–Tengo la impresión de que alguna vez leí en su blog un artículo como éste.
–Y no se equivoca.
Con algunos retoques, es el mismo que publiqué hace unos siete años (29)
31-VII-2009 en este mismo blog.
Los
poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la
Iglesia.
«No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Lo tienen muy
claro. Pero ignoran que donde se expulsa a Cristo Rey, entra el reinado del
diablo. Éstos «son enemigos de la cruz de Cristo,
tienen por dios su propio vientre y ponen su corazón en las cosas terrenas»;
en cambio los cristianos nos reconocemos «ciudadanos
del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp
3,19-21). Y a lo largo de los siglos, por obra del Espíritu Santo, permanecemos
en la súplica permanente del Padrenuestro: «Venga
a nosotros tu Reino».
«Cristo,
¿vuelve o no vuelve?» Así se titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani (1899-1981),
grandísimo escritor, traductor y comentador de El
Apokalipsis de San Juan (1963). Pocos autores del siglo XX han hecho
tanto cómo él para reafirmar la fe y la esperanza en la Parusía. Se quejaba él
con razón de que el segundo Adviento glorioso de
Cristo, con su victoria total y definitiva sobre el mundo, estuviera tan
olvidado en el pueblo cristiano, tan ausente de la predicación
habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza han de iluminar toda la vida de
la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede
conocer a Cristo si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si
Cristo no resucitó, nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo
fue un fracasado» (Domingueras prédicas, 1965, III dom. Pascua).
Comencemos por
recordar que hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.
NO TIENEN VERDADERA ESPERANZA
–aquéllos que
diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que
prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como están muy débiles en la esperanza,
niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del
pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista– decir «vamos bien».
–Tampoco
tienen esperanza verdadera aquellos que se atreven a anunciar «renovaciones
primaverales» de la Iglesia, estilos pastorales profundamente mejorados, si no insisten
suficientemente en el reconocimiento humilde
de los pecados presentes y en la conversión
y penitencia que nos libran de ellos.
–Falsa es la
esperanza de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los
males que sufrimos en la Iglesia, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas
doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más avanzadas
que las de la Iglesia oficial», que no temen romper con tradiciones
mantenidas durante veinte siglos. Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica, los dogmas, la
autoridad apostólica. Éstos una y otra vez intentan conseguir por medios
humanos –grupos de presión, nuevos métodos y consignas, organizaciones y
campañas, una y otra vez cambiados y renovados–, aquello que sólo puede
lograrse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su
Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser desesperantes.
–No esperan
de verdad la victoria «próxima» de Cristo Rey aquellos que pactan
con el mundo, haciéndose cómplices de sus ideologías vigentes, aquellos que ceden o
que incluso están de acuerdo con los Poderes mundanos que las imponen, dóciles
a los grandes Organismos Internacionales empeñados en establecer un Orden
Nuevo sin Dios y contra Cristo. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza
de la Parusía inminente de Cristo aquellos políticos cristianos, que aunque
aparenten oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden
ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo, un pasito
detrás de los enemigos del Reino, a los mayores
males.
–No tienen
esperanza quienes no creen en la fuerza de la gracia del Salvador, y por eso no
llaman a conversión, como no sea en fórmulas muy leves, que excluyen por supuesto la
posibilidad del infierno. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea:
que el pueblo en su gran mayoría deje de ir a Misa los domingos, que profane
normalmente el matrimonio con la anticoncepción, que dé su voto a partidos
políticos abortistas, etc. No piensan siquiera en llamar a conversión a los
propios cristianos –mucho menos aún a los paganos–, porque estiman
irremediables los males arraigados en el presente. «¿Cómo
les vas a pedir que?»…. Al fallarles la esperanza en Dios, la esperanza
en la fuerza de su gracia, y en la bondad potencial de los hombres asistidos
por Cristo, ellos no piden nada, y por tanto, no dan
el don de Dios a los hombres, a los casados, a los políticos, a los
feligreses sencillos, a los cristianos dirigentes, a los no-creyentes. No
llaman a conversión, porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta
la esperanza. Ven como irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y carentes de
esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados y derrotistas, mantienen
la esperanza verdadera!
TIENEN VERDADERA ESPERANZA
–los que
reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a decirlos.
Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien
es imposible, y que es mejor no proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras
o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y
simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».
–Los que
tienen esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la
conversión, para que
todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad
discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del
Dios vivo y verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la obediencia de la
disciplina eclesial.
Se atreven a predicar así el
Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede
hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de
Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la
omnipotencia misericordiosa de Cristo Rey, único Salvador del mundo, procuran
evangelizar no solamente a los paganos, sino a los mismos cristianos
paganizados, lo que exige de Dios un milagro doble.
–Tienen
esperanza aquellos que esperan la venida gloriosa de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo
(Flp
3,20-21), los que saben que «es preciso que Él
reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies», sometiendo a su
autoridad en la Parusía a todo lo que existe, a todo poder mundano y toda
realidad, y sujetándolo al Padre celestial, de tal modo que «Dios sea todo en
todas las cosas» (1Cor 15,15,25-29).
* * *
«Todos
los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,4). El
«Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Está viva de verdad
esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy? Son muchos los que dan por
derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles
son las esperanzas de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan
poderoso y cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que
están profundamente mundanizadas?…
Nuestras
esperanzas no son otras que las mismas promesas de Dios en las Sagradas
Escrituras. En ellas
los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos
los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre»
(Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27;
Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.).
