El Papa Francisco presidió este lunes 6 de enero en
la Basílica de San Pedro la Misa por la Solemnidad de la Epifanía del Señor, en
la que reflexionó sobre el sentido de la adoración que definió como “un gesto
de amor que cambia la vida”.
“En la vida cristiana no es suficiente saber: sin
salir de uno mismo, sin encontrar, sin adorar, no se conoce a Dios. La
teología y la eficiencia pastoral valen poco o nada si no se doblan las
rodillas; si no se hace como los Magos, que no sólo fueron sabios
organizadores de un viaje, sino que caminaron y adoraron. Cuando uno adora, se
da cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino
que es la relación con una Persona viva a quien amar”, destacó el Santo Padre.
A CONTINUACIÓN LA HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO:
En el Evangelio (Mt 2,1-12) los Magos comienzan manifestando sus
intenciones: «Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». La
adoración es la finalidad de su viaje, el objetivo de su camino. De hecho,
cuando llegaron a Belén, «vieron al niño con
María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron». Si perdemos el
sentido de la adoración, perdemos el sentido de movimiento de la vida
cristiana, que es un camino hacia el Señor, no hacia nosotros. Es el riesgo
del que nos advierte el Evangelio, presentando, junto a los Reyes Magos, unos
personajes que no logran adorar.
En primer lugar, está el rey Herodes, que usa el verbo adorar, pero de
manera engañosa. De hecho, le pide a los Reyes Magos que le informen sobre el
lugar donde estaba el Niño «para ir — dice— yo también a adorarlo». En
realidad, Herodes sólo se adoraba a sí mismo y, por lo tanto, quería
deshacerse del Niño con mentiras. ¿Qué nos
enseña esto? Que el hombre, cuando no adora a
Dios, está orientado a adorar su yo. E incluso la vida cristiana, sin adorar al Señor, puede
convertirse en una forma educada de alabarse a uno mismo y el talento que se
tiene. Cristianos que no saben adorar, que no saben rezar adorando.
Es un riesgo grave: servirnos de Dios en
lugar de servir a Dios. Cuántas veces hemos cambiado los intereses del
Evangelio por los nuestros, cuántas veces hemos cubierto de religiosidad lo
que era cómodo para nosotros, cuántas veces hemos confundido el poder según
Dios, que es servir a los demás, con el poder según el mundo, que es servirse
a sí mismo.
Además de Herodes, hay otras personas en el Evangelio que no logran
adorar: son los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo. Ellos
indican a Herodes con extrema precisión dónde nacería el Mesías: en Belén
de Judea. Conocen las profecías y las citan exactamente. Saben a dónde ir,
¡grandes teológos, grandes!, pero no van. También de esto podemos aprender una
lección. En la vida cristiana no es suficiente saber: sin
salir de uno mismo, sin encontrar, sin adorar, no se conoce a Dios.
La teología y la eficiencia pastoral valen poco o nada si no se doblan
las rodillas; si no se hace como los Magos, que no sólo fueron sabios
organizadores de un viaje, sino que caminaron y adoraron. Cuando uno adora, se
da cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino
que es la relación con una Persona viva a quien amar. Conocemos el rostro de
Jesús estando cara a cara con Él. Al adorar, descubrimos que la vida cristiana es una historia de amor con Dios, donde las
buenas ideas no son suficientes, sino que se necesita ponerlo en primer lugar,
como lo hace un enamorado con la persona que ama. Así debe ser la Iglesia, una
adoradora enamorada de Jesús, su esposo.
Al inicio del año redescubrimos la adoración como una exigencia de fe.
Si sabemos arrodillarnos ante Jesús, venceremos la tentación de ir cada uno
por su camino. De hecho, adorar es hacer un éxodo de la esclavitud más
grande, la de uno mismo. Adorar es poner al Señor en el
centro para no estar más centrados en nosotros mismos. Es poner cada cosa en su lugar, dejando el
primer puesto a Dios. Adorar es poner los planes de Dios antes que mi tiempo,
que mis derechos, que mis espacios. Es aceptar la enseñanza de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adorarás» (Mt 4,10). Tu
Dios: adorar es experimentar que, con Dios, nos pertenecemos recíprocamente.
Es darle del “tú” en la intimidad, es
presentarle la vida y permitirle entrar en nuestras vidas. Es hacer descender
su consuelo al mundo. Adorar es descubrir que para rezar basta con decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28), y dejarnos
llenar de su ternura.
Adorar es encontrarse con Jesús sin la lista de peticiones, pero con la
única solicitud de estar con Él. Es descubrir que la alegría y la paz crecen
con la alabanza y la acción de gracias. Cuando adoramos, permitimos que
Jesús nos sane y nos cambie.
Al adorar, le damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de
iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad y valentía en las
pruebas. Adorar es ir a lo esencial: es la forma de desintoxicarse de muchas
cosas inútiles, de adicciones que adormecen el corazón y aturden la mente.
De hecho, al adorar uno aprende a rechazar lo que no debe ser adorado:
el dios del dinero, el dios del consumo, el dios del placer, el dios del
éxito, nuestro yo erigido en dios. Adorar es hacerse pequeño en presencia del
Altísimo, descubrir ante Él que la grandeza de la vida no
consiste en tener, sino en amar. Adorar
es redescubrirnos hermanos y hermanas frente al misterio del amor que supera
toda distancia: es obtener el bien de la fuente, es encontrar en el Dios
cercano la valentía para aproximarnos a los demás. Adorar es saber guardar
silencio ante la Palabra divina, para aprender a decir palabras que no hieren,
sino que consuelan.
La adoración es un gesto de amor que cambia la
vida. Es actuar como los Magos: es traer oro al Señor, para decirle que nada
es más precioso que Él; es ofrecerle incienso, para decirle que sólo con Él
puede elevarse nuestra vida; es presentarle mirra, con la que se ungían los
cuerpos heridos y destrozados, para pedirle a Jesús que socorra a nuestro
prójimo que está marginado y sufriendo, porque allí está Él.
Usualmente, nosotros sabemos rezar, pedimos, agradecemos al Señor, pero
todavía la Iglesia debe ir más adelante con la oración de adoración, debemos
crecer en la adoración, una sabiduría que debemos aprender cada día, rezar
adorando, la oración de adoración.
Queridos hermanos y hermanas, hoy cada uno de nosotros puede
preguntarse: “¿Soy un adorador cristiano?”.
Muchos cristianos que oran no saben adorar. Hagámonos esta pregunta. ¿Encontramos momentos para la adoración en nuestros
días y creamos espacios para la adoración en nuestras comunidades?
Depende de nosotros, como Iglesia, poner en práctica las palabras que rezamos
hoy en el Salmo: «Señor, que todos los pueblos te
adoren». Al adorar, nosotros también descubriremos, como los Magos, el
significado de nuestro camino. Y, como los Magos, experimentaremos una «inmensa alegría» (Mt 2,10).
Redacción ACI
Prensa
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