La afirmación que
Benedicto es el adversario secreto del actual Papa y que su postura sobre el
sacerdocio sacramental y el celibato proviene de una política de obstrucción
contra la esperada exhortación apostólica post-sinodal de la Amazonia sólo
puede surgir en el semillero de la ignorancia teológica. Nadie rechaza esa
afirmación de modo tan brillante como lo hace el papa Francisco.
¿Adversarios o
hermanos en el Espíritu?
Sobre la
relación entre el papa Francisco y Benedicto XVI
La confusión mediática sobre
la coautoría de Benedicto XVI con el cardenal Sarah del libro Desde el fondo de nuestro corazón (enero de 2020) muestra la paranoia desenfrenada
en la esfera pública a partir de la supuesta coexistencia de dos papas. En la
Iglesia católica hay solo un Papa. Rige lo siguiente: «El
Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y el fundamento
perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de
fieles» (Vaticano II, Lumen Gentium, 23).
Con ocasión de la contribución
de Benedicto sobre el sacerdocio católico, la distorsión grave que concibe dos
principios contrarios de unidad ha encontrado de nuevo su confirmación y
alimento. Por el contrario, es evidente que el papa Francisco y su predecesor,
Benedicto XVI, no son los autores de esa polarización patológica, sino las
víctimas de un plan ideológico.
Esto pone en peligro la unidad
de la Iglesia, así como también, socava el primado de la sede romana. Todos
estos acontecimientos muestran que el trauma causado en «la fe del Pueblo de Dios» (Vaticano II, Lumen Gentium, 12; 35) por la renuncia del
papa Benedicto a principios de 2013 todavía no ha sido sanado. Por esto, los
fieles tienen derecho a una evaluación teológica clara de la coexistencia de un
Papa reinante y un predecesor suyo emérito. Este acontecimiento singular en el
que un Papa –cabeza del Colegio de los obispos y de la Iglesia visible cuya
cabeza invisible es Cristo– renuncia –antes de su muerte– a la Cátedra de Pedro
que le fue confiada de por vida; no puede ser nunca entendido por categorías
humanas (derecho a la jubilación por edad, deseo del pueblo de intercambiar sus
dirigentes). Aunque el derecho canónico prevea esta posibilidad teórica (cf.
can. 332 § 2 CIC 1983), faltan todavía disposiciones detalladas y
experiencias concretas acerca de cómo gestionar tal situación y, sobre todo, de
cómo orientarla en la práctica al bien de la Iglesia.
En la política, para llegar al
poder, existen adversarios. Cuando un rival es eliminado, la contraparte vence.
Sin embargo, entre los discípulos de Cristo no debería ser así. Porque en la
Iglesia de Dios todos somos hermanos. Dios es nuestro Padre. Y su Hijo
Jesucristo, el Verbo hecho carne (cf. Jn. 1, 14-18), es nuestro único
Maestro (cf. Mt. 23, 10). Los presbíteros y obispos, en virtud de su
ordenación sacramental, son siervos de la Iglesia elegidos por el Espíritu
Santo (cf. Hch. 20, 28). Ellos, en nombre y con la autoridad de Cristo,
guían a la Iglesia de Dios. En la predicación Él habla por su boca como Maestro
divino (cf. 1 Ts. 2, 13). Dios santifica a los fieles por medio de los
sacerdotes en los sacramentos. Y Cristo el «Pastor
y Guardián de vuestras almas» (1 Pedro 2, 25) se preocupa por la
salvación de los hombres y mujeres al llamar como pastores de su Iglesia a los
sacerdotes (obispos y presbíteros) (cf. 1 Pedro 5, 2s; Hechos 20,
28). El Obispo de Roma ejerce el ministerio de san Pedro que fue llamado por
Jesús, Señor de la Iglesia, al ministerio pastoral universal (cf. Jn.
21, 15-17). Con todo, los obispos son hermanos entre sí; están unidos como
miembros del Colegio de los Obispos con y bajo la autoridad del Papa (cf.
Vaticano II, Lumen Gentium, 23).
Así pues, un papa emérito que
aún vive está unido como hermano con los demás obispos y se encuentra bajo la
autoridad magisterial y jurisdiccional del Papa reinante. No obstante, tal
situación no excluye en absoluto que su palabra siga teniendo un gran peso en
la Iglesia, ya sea debido a su competencia teológica y espiritual, ya sea a su
experiencia de gobierno como obispo y como papa.
