Es la participación
de la verdad ontológica que, en su dimensión trascendente y sobrenatural, se
encarna en Jesucristo Dios y hombre verdadero.
Por: Manuel Ocampo | Fuente: InfoCatolica.com
Para entender el verdadero ecumenismo es
necesario integrar la fe y la razón, porque en el catolicismo la gracia no
anula la naturaleza sino que la perfecciona. Por eso es fundamental comprender
que la pluralidad no tiene sentido sin la unidad de la verdad. Sin unidad, la
pluralidad se disuelve en la nada. De modo que hablar de la unidad en la verdad
es hablar de ecumenismo verdadero como participación de la verdad ontológica
que, en su dimensión trascendente y sobrenatural, se encarna en Jesucristo Dios
y hombre verdadero.
Una vez que comprendemos la necesidad de la
unidad y la verdad como fundamento de todo ecumenismo, el otro término
necesario es el diálogo que no tiene sentido si no hubiera unidad en la verdad,
o si el hombre fuera incapaz de alcanzar la verdad del ser. De aquí que el
falso ecumenismo se caracterice por la negación de la Verdad. Su esencia es el
intento de llegar a un acuerdo a partir de verdades y opiniones parciales que
no tienen referencia a la Verdad objetiva y única. Por todo eso es muy
importante resaltar que sin verdad objetiva no hay diálogo ni hay ecumenismo
sino infinidad de conflictos.
Otro punto importante es que el Cuerpo Místico
de Cristo es esencialmente ecuménico, de modo que todo movimiento que tienda a
restaurar la plenitud de la unidad de la única Iglesia para que todos sean uno,
bajo un solo Pastor, es verdadero ecumenismo. El ecumenismo hace referencia a
la humanidad salvada por Cristo, que es la Iglesia verdadera. Por eso el
sincretismo que se funda en la opinión equivocada de que todas las religiones
son, con poca diferencia, buenas y laudables, acaban rechazando la verdadera
religión y oponiéndose al ecumenismo.[1]
Si queremos un verdadero ecumenismo es necesario
mencionar que la primera premisa para que el ecumenismo sea verdadero es que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que se funda en la
palabra revelada de Dios, es decir, fuera de la Iglesia Católica, que tiene
como única Cabeza a Jesucristo (Mt 16,18; Lc 22, 32; Jn 21, 15-17).[2] Una
verdad, una comunidad sobrenaturalmente perfecta. Esta es la razón por la que
la Sede Apostólica no debe participar en Congresos en donde se sostenga que la
Iglesia está dividida en partes, porque no debe dar autoridad a una falsa
religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera Iglesia de
Cristo.[3]
Los falsos ecumenismos buscan transacciones
sobre algo imposible que es el hecho de que la Iglesia Católica es la
depositaria de la doctrina íntegra y sin errores. Y es que esto es tan sencillo
como el principio de contradicción. No pueden formar una comunidad de hombres
quienes afirman que la Sagrada Tradición es la fuente genuina de la Revelación
y quienes lo niegan.[4] El único modo de unir a los cristianos es procurar su
retorno a la única y verdadera Iglesia de Cristo. Porque quien no está unido al
Cuerpo místico de Cristo no puede ser miembro suyo por no estar unido con a la
Cabeza del mismo Cristo (Ef 5, 30; 1, 22). La Constitución Lumen Gentium, en su
número 15 califica la comunión de los disidentes, como cierta comunión
imperfecta. Pero eso no contradice que los elementos dispersos en esas
comunidades sólo existen juntos en su plenitud en la Iglesia Católica. Por eso
el verdadero ecumenismo, debe intentar hacer crecer la comunión parcial
existente entre los cristianos, hacia la comunión plena en la verdad y en la
caridad.[5] El verdadero ecumenismo consiste en el retorno pleno con miras a
alcanzar la plenitud en el tiempo, encaminándonos a la unidad absoluta del
Cielo.
El decreto Unitatis
redintegratio del Concilio ecuménico Vaticano II, manifiesta la
finalidad del Concilio, que fue promover la restauración de la unidad de todos
los cristianos en la única Iglesia fundada por Cristo. De modo que la división
actual es un escándalo y un obstáculo que impresiona porque es como si Cristo
estuviera dividido. Lamentablemente en la única Iglesia verdadera, se han
producido escisiones de las que han surgido comunidades que se nutren de la fe
en Cristo, pero que a pesar de las divisiones tienen alguna comunión, aunque no
sea perfecta, con la Iglesia Católica. Y por eso, a pesar de las discrepancias
graves en doctrina, disciplina y estructura, los miembros de estas comunidades
son reconocidos como hermanos en el Señor [6].
