¿PUEDE SER LA ORDENACIÓN DE VIRI PROBATI (VARONES
PROBADOS) UNA RESPUESTA A LAS NECESIDADES DE LA IGLESIA?
Antes que nada, debo decir que
no he leído y probablemente no pueda leer por ahora el libro “Desde lo profundo de nuestros corazones”. No
pretendo con estas líneas ponerme ni a favor ni en contra del Card. Sarah, de
Benedicto XVI ni de Francisco, sino enfocar el tema dando “dos pasos hacia atrás”, o, si prefieren, “alejando el zoom” de la simple cuestión “curas casados sí-curas casados no”.
También debo decir que asumo plenamente lo que hasta el momento ha enseñado el Magisterio de la Iglesia en relación al celibato y el sacerdocio en el
rito latino. Especialmente claras son –a mi entender- las enseñanzas de Pablo
VI en la Sacerdotalis coelibatus.
Allí el papa Montini repropone dos principios fundamentales que hunden sus
raíces en la Tradición y la Escritura, y siguen –y seguirán- vigentes hasta la
Segunda Venida.
Esos dos principios son: (1) el celibato y el presbiterado
son carismas distintos, que (2) la Iglesia latina ha decidido unir
por encontrar grandes motivos de conveniencia.
(1) Que sean dos carismas
distintos significa –esto quiero
decirlo con toda claridad- que la ordenación de varones
casados es posible, no es contraria a ningún dogma de fe ni contradice algún mandato de Jesús.
Hay personas que reciben el carisma del celibato sin recibir el presbiterado; y
hay personas que fueron llamadas al matrimonio y también reciben el carisma del
presbiterado. Así acontece en las Iglesias católicas de rito oriental,
donde algunos presbíteros son hombres casados previamente. Su ministerio tiene
el mismo “rango”, eficacia y valor para las
almas que el de los sacerdotes célibes, tanto orientales como latinos.
(2) Que la Iglesia latina
haya decidido unir ambos carismas –es
decir, que sólo ordena presbíteros a quienes manifiestan ser llamados y
eligen el celibato por el Reino- significa que como Madre y Maestra,
motivada por razones teológicas profundas –la imitatio
Christi especialmente- y por razones prácticas –la mayor
libertad y disponibilidad que otorga el celibato- ha sostenido esa disciplina durante siglos,
a pesar de muchas presiones e incluso consciente de las dificultades de cada
época. Vale aclarar que esas razones no son de índole económico ni político –como nos quieren convencer algunos- sino místicas y evangelizadoras.
Por todo lo dicho, para mí
está claro que si el Papa decidiera abrir la ordenación a hombres casados no
haría nada contrario a la fe, nada contrario a la moral, ni nada –por otro
lado- que no suceda ya en la Iglesia católica en sus ritos orientales y otras
situaciones excepcionales. Si eso ocurriera, seguirían existiendo varones que
recibieran ambos carismas –celibato y sacerdocio- con lo cual no se daría –como
alguno vaticinaba apresuradamente- “el fin del
celibato”. En ese sentido, eso considero no tan acertadas algunas
críticas que dicha posibilidad ha recibido en los últimos días.
ALEJANDO EL ZOOM
Mi reflexión gira ahora y
quiere orientarse hacia la cuestión inicial, la que no debemos olvidar
nunca, porque para eso existe la Iglesia: ¿favorecería
la ordenación de hombres casados la misión evangelizadora que Cristo nos
confió? ¿Es ella una solución, más aún, la solución a la alarmante reducción
del número de creyentes y de practicantes, no sólo en la Amazonía, sino en toda
la Iglesia?
Dicho de otro modo, ¿es la escasez de sacerdotes la causa del triste
retroceso de la Iglesia católica en todo el mundo occidental?
La respuesta, en mi opinión,
es un rotundo no.
Siempre según mi opinión –de
la cual me hago cargo- el deterioro de nuestras comunidades cristianas y de las
mismas instituciones eclesiales tiene otro origen más profundo: el debilitamiento de la fe en un amplio sector de la Iglesia.
Porque si es verdad que “el mundo se descristianiza” – de lo cual solemos
acusar al “secularismo” y al “relativismo”- ¿por qué los grupos evangélicos y
pentecostales crecen y están vivos en Amazonia y en otros lugares, también en
Argentina?
Mi
impresión es que ellos –con sus deficiencias de doctrina y de método- están convencidos
de la Palabra de Dios. Convencidos
del Evangelio. Convencidos de Cristo. Ellos
verdaderamente creen en sus promesas, y por eso son obedientes a sus mandatos. Ellos
consideran las exhortaciones de Jesús y San Pablo como palabras que
directamente Dios dice a sus corazones, y se sienten impelidos a anunciarlo a
otros, sin demasiados rodeos.