La relación de todo obispo
emérito con su sucesor se debe caracterizar por un espíritu de fraternidad. El
prestigio del mundo y los juegos de poder político son un veneno en el cuerpo
de la Iglesia que es el Cuerpo místico de Cristo. Esto se aplica a fortiori a
la relación aún más delicada entre un Papa reinante y su predecesor que
renunció al ejercicio del ministerio petrino y, por tanto, a todas las
prerrogativas del primado pontificio. Así pues, un papa emérito ya no es más el
Papa.
Sorprende aquí la colaboración
del círculo de neo-ateístas liberales y marxistas –antes enemigos de la
Iglesia– con el secularismo en el interior en la Iglesia. Tal colaboración está
orientada a transformar la Iglesia de Dios en una organización humanitaria
planetaria.
El ateo militante Eugenio
Scalfari se jacta de su amistad con el papa Francisco. Además, se suma y presta
su colaboración a la idea común de una religión mundial única hecha por el
hombre (sin Trinidad ni Encarnación). Hoy se lanza contra los enemigos y adversarios
–identificados por Scalfari como cardenales, obispos y católicos «conservadores de derecha»– la idea de un frente
popular de creyentes y no creyentes. En tal frente se encuentran personas de la
«guardia bergogliana», como ellos se suelen
presentar. Esta red de populistas de izquierdas está impulsada por una pura
voluntad de poder que pervierte ideológicamente la potestas plena del Papa y la transforma en una potestas illimitata et absoluta. El voluntarismo consiste en lo siguiente: todo es bueno y verdadero solo porque el Papa lo quiere;
y no al revés, o sea, que el Papa dice algo porque es bueno y verdadero. Contradicen
el Vaticano II que concibe el Magisterio al servicio de la palabra de Dios pues
enseña solo «lo que ha sido transmitido en cuanto
que, por mandato divino y asistido por el Espíritu Santo, la escucha
piadosamente, la custodia santamente y la expone fielmente» (Vaticano
II, Dei Verbum, 10). Así se convierten en antagonistas diabólicos del papado,
como afirma la doctrina de los dos concilios vaticanos. Si entre Jesús y los
discípulos no existe una relación de servilismo, sino de amistad (cf. Jn.
15,15); ¿cómo la relación del Papa con sus hermanos
en el episcopado puede estar marcada por un oportunismo sumiso y una obediencia
ciega e irracional que excede la unidad de la fe y la lógica de la teología
católica? Según las ideas marxistas-liberales, un Papa «contemporáneo» se legitima a sí mismo siguiendo
de modo despiadado la agenda de la extrema izquierda y promoviendo un
pensamiento único sin trascendencia, sin Dios y sin la mediación histórica de
la salvación por medio de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los
hombres (cf. 1 Tim. 2, 5).
En el mundo (la civitas terrena),
los gobernantes, líderes de opinión e ideólogos abusan de su poder e ignoran la
ley moral natural, así como también, los mandamientos divinos. Suelen usurpar
el lugar de Dios y se transforman en demonios con apariencia humana. Sin
embargo, donde se reconoce a Dios como el único Señor reina la gracia y la
vida, la libertad y el amor. En el reino de Dios rige la palabra de Jesús: «No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien
quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea como vuestro servidor; y
quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos: porque el
Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en
redención de muchos» (Mc. 10, 43-45).
La ordenación sacramental (de
obispo, presbítero y diácono) sigue siendo válida y efectiva; y, con ella, su
responsabilidad de enseñanza y misión pastoral en la Iglesia. Los antiguos
detractores de Joseph Ratzinger (sea como cardenal prefecto que como papa) no
tienen derecho a imponerle una damnatio memoriae;
sobre todo, porque la mayoría de ellos –debido a su escandaloso diletantismo en
teología y filosofía– se distancian de su calidad de maestro de la Iglesia. La
contribución de Joseph Ratzinger al libro del cardenal Sarah sólo puede ser
desacreditada como una contraposición al papa Francisco por quienes confunden
la Iglesia de Dios con una organización ideológico-política. No entienden que
los misterios de la fe sólo pueden ser comprendidos con el «Espíritu de Dios» y no con el «espíritu del mundo». «El hombre no espiritual no percibe
las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor. 2, 14).
Cuando los apóstoles al inicio
no entendían que hay personas que renuncian voluntariamente al matrimonio por
el servicio del Reino de Dios, Jesús les dijo: «Quien
sea capaz de entender, que entienda» (Mt. 19, 12). Y lo explicó
así: «–Os aseguro que no hay nadie que haya dejado
casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del Reino de Dios, que
no reciba mucho más en este mundo y, en el siglo venidero, la vida eterna»
(Lc. 18, 29-30; cf. Mt. 19, 29).