El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá
un solo rebaño y un solo pastor» (Jn
10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor
litúrgico de la Iglesia: «Grandes y maravillosas
son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios,
Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu
Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu
presencia» (Ap 15,3-4).
Siendo ésta la altísima
esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de
inferioridad, no nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni
ponemos nuestra esperanza en los Grandes Organismos Internacionales que
gobiernan el mundo, ni tenemos miedo a sus persecuciones que, sin hacer mucho
ruido, van realizando cada vez más fuertemente contra la Iglesia: son zarpazos de la Bestia mundana, azuzada y potenciada
por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). Sabemos
con toda certeza los cristianos que al Príncipe de este mundo ha sido vencido
por Cristo, y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de establecer
complicidades oscuras con este mundo de pecado.
«Estas cosas os
las he dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo habéis de tener combates;
pero confiad: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). «Vengo pronto, mantén con
firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3,12). «Vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para
pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). «Sí,
vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (22,20).
* * *
Una
vez más son hoy los Papas principalmente quienes mantienen vivas las esperanzas
de la Iglesia. Son ellos los que, fieles a su vocación, «confortan en la fe a los
hermanos» (Lc 22,32). Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a las
Escrituras, a la fe y a la esperanza de la Tradición católica. Y mantienen la
fe en las promesas de Cristo con muy pocos apoyos de los predicadores y autores
católicos actuales.
León XIII enseña: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se
ha dado otro nombre a los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste
es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan
llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús… No faltarán
seguramente quienes estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza,
y que son cosas más para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda
nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano,
Jesucristo, recordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo
por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la
sabiduría de este mundo… Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es
rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y
apresure con suma benignidad el cumplimiento de aquella divina promesa de
Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (epist. apost. Præclara
gratulationis, 1894).
San
Pío X, de modo
semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «“se
han amotinado las gentes contra su Autor y que traman las naciones planes
vanos” (Sal 2,1). Parece que de todas partes se eleva la voz de quienes
atacan a Dios: “apártate de nosotros” (Job
21,14). De aquí viene que esté extinguida en la mayoría la reverencia hacia el
Dios eterno, y que no se tenga en cuenta la ley de su poder supremo en las
costumbres ni en público ni en privado. Más aún, se procura con todo
empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente.
«Quien reflexione
sobre estas cosas, ciertamente habrá de temer que esta perversidad de los
ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que hemos de esperar para
el último tiempo; o incluso pensará que “el Hijo de perdición, de quien habla
el Apóstol, ya habita en este mundo” (2Tes 2,3)… Se pretende
directa y obstinadamente apartar y destruir cualquier relación que medie entre
Dios y el hombre. Ésta es la señal propia del Anticristo, según el mismo
Apóstol. El hombre mismo, con temeridad extrema, ha invadido el lugar de Dios,
exaltándose sobre todo lo que se llama Dios, hasta tal punto que… se ha consagrado
a sí mismo este mundo visible, como si fuera su templo, para que todos lo
adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándo como si fuese Dios (ib.
2,4).
«Sin embargo, ninguno
que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales
contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará
la cabeza de sus enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el
Rey del mundo” (46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres”
(9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc. Supremi Apostolatus
Cathedra, 1903).
* * *
Cristo
vence, reina e impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin apenas enterarnos de
ello– que Cristo «vive y reina
por los siglos de los siglos. Amén». No
sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo
nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones;
teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y
misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo
poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá
algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la realidad
del actual gobierno providente del Señor y sobre la plena victoria final del
Reino de Cristo sobre el mundo?
Reafirmemos nuestra fe y
nuestra esperanza. La secularización, la complicidad con el mundo, el
horizontalismo inmanentista, la debilitación y, en fin, la falsificación del
cristianismo proceden hoy en gran medida del silenciamiento
y olvido de la Parusía. Sin la
esperanza viva en la segunda Venida gloriosa de Cristo, los cristianos caen en
la apostasía. En el Año litúrgico de la Iglesia la solemnidad de
Cristo Rey precede a la celebración gozosa de su Adviento: del primero, que ya
fue en la humildad y la pobreza, y del segundo, que se producirá en gloria y en
poder irresistible.
José María Iraburu, sacerdote
Añado
como apéndice un formidable texto de Orígenes
(185-253),
gran teólogo alejandrino, que mientras la Iglesia sufría, y él con ella, la
durísima persecución del emperador Decio, escribía este texto tan lleno de
esperanza, que hoy reproduce la Liturgia de las
Horas como lectura para la
solemnidad de Cristo Rey (Sobre la oración, cp. 25).
«Si, como dice
nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni
anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de
nosotros, pues la palabra está cerca de nosotros,
en los labios y en el corazón, sin
duda, cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este
reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se
vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya
que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en
una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo
reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del
Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en
él.
«Este reino de
Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena
perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo,
una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y
así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se
hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los
cielos: Santificado sea tu nombre, venga a
nosotros tu reino.
«Con respecto al reino de Dios,
hay que tener también esto en cuenta: del mismo
modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia
con la maldad, ni pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así
tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.
«Por consiguiente, si queremos
que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal, antes
bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en
nosotros y fructifiquemos por el Espíritu. De este modo, Dios se
paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en
nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de
aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus
enemigos que y en nosotros sean puestos por
estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos
los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.
«Todo esto puede realizarse en
cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede
ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu
aguijón? Ya desde ahora este
nuestro ser, corruptible, debe
vestirse de santidad y de incorrupción, y
este nuestro ser, mortal, debe
revestirse de la inmortalidad del
Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos a disfrutar de
los bienes de la regeneración y de la resurrección».
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