Si conocemos el
sacramento de la reconciliación, sabemos que es Cristo quien perdona, eso es lo
que importa, el sacerdote únicamente eso intermediario. Así que no importa que
sea otro hombre, ni en qué condiciones se encuentre, en pecado o no.
Fuente: Tiempos de Fe, año 1, No. 6
CONVERTIDO,
PERO NO ME CONFIESO
RAZONES
PARA CONFESARSE
Dios quiere que todos los hombres se salven, por
lo tanto está pendiente de nosotros, llamándolos a la conversión
constantemente.
Nosotros somos los que no escuchamos el llamado,
ya sea porque estamos pensando en nosotros mismos, ya sea porque estamos
sumergidos en el ruido, tanto exterior como interior, nos cuesta mucho trabajo
estar en silencio, lo cual dificulta poder escuchar a Dios. Pero, a pesar de
ello, Él insiste y quizá, un día escuchamos, con la ayuda del Espíritu Santo,
esa llamada que nos lleva a optar por un cambio radical de la vida.
A partir de ese momento, como el hijo pródigo de
la parábola, comenzamos a deliberar en la conveniencia de emprender el camino hacia la Casa del Padre. Después de mucha reflexión
recordamos lo bien que nos encontrábamos a su lado, disfrutando de todos sus
bienes, sobre su amor.
DE
LOS PRETEXTOS
Al fin nos decidimos a tomar el camino de
vuelta. Mientras vamos de regreso, nos asalta la duda sobre si obtendremos el
perdón, o no. Muchas veces sentimos que no somos merecedores del perdón
de Dios, nos invade la desesperanza, es decir, pecamos contra la virtud de la
esperanza, tal como lo hizo Judas.
Esta actitud negativa en los lleva en ocasiones
a ver el Perdón
como algo imposible. Ya hemos dicho que Dios no se rinde, que
quiere que todos gocemos de su amistad, que alcancemos la vida eterna.
Por consiguiente, nos va llevando de la mano durante el camino y con el fin de
poder descubrir su misericordia, siempre y cuando tengamos la determinación de
dejarnos llevar. Él siempre está dispuesto a perdonarnos cuando estamos
arrepentidos.
Ahora bien, resulta que ya estamos decididos a
emprender la vuelta hacia la Casa del Padre, que ya
nuestros temores sobre si seremos perdonados se nos han disipado.
Estamos convencidos de la misericordia del
padre. Hacemos una recapitulación de nuestra vida y nos damos cuenta de que
hemos fallado, que tenemos que corregir.
Nos encontramos verdaderamente arrepentidos,
tenemos un verdadero dolor de corazón.
Puede ser que este dolor sea perfecto o de contrición, es decir, el dolor que sentimos por
haber ofendido a Dios que nos ama tanto y a quienes amamos sobre todas las
cosas. También es imposible, que ese dolor de corazón sea imperfecto o de
atrición, que es un impulso del espíritu Santo, es decir es
igualmente un don de Dios, pero que nace, no del amor de Dios, sino de un
rechazo al pecado o del miedo a la condenación eterna.
No importa cuál sea el tipo de dolor, lo
importante es que deseamos regresar a la Casa del Padre. Hasta aquí vamos muy bien, estamos convencidos
de la misericordia de Dios, reconocemos la necesidad de la conversión, además
estamos sinceramente arrepentidos. Quizás hasta estamos dispuestos hacer algún
acto de reparación.
Ha llegado el gran momento de dar el paso
definitivo para volver a la casa del padre. Acercarse al sacramento de la
reconciliación para que todos los pecados no sean perdonados. En teoría todo
está claro, se conoce lo que hay que hacer. Pero, por algún motivo,
surgen las complicaciones, para algunas personas dar ese paso resulta muy
difícil, inclusive se declaran pases de darlo.
Habría que meditar profundamente sobre la propia
conversión. Si verdaderamente deseo cambiar mi actitud de vida, ¿por qué no estoy dispuesto hacer todo, cueste lo que
cueste para lograr la amistad perdida con Dios? ¿Qué impedimento existe?
¿Y cómo lo voy a eliminar? ¿Estoy dispuesta ayudarlo o lo eliminaré
siempre y cuando no represente un esfuerzo demasiado duro para mí?
Las respuestas a estas preguntas pueden ser muy
diferentes. Puede que falte humildad, que todavía esté muy presente la
soberbia, pensando que soy bueno, pues no mato, no robo, voy a misa, etc. No se
piensa en lo que nos dice el Evangelio, que no basta con ser bueno, hay que ser
santos.
No vamos a negar que el confesar los pecados al
sacerdote, humanamente hablando nos cuesta mucho. Eso de hincarse ante
otro ser humano y decirle todo lo malo que hay dentro de uno, no es
agradable.
Por ese motivo hay que crear y fomentar una
actitud interior de humildad, dejando un lado todos los prejuicios humanos y
pidiéndole misericordia de Dios. Recordemos la parábola del
fariseo y el publicano.
El fariseo se consideraba superior a los demás,
es decir, él ya estaba por encima de los otros, él si actuaba de maravilla,
cumplía con todo, en otras palabras, era un soberbio.