En la Iglesia católica, en las
últimas décadas, algunas veces nos hemos avergonzado del Evangelio.
Nos hemos sentido inferiores, nos hemos dejado dominar por complejos, y ese acomplejamiento
nos ha paralizado.
Opino que no es solamente un
problema de coherencia y de testimonio de vida, el cual es también clave. Es
necesario ir a las raíces, y reconocer que
hemos perdido frescura cuando
hemos perdido convicción, y hemos perdido convicción porque nuestra fe se ha debilitado.
SI LA SAL PIERDE SU
SABOR…
Y llego al momento más crítico
del presente artículo: muchas veces nuestra convicción se deterioró porque
hemos dejado entrar la ambigüedad y la
confusión en la manera de hablar de Dios. Hemos querido caerle bien a
todo el mundo, nos hemos enganchado en todas las modas
de lenguaje y acentos, hemos querido ser abiertos, tolerantes e
inclusivos, y hemos acabado por dejar afuera… a Jesús, al verdadero Jesús.
Lo puedo expresar de otro
modo, más autobiográfico: cuando conocí a Jesús a
fondo y sentí su llamado a ser sacerdote, me atrajo la completa, la absoluta
certeza con la que alguien me dijo “sólo en Jesús hay salvación… Él es Dios
hecho hombre, Camino, Verdad y Vida… en la Iglesia Católica vas a encontrar
todos los medios para salvarte… la moral cristiana es difícil pero es perfecta,
porque viene del mismo Dios que nos creó”. La Iglesia que me anunció ese
Evangelio tenía fragilidades morales, claro que sí: pero era una
roca firme en cuanto a la verdad que anunciaba.
Yo creo –pasado un cuarto de
siglo- que hemos cometido el error de ir vaciando el anuncio, admitiendo sincretismos peligrosos –cultos
paganos mezclados con la fe cristiana, ideas de izquierda y de lobbies en
documentos de organismos eclesiales- que nos han hecho cada vez menos fuertes y menos
creíbles.
En la base de todos esos
sincretismos, creo que está una exégesis bíblica que se viene empeñando hace ya
casi un siglo por debilitar el carácter histórico de los Evangelios. Entonces,
si en realidad Jesús no dijo “Yo soy el Pan de
Vida”, sino que es una idea posterior puesta en su boca, ¿sería capaz de morir por la Eucaristía? Y así
podríamos seguir con las palabras de Jesús sobre el Matrimonio, o las de Pablo
sobre la Homosexualidad, o las de toda la Biblia sobre el Cielo y el Infierno.
Muchas crisis sacerdotales se
han originado también en esa crisis de fe y del anuncio. Muchos que
traicionaron su celibato –con escándalo o sin él- comenzaron por traicionar la adhesión al Maestro pero quizá –y esto es duro decirlo- fueron previamente traicionados
por teólogos “maestros de la sospecha”, que
ofrecieron un andamiaje conceptual endeble y por momentos blasfemo, incapaz de
sostener la opción de vida de un consagrado…
Como contrapartida a esta
situación, he de decir que allí donde la Palabra de Dios
es anunciada en su integridad,
donde los evangelizadores no tienen miedo de ir contracorriente, donde no se pretende “amoldarse al mundo” sino que se acepta con gozo el ser distintos, las comunidades son vivas, son fuertes, surgen vocaciones a la
consagración… y hasta crecen numéricamente.
MI PROPUESTA: CONVERSIÓN, CONVERSIÓN, CONVERSIÓN
Lo que enuncio no es ninguna
novedad. Es más, está en el ADN de Infocatolica desde el origen. Es la tesis
número uno sustentada por el padre Iraburu y Luis Fernando desde el principio.
La verdadera reforma que
necesitamos todos –yo el primero, indigno pecador- es convertirnos de nuevo más y más
a Cristo. Los llamados a un servicio especial en la Iglesia
necesitamos volver a soñar y a elegir la santidad. A ser santos nos
invita Cristo.
Si reaparece la santidad como meta y
horizonte, si no tenemos miedo de abrazar el Evangelio tal cual y
desde su centro –Jesucristo y su Pascua, la Eternidad- sin desviar
nuestra mirada en cuestiones secundarias, lo demás viene por añadidura.
En ese marco, el Señor conceda
al Santo Padre la sabiduría para decidir lo que Dios quiera para su Iglesia en
este tiempo, con la mirada puesta en el Cielo, no en la opinión del mundo ni en
presiones ideológicas.
Si no miramos de frente estos
problemas –opino yo- las reformas disciplinares serán solo “parches” que de ninguna manera detendrán aquellos
procesos que todos lamentamos.
Sin olvidar aquella impactante
frase del Maestro: “Cuando venga el Hijo del
hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8)
Leandro Bonnin
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