Mensaje del Papa Francisco para el DOMUND 2020.
Por: Papa Francisco |
El Papa Francisco publicaba ayer, Solemnidad de
Pentecostés, el mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2020, en un
momento en el que “la enfermedad, el sufrimiento,
el miedo, el aislamiento nos interpelan” a nosotros y a la misión de la
Iglesia. Como lema lleva la cita de Isaías: “Aquí
estoy, mándame”.
“Queridos hermanos y
hermanas: Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la
Iglesia el Mes Misionero Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy
seguro de que contribuyó a estimular la conversión misionera de muchas
comunidades, a través del camino indicado por el tema: ‘Bautizados y enviados:
la Iglesia de Cristo en misión en el mundo’.
En este año, marcado por los sufrimientos y
desafíos causados por la pandemia del COVID-19, este camino misionero de toda
la Iglesia continúa a la luz de la palabra que encontramos en el relato de la
vocación del profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is
6,8). Es la respuesta siempre nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?» (ibíd.). Esta llamada viene
del corazón de Dios, de su misericordia que interpela tanto a la Iglesia como a
la humanidad en la actual crisis mundial. «Al igual
que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y
furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y
desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados
a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca,
estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con
angustia dicen: ‘perecemos’, también nosotros descubrimos que no podemos seguir
cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos» (Meditación en la Plaza
San Pietro, 27 marzo 2020). Estamos realmente asustados, desorientados y
atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen experimentar nuestra fragilidad
humana; pero al mismo tiempo todos somos conscientes de que compartimos un
fuerte deseo de vida y de liberación del mal. En este contexto, la llamada a la
misión, la invitación a salir de nosotros mismos por amor de Dios y del prójimo
se presenta como una oportunidad para compartir, servir e interceder. La misión
que Dios nos confía a cada uno nos hace pasar del yo temeroso y encerrado al yo
reencontrado y renovado por el don de sí mismo.
En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la
misión de Jesús, Dios revela que su amor es para todos y cada uno de nosotros.
Y nos pide nuestra disponibilidad personal para ser enviados, porque Él es Amor
en un movimiento perenne de misión, siempre saliendo de sí mismo para dar vida.
Por amor a los hombres, Dios Padre envió a su Hijo Jesús. Jesús es el Misionero
del Padre: su Persona y su obra están en total obediencia a la voluntad del
Padre. A su vez, Jesús, crucificado y resucitado por nosotros, nos atrae en su
movimiento de amor; con su propio Espíritu, que anima a la Iglesia, nos hace
discípulos de Cristo y nos envía en misión al mundo y a todos los pueblos.
«La misión, la “Iglesia en
salida” no es un programa, una intención que se logra mediante un esfuerzo de
voluntad. Es Cristo quien saca a la Iglesia de sí misma. En la misión de
anunciar el Evangelio, te mueves porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin
Él no podemos hacer nada, LEV-San Pablo, 2019, 16-17). Dios siempre nos ama
primero y con este amor nos encuentra y nos llama. Nuestra vocación personal viene
del hecho de que somos hijos e hijas de Dios en la Iglesia, su familia,
hermanos y hermanas en esa caridad que Jesús nos testimonia. Sin embargo, todos
tienen una dignidad humana fundada en la llamada divina a ser hijos de Dios,
para convertirse por medio del sacramento del bautismo y por la libertad de la
fe en lo que son desde siempre en el corazón de Dios.
Haber recibido gratuitamente la vida constituye
ya una invitación implícita a entrar en la dinámica de la entrega de sí mismo:
una semilla que madurará en los bautizados, como respuesta de amor en el
matrimonio y en la virginidad por el Reino de Dios. La vida humana nace del
amor de Dios, crece en el amor y tiende hacia el amor. Nadie está excluido del
amor de Dios, y en el santo sacrificio de Jesús, el Hijo en la cruz, Dios
venció el pecado y la muerte. Para Dios, el mal —incluso el pecado— se
convierte en un desafío para amar y amar cada vez más. Por ello, en el misterio
pascual, la misericordia divina cura la herida original de la humanidad y se
derrama sobre todo el universo. La Iglesia, sacramento universal del amor de
Dios para el mundo, continúa la misión de Jesús en la historia y nos envía por
doquier para que, a través de nuestro testimonio de fe y el anuncio del
Evangelio, Dios siga manifestando su amor y pueda tocar y transformar
corazones, mentes, cuerpos, sociedades y culturas, en todo lugar y tiempo.
La misión es una respuesta libre y consciente a
la llamada de Dios, pero podemos percibirla sólo cuando vivimos una relación
personal de amor con Jesús vivo en su Iglesia. Preguntémonos: ¿Estamos listos para recibir la presencia del Espíritu
Santo en nuestra vida, para escuchar la llamada a la misión, tanto en la vía del
matrimonio como de la virginidad consagrada o del sacerdocio ordenado, como
también en la vida ordinaria de todos los días? ¿Estamos dispuestos a ser
enviados a cualquier lugar para dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre
misericordioso, para proclamar el Evangelio de salvación de Jesucristo, para
compartir la vida divina del Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia?
¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para ponernos al servicio de la
voluntad de Dios sin condiciones? Esta disponibilidad interior es muy
importante para poder responder a Dios: ‘Aquí
estoy, Señor, mándame’. Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de
la Iglesia y de la historia.
Comprender lo que Dios nos está diciendo en
estos tiempos de pandemia también se convierte en un desafío para la misión de
la Iglesia. La enfermedad, el sufrimiento, el miedo, el aislamiento nos
interpelan. Nos cuestiona la pobreza de los que mueren solos, de los
desahuciados, de los que pierden sus empleos y salarios, de los que no tienen
hogar ni comida. Ahora, que tenemos la obligación de mantener la distancia
física y de permanecer en casa, estamos invitados a redescubrir que necesitamos
relaciones sociales, y también la relación comunitaria con Dios. Lejos de
aumentar la desconfianza y la indiferencia, esta condición debería hacernos más
atentos a nuestra forma de relacionarnos con los demás. Y la oración, mediante
la cual Dios toca y mueve nuestro corazón, nos abre a las necesidades de amor,
dignidad y libertad de nuestros hermanos, así como al cuidado de toda la
creación. La imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar la
Eucaristía nos ha hecho compartir la condición de muchas comunidades cristianas
que no pueden celebrar la Misa cada domingo. En este contexto, la pregunta que
Dios hace: «¿A quién voy a enviar?», se
renueva y espera nuestra respuesta generosa y convencida: «¡Aquí estoy, mándame!» (Is 6,8). Dios continúa
buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para testimoniar su amor, su
salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal.
La celebración la Jornada Mundial de la Misión
también significa reafirmar cómo la oración, la reflexión y la ayuda material
de sus ofrendas son oportunidades para participar activamente en la misión de
Jesús en su Iglesia. La caridad, que se expresa en la colecta de las
celebraciones litúrgicas del tercer domingo de octubre, tiene como objetivo
apoyar la tarea misionera realizada en mi nombre por las Obras Misionales
Pontificias, para hacer frente a las necesidades espirituales y materiales de
los pueblos y las iglesias del mundo entero y para la salvación de todos.
Que la Bienaventurada
Virgen María, Estrella de la evangelización y Consuelo de los afligidos,
Discípula misionera de su Hijo Jesús, continúe intercediendo por nosotros y sosteniéndonos.
Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo de 2020, “Solemnidad
de Pentecostés”.
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