Pero hay que aclarar que los hermanos separados no gozan de la unidad, y que
sólo por medio de la Iglesia Católica de Cristo puede conseguirse la plenitud
total de los medios salvíficos, porque el Señor entregó todos los bienes del
Nuevo Testamento a un solo Colegio apostólico que constituye un solo cuerpo. La
caridad, el perdón, la conversión y la santidad son el alma de todo movimiento
ecuménico.[7] Nada es tan opuesto al ecumenismo como el irenismo que consiste
en el intento de desvirtuar la pureza de la doctrina católica y oscurecer su
genuino y verdadero sentido.[8]
Uno de los problemas centrales que enfrenta el
ecumenismo, es que en lo que respecta a las comunidades occidentales que
discrepan entre sí y con la Iglesia Católica, hay discrepancias
esenciales de interpretación de la verdad revelada.[9] Una falta grave de un falso ecumenismo, es
ocultar los temas esenciales que podrían dificultar o incluso hacer imposible
el diálogo. Eso es muy grave porque denota falta de fe y de ecumenismo, al ir
en contra la unidad de la Iglesia. También son muy graves los intentos de
acuerdos y compromisos que confunden a todos en lo que se refiere a la verdad
única e indefectible de la Iglesia. Eso confunde a los hermanos separados y a
los fieles de la Iglesia, lo cual también constituye una falta de fe, de
esperanza y de caridad, porque el error debe ser rechazado.[10] Para reintegrar la unidad es indispensable conservar íntegro e intacto el
depósito de la fe (Ef 5, 20) para que todos vengan a compartir con nosotros el don de
Dios.[11] Por eso San Juan
Pablo II nos alerta de ese falso ecumenismo que invade y corrompe, confunde y
disuelve.[12] Si hay discordancias en temas esenciales, la verdad exige que se
llegue hasta el fondo.[13]
Por otra parte hay que añadir que el problema no
se reduce al ecumenismo, es decir, respecto a las iglesias cristianas, sino al
diálogo interreligioso que es el diálogo con otras religiones no cristianas.
Para enfrentar este reto, es necesario vacunar de una falsa complementación con
las otras religiones, ya que absolutamente ninguna religión histórica fuera de
la Iglesia Católica, ofrece la verdad completa sobre Dios.
Un ecumenismo que no señala claramente las
divergencias esenciales en cuanto a la interpretación de la Verdad revelada, es
un falso ecumenismo. Los protestantes son nuestros hermanos por la fe en
Jesucristo y por el Bautismo en Cristo, pero lamentablemente están fuera de la
unidad orgánica de la Iglesia y por lo mismo no disponen de la plenitud de los
medios sobrenaturales de la salvación y están separados de la comunión
perfecta.
Además de todo lo anterior, los católicos
debemos saber que todos los hombres, de cualquier religión o sin religión, son
nuestros hermanos por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios y, por
tanto, son miembros potenciales del Cuerpo Místico, ya que esperan la
predicación de la Palabra de la única Iglesia verdadera que es la Iglesia
Católica. De aquí se desprende la importancia de la Evangelización, porque
gracias a la evangelización es posible que todos los hombres lleguen al
conocimiento y a la plena comunión con la Verdad.
En suma, no hay verdadero ecumenismo ni diálogo
sin unidad y sin verdad. Porque sin unidad, la pluralidad se disuelve en la
nada. La unidad en la verdad es la esencia del ecumenismo auténtico, por lo que
todo “ecumenismo” que pretende ocultar las
discrepancias esenciales y realizar acuerdos y compromisos que confunden,
constituye una falta grave de fe, esperanza y caridad.
NOTAS:
[1] Cfr. Pío XI. Mortliun
animos, n.3.
[2] Cfr. Idem, n.8.
[3]
Ibidem.
[4] Cfr. Idem, n.14.
[5] Cfr. Juan Pablo II. Ut
unum sint, I, 14.
[6] Cfr. Unitatis redintegratio,
I, n.3.
[7] Cfr. Idem, II, n.7 y 8.
[8] Cfr. Idem, II n.9-11.
[9] Cfr. Idem, III, 19.
[10] Cfr. Pacem in Terris,
V, n.129 y 130.
[11] Cfr. Pablo VI,
Ecclesiam Suam, B. n.53.
[12] Cfr. Juan Pablo II, Ut
unum sint.
[13] Cfr. Idem, III, n79.
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