La afirmación que Benedicto es
el adversario secreto del actual Papa y que su postura sobre el sacerdocio
sacramental y el celibato proviene de una política de obstrucción contra la
esperada exhortación apostólica post-sinodal de la Amazonia sólo puede surgir
en el semillero de la ignorancia teológica. Nadie rechaza esa afirmación de
modo tan brillante como lo hace el papa Francisco.
En el prólogo a la colección
de textos sobre el ministerio sacramental ordenado en ocasión del 65º jubileo
sacerdotal de Joseph Ratzinger (2016), el Santo Padre Francisco escribe: «Cada vez que leo las obras de Joseph Ratzinger/Benedicto
XVI, me doy cuenta de que hizo y sigue haciendo teología «de rodillas»: de
rodillas porque se ve que no sólo es un destacado teólogo y maestro de fe, sino
también un hombre que cree realmente, que reza de verdad. Se ve que es un hombre
que encarna la santidad, un hombre de paz, un hombre de Dios».
Después de que el papa
Francisco rechazara la caricatura del sacerdote católico como funcionario o
miembro de una ONG, subrayó –una vez más– la extraordinaria colocación de
Joseph Ratzinger como teólogo en la Cátedra de Pedro: «El
cardenal Gerhard Ludwig Müller afirmó con autoridad que la obra teológica de
Joseph Ratzinger primero y, luego, de Benedicto XVI, lo coloca entre los más
grandes teólogos que se sentaron en la Cátedra de Pedro; como, por ejemplo, el
papa León Magno, santo y doctor de la Iglesia. [...] Desde este punto de vista,
quisiera añadir a la justa consideración del Prefecto de la Congregación para
la doctrina de la fe que quizás, justo ahora, como papa emérito, él nos imparte
del modo más evidente una de sus más grandes lecciones de «teología de
rodillas».
La contribución de Benedicto
al libro de Sarah –una profundización de la hermenéutica
cristológico-neumatológica de la unidad interna entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento que se funda en la auto-comunicación histórica de Dios– ofrece una
ayuda para superar la crisis teológica y espiritual del sacerdocio «que es de
máxima importancia para la renovación de la Iglesia» (Vaticano II, PO
1). El sacerdote no es el funcionario de una empresa de servicios
religioso-sociales. Tampoco es el exponente de una comunidad autónoma que
reivindica derechos ante Dios en vez de recibir «toda
dádiva generosa y todo don perfecto [que] vienen de lo alto y descienden del
Padre de las luces» (Sant. 1, 17). Antes bien, el sacerdote,
mediante la sagrada consagración, es conformado a Jesucristo, Sumo Sacerdote y
Mediador de la Nueva Alianza, Divino Maestro y Buen Pastor que da su vida por
las ovejas (cf. Vaticano II, LG, 29; y Vaticano II, PO, 2).
De esta conformitas cum Christo surge también la adecuación interior de la forma de vida
célibe de Jesucristo con el sacerdocio sacramental. El mismo Jesús habló de los
discípulos que, escatológicamente como testimonio del Reino futuro y en
servicio de la salvación humana, viven sexualmente célibes y renuncian a la
vida matrimonial y familiar por voluntad propia (cf. Mt. 19, 12; 1
Cor. 7, 32). El celibato no es requerido de modo necesario por la
naturaleza del sacerdocio. Sin embargo, brota de la más íntima adecuación de la
naturaleza de este sacramento como representación de Cristo Cabeza de la
Iglesia con la fuerza de su misión y su forma de vida entregada por completo a
Dios (cf. Vaticano II, PO 16). Por esta razón, las dispensas de la ley
del celibato –que se llevan a cabo de manera diferente en las iglesias
orientales y occidentales– se deben justificar solo como excepciones a la regla
general del celibato sacerdotal. En principio, la Iglesia tiene que trabajar
por un sacerdocio célibe. Arraigándose en la Biblia se ha desarrollado la
práctica –con la necesaria abstinencia conyugal de los clérigos casados–que
sólo sean ordenados como obispos, sacerdotes y diáconos los candidatos que
desde el principio hayan prometido vivir el celibato. En las iglesias orientales
–que se apartaron de la antigua tradición eclesiástica (bajo ningún punto de
vista fue una continuidad) en el segundo concilio Trulano (691/92) celebrado en
el palacio imperial y no en una iglesia– se permitió proseguir la vida conyugal
a los sacerdotes y diáconos. En cambio, en la Iglesia latina se continuó a
consagrar a hombres solteros que prometían vivir célibes. En las iglesias
orientales, los clérigos casados –aunque no los obispos– podían continuar su
matrimonio, pero debían mantener abstinencia sexual antes de la celebración de
la Divina Liturgia; asimismo, tenían prohibido un segundo matrimonio en caso de
enviudar. Esta disposición también se aplica hoy a los clérigos católicos que
han recibido una dispensa de la obligación del celibato (cf. Vaticano II, Lumen
gentium, 29). Por el bien de la unidad, desde el papa Pío XII, la Iglesia
católica acepta esta práctica en las iglesias orientales en comunión; y, desde
el papa Benedicto XVI, también concede una dispensa de la obligación del
celibato a los clérigos anglicanos y de otras denominaciones que están casados
y entran a la plena comunión de la Iglesia católica, si la ordenación al
sacerdocio es posible.
