sí al
paciente. Si, pues, los cuerpos de los réprobos serán atormentados con fuego,
éste los asemejará a él. Más no consume el fuego los cuerpos de otra suerte que
reduciéndolos a pavesa, asemejándolos a él. Por lo tanto, si han de ser
pasibles los cuerpos de los condenados, alguna vez llegarán a consumirse por el
fuego» [56].
Por tanto, parece que tienen que ser impasibles.
La resuelve Santo Tomás con
esta aclaración: «La semejanza del agente esta en
el paciente de dos modos». Uno: «de la misma manera que está en el agente, como está en
todos los agentes unívocos: lo cálido hace cálido y el fuego engendra fuego».
Otro: «de diversa
manera de la que está en el agente, como está en todos los agentes equívocos»
En este segundo modo, se da de
dos maneras. Una, cuando: «en el agente está la forma espiritualmente y es recibida
en el paciente materialmente, como la forma dada por el arquitecto a la casa
está materialmente en ella, más en la mente de aquél esta espiritualmente».
Otra, a la inversa: «esta
materialmente en el agente y se recibe espiritualmente en el paciente, como la
blancura está materialmente en la pared, de la cual se recibe, y
espiritualmente en la pupila y en el medio transmisor».
De esta segunda manera del
modo de semejanza equívoca entre el agente y en el paciente es la que ocurre
entre el fuego y el cuerpo de los condenados, porque: «la
especie que materialmente está en el fuego, se recibe espiritualmente, en los
cuerpos de los reprobados. Y así, el fuego asemejará a sí los cuerpos de los
condenados, sin que por eso los consuma» [57],
aunque afectará a toda su sensibilidad y les atormentará.
1462. –¿En dónde sufren los condenados el tormento
del fuego?
–Tal como ha definido la
Iglesia, existe el infierno, lugar inferior y tenebroso, al que descienden los
condenados. Explica finalmente Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «así como los cuerpos de los bienaventurados serán
elevados por encima de los cuerpos celestes por la innovación de la gloria, así
también y en proporción será asignado a los cuerpos de los condenados el último
lugar, tenebroso y de tormento».
Hay muchos textos de la
Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que expresan este dogma
de la fe católica. Santo Tomas recoge en sus palabras finales estos dos: «Por eso se dice en el Salmo: «Venga la muerte
sobre ellos y desciendan vivos al infierno» (Sal 54, 16); y en el Apocalipsis:
«El diablo, que los y engañaba, fue metido en el
estanque de fuego y de azufre; en donde también la bestia y el falso profeta
serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap 20,
9-10)» [58].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles,
IV. c. 89.
[2] ÍDEM, Suma teológica, Supl. q. 86, a. 1, in
c-
[3] Ibíd., Supl., q. 86, a. 1, sed c. 2.
[4] Ibíd., Supl., q. 86, a. 1, sed c. 1.
[5] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV. c. 89.
[6] ÍDEM, Suma teológica, Supl. q. 86, a. 1,
ob. 1.
[7] Ibíd., Supl. q. 86, a. 1, ad 1.
[8] Ibíd., Supl. q. 86, a. 1, ob. 2.
[9] Ibíd., Supl. q. 86, a. 1, ad 2..
[10] ÍDEM,
Compendio de Teología, c. 176, n. 349.
[11] Ibíd., c. 174,
n. 344.
[12] ÍDEM, Suma
teológica, Supl., q. 98, a . 1, in c.
[13] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, sed c. 2.
[14] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, sed c. 1.
[15] Íbid.,
Supl., q. 98, a . 1, in c.
[16] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, ob. 2.
[17] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, ad 2.
[18] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, ob. 1.
[19] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, ad 1.
[20] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, ob. 3.
[21] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 1, ad 3.
[22] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 3, in c.
[23] Ibíd., Supl.,
q. 98, a. 3, sed 1.
[24] Ibíd., Supl.,
q. 98, a. 3, sed 2.
[25] San Agustín, El
libre albedrío, III, c. 7, n. 20.
[26][26] Santo Tomás
de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 98, a. 3, ob. 2.
[27].Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 3, ad 1.
[28] San Agustín, El
libre albedrío, III, c. 8, n. 22.
[29] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, Supl., q. 98, a. 3, ad 2.
[30] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 3, ob. 3.
[31] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 3, ad 3.
[32] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 5, ob. 1.
[33] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 5, ob. 2.
[34] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 5, in c.
[35] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 5, ad. 1.
[36] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 5, ad. 2.
[37] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 2, in c.
[38] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 2, ad 1..
[39] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 2, ad 3.
[40] R.
Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid,
Rialp, 1952, 2ª ed.,p. 152.
[41] Ibíd., pp.
152-153.
[42] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, Supl., q. 98, a. 4, sed c. 2
[43] Ibíd., Supl.,
q. 98, a. 4, in c.
[44] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 4, ad 1.
[45] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 4, ad 2.
[46] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 4, ob. 3.
[47] Ibíd.,
Supl., q. 98, a. 4, ad 3.
[48] R.
Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit.,
p. 154.
[49] Ibíd., p.
154-155.
[50] Ibíd., p. 155.
[51] Ibíd., pp.
155-156.
[52] Santo Tomás de
Aquino, Compendio de teología, c. 174, n. 346.
[53] Ibíd., c. 175,
n. 347.
[54] ÍDEM, Suma
contra los gentiles, IV. c. 89.
[55] ÍDEM, Suma
teológica, Supl., q. 86, a. 3, in c.
[56] Ibíd.,
Supl., q. 86, a. 3, ob. 2.
[57] Ibíd.,
Supl., q. 86, a. 3, ad 2.
[58] ÍDEM, Suma
contra los gentiles, IV, c.89.
Eudaldo Forment
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