Una abolición completa del
celibato sacerdotal –como en las comunidades protestantes y anglicanas del
siglo XVI– sería una violación de la naturaleza del sacerdocio y un desprecio
de la entera tradición católica. ¿Quién responderá
ante Dios y su santa Iglesia de las desastrosas consecuencias para la
espiritualidad y la teología del sacerdocio católico? Incluso millones
de sacerdotes desde la fundación de la Iglesia se sentirían interiormente
heridos si ahora se les explicara que su sacrificio existencial por el Reino de
Dios y la Iglesia se basó solamente en una disciplina legal externa que no
tenía nada que ver con el sacerdocio ni con vivir célibes por el Reino de los
Cielos. La falta de sacerdotes (en número y calidad) en los países
ex-cristianos de Occidente no se debe a la falta de vocaciones por parte de
Dios, sino por la falta de vida de acuerdo con el evangelio de Jesucristo, el
Hijo de Dios y Salvador del mundo.
No solo existe hoy una
discusión sobre el celibato, sino también una lucha feroz en su contra y, por
lo tanto, contra el sacerdocio sacramental. En el siglo XVI, los reformadores
protestantes concibieron el oficio eclesiástico como una mera función religiosa
en la comunidad cristiana y por ello lo despojaron de su carácter sacramental.
Si la ordenación sacerdotal ya no es más una conformación interior con Cristo
–el Divino Maestro, el Buen Pastor y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza–, no se
puede comprender su conexión íntima con el celibato por el Reino de Dios que
encontramos en el evangelio (cf. Mt. 19, 12; 1 Cor. 7, 32).
A raíz de la polémica en época
de la Reforma y debido a su visión inmanentista del hombre, los filósofos
franceses de la Ilustración vieron en el celibato sacerdotal y en los votos
religiosos una simple represión del instinto sexual que provocaba neurosis y
perversiones (similar a la posterior interpretación psicológica profunda de la
sexualidad como satisfacción mecánica de los instintos, en la que se considera
que con esa «represión» surgen neurosis y perversiones).
En la actual dictadura del
relativismo, el acento en la potestad sacramental proveniente de Dios se percibe
como una reivindicación clerical de poder; el modo de vida célibe, como una
acusación pública contra la reducción de la sexualidad a una adquisición
egoísta de placer. El celibato sacerdotal aparece como el último bastión del
rechazo radical y trascendente del hombre, y de la esperanza en la vida del más
allá. Sin embargo, según los principios ateos, es una ilusión peligrosa. La
Iglesia católica como alternativa ideológica al inmanentismo radical es, por lo
tanto, combatida ferozmente por una élite internacional de poder y de dinero
que se esfuerza por un dominio absoluto del espíritu y del cuerpo de las masas
sordas. En un gesto terapéutico esa élite parece imitar un filántropo que hace
un favor a los pobres sacerdotes y religiosos al liberarlos de la jaula de su
sexualidad reprimida. Pero en su intolerancia engreída, estos benefactores de la humanidad no se dan cuenta
de cómo violan la dignidad humana de todos aquellos cristianos que en su
conciencia ante Dios toman en serio la indisolubilidad del matrimonio o cumplen
fielmente –con la ayuda de la gracia– la promesa del celibato. Porque
justamente allí –en lo más profundo de su conciencia ante Dios– donde los
fieles hacen su decisión de vida, los negadores de la vocación sobrenatural del
hombre quieren persuadirlos de que se inserten en el horizonte limitado de una
existencia condenada a la muerte, como si el Dios vivo no existiera (cf.
Vaticano II, Gaudium et Spes, 21). «Pues
desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios –su eterno poder
y su divinidad– se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas
creadas. De modo que son inexcusables, porque habiendo conocido a Dios no le
glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus
razonamientos y se oscureció su insensato corazón: presumiendo de sabios se
hicieron necios y llegaron a transferir la gloria del Dios incorruptible a
imágenes que representan al hombre corruptible, y a aves, a cuadrúpedos y a
reptiles» (Rom. 1, 20-23).
La infame acusación es que los
siniestros reaccionarios de la Iglesia –que defienden el sacerdocio
sacramental, la moral sexual no mundana y el celibato misantrópico– están
retrasando o incluso impidiendo la necesaria modernización de la Iglesia
católica y su adaptación al mundo moderno. Al máximo, lo único que tales
acusadores pueden tolerar es una iglesia sin Dios, sin la cruz de Cristo y sin
la esperanza de la vida eterna. Esta «iglesia de
indiferenciación dogmática y relativismo moral» –que podría incluir
también a ateos y no creyentes– puede hablar de manera contemporánea sobre el
clima y sobre la superpoblación de los migrantes. No obstante, debe guardar
silencio sobre el aborto, sobre la automutilación que se presenta como una
reasignación de género, sobre la eutanasia y sobre el rechazo de las relaciones
sexuales fuera del matrimonio entre el hombre y la mujer. En cualquier caso,
piensan, la Iglesia tendría que aceptar la revolución sexual como una
liberación de la hostilidad corporal de la moral sexual católica. Así tendríamos
un gesto de arrepentimiento contra la hostilidad corporal tradicional maniquea
heredada de san Agustín.
A pesar de todos estos halagos,
los fieles católicos opinan con razón que –en lugar del ateo Scalfari que no
cree en Dios, ni puede entender el «misterio de la
santa Iglesia» (Vaticano II, Lumen
Gentium, 5)– Benedicto (Joseph Ratzinger) puede ser el consejero
infinitamente más competente del Vicario de Cristo, del Sucesor de Pedro y
Pastor de la Iglesia universal. Esto se debe no solo a sus cualidades
teológicas y a su comprensión espiritual del misterio del amor de Dios, sino
también a su experiencia de responsabilidad ante Dios que ejercitó como Papa de
la Iglesia universal. En efecto, Benedicto es la única persona en este mundo
que comparte esa experiencia con el papa Francisco.
Lo que el Santo Padre
Francisco escribe en el prefacio del libro de su predecesor sobre el sacerdocio
debería ser leído por todos los «sabios y poderosos
de este mundo» (1 Cor. 2, 6) antes de pregonar sus fantasías
paranoicas de adversarios papales, cardenales opuestos y cismas amenazadores: «Joseph Ratzinger/ Benedicto XVI encarna esa relación
constante con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se vuelve
una rutina; los sacerdotes casi se convierten en empleados asalariados, los
obispos en burócratas; y la Iglesia no es más la Iglesia de Cristo, sino un
producto nuestro, una ONG –a fin de cuentas– superflua». Y el papa
Francisco continúa dirigiéndose –no como a subordinados, sino como a amigos– a
los cardenales, obispos y sacerdotes reunidos para la presentación de ese libro
en la Sala Clementina (28 de junio de 2016): «¡Queridos
hermanos! Me permito decirles que si alguno de ustedes alguna vez tuviera dudas
sobre cuál es el centro del propio ministerio, sobre su significado, sobre su
utilidad; si alguna vez dudara sobre lo que la gente espera realmente de
nosotros, que medite profundamente las páginas que aquí se nos ofrecen. Porque
ellos esperan de nosotros sobre todo aquello que en este libro encontrarán
descripto y testimoniado: que les traigamos a Jesucristo y que los conduzcamos
a Él, al agua fresca y viva de la que tienen más sed que de cualquier otra
cosa, que sólo Él puede dar y que nadie jamás podrá reemplazarla; que los
guiemos a la felicidad verdadera y plena cuando ya nada los satisfaga; ¡que los
conduzcamos a realizar su sueño más profundo que ningún poder del mundo puede
prometerles ni hacérselos realidad!
Gerhard Ludwig Cardenal Müller
No hay comentarios:
Publicar un comentario