Por otro lado, el publicano se consideraba
débil, indigno del amor de Dios, y le pedí a Dios que tuviera misericordia de
él porque sabía que solamente él podía darle la gracia del perdón, era modelo
de humildad.
Se puede pensar que el sacramento no es necesario,
no se cree en él, se dice: yo me confieso con Dios directamente, no tengo
necesidad de que nadie me perdone, o bien, yo tengo una línea directa con Dios,
él y yo nos entendemos, para que me complicó metiendo a otra persona. Olvidando
que Cristo instituyó este sacramento como el único medio para el perdón de los
pecados de todos aquellos bautizados que hayan pecado después de haber recibido
el bautismo.
Aunque se haga una oración perfecta de
arrepentimiento, no sería suficiente porque Cristo entregó a los apóstoles y a
sus sucesores el poder y la responsabilidad de juzgar la sinceridad del
arrepentimiento y por tanto, la iglesia es la que tiene este poder, como cabeza
visible de Cristo.
En otras ocasiones no se confía en el sacerdote,
o se cuestiona su autoridad, o sencillamente, se le considera como un igual, y
por lo tanto igual de pecador.
Hay personas que piensan que ellas solas
obtienen el perdón. Además, existe la posibilidad de que el confesor nos
conozca y peor todavía, pues ¿qué va pensar de mí? A veces nuestra soberbia es
tal, que hasta nos atrevemos a pensar, que nuestros pecados van hacer
recordados eternamente por el confesor y por lo tanto, nuestra imagen va hacer
dañada. Por lo tanto, es mejor no descubrirse, no sea que nos convirtamos en
personas vulnerables, es más conveniente que nadie se entere de todo lo
malo que hemos hecho o pensado, o de aquello que pudiendo haber hecho y no
hicimos.
Si conocemos el sacramento de la reconciliación,
sabemos que es Cristo quien perdona, eso es lo que importa, el sacerdote
únicamente eso intermediario. Así que no importa que sea otro hombre, ni en qué
condiciones se encuentre, en pecado o no.
Hay que saber que los sacerdotes pueden tener
fallas humanas, pero eso es lo de menos, hay que buscar la reconciliación con
Dios. Cristo dio el poder de perdonar los pecados a los apóstoles de sus
sucesores, no se lo otorgó a cualquier persona, por buena o santa que fuese.
Con frecuencia escuchamos a alguien que nos dice
que no se confiesa porque de niños tuvo una mala experiencia. Esta actitud
resulta algo infantil ¡cuántas veces hemos tenido
malas experiencias! Esto no obsta para experimentarlas de
nuevo.
A veces pensamos que el pecado es tan
grave que no nos atrevemos a
confesarlo. Sin pensar que el sacerdote conoce nuestra debilidad y
probablemente ha oído cosas mucho peores.
No importa qué tan grave sea nuestro pecado, no
nos debe dar vergüenza. El sacerdote es un hombre común y corriente, por
lo tanto conoce perfectamente nuestra debilidad y no se va asustar. Un
sacerdote se alegra por el pecador que se arrepiente y se entristece cuando una
persona se niega a pedir perdón.
Con todas estas disculpas o motivos, lo único
que se logra es que Cristo, que quiere perdonarnos, no lo puede hacer. Sería
bueno que reflexionáramos en la tristeza de Jesús al vernos tan alejados de Él.
Los motivos para no acercarse al sacramento de
la reconciliación puede ser muchos, tantos como individuos hayan, pero éstos no
van a cambiar el hecho de que si verdaderamente deseamos retornar a la Casa del Padre, hay que confesar los pecados.
Confesar los pecados mortales cometidos después
del bautismo es condición indispensable para la salvación, excepción de cuando
una persona muere después de haber hecho un acto de contrición perfecto, sin
haber tenido la oportunidad de confesarse.
DE
LAS MOTIVACIONES
Dios ama al hombre infinitamente. Pero para los
hombres no es muy difícil ver este amor, porque tanto Dios, como su amor son
invisibles y como el hombre es cuerpo y espíritu necesita de medios visibles
para comunicarse. No basta con pensar yo quiero a mi hijo, hay que demostrarlo
con un beso, con un te quiero. Por ello, Cristo instituyo los sacramentos
como signos visibles
que manifiestan algo invisible, que es la gracia. Únicamente por medio
de los sacramentos recibimos la gracia. ¿Cómo vamos
a tener la certeza de haber sido perdonados, si no es a través del signo
visible del sacramento de la reconciliación?
Sólo habiendo acudido a este sacramento, podemos
tener la seguridad, que si cumplimos con los requisitos, hemos sido perdonados
y hemos recibido la gracia santificante perdida por el pecado.
Ahora bien, lo más importante de este sacramento
es que nos reconcilia con Dios y con la Iglesia. Dios, el que nos dio la vida,
a quien le debemos todo lo que tenemos, de quien hemos estado apartados, ¿no se merece, ni siquiera un gesto de amor de nuestra
parte?
No confesarse sería como hacer todo un
difícil viaje para regresar a la casa del padre y después de muchos esfuerzos,
fatigas, dificultades, nos quedáramos en la puerta, sin poder comer del
cordero, ni participar en la fiesta porque no haber dado el último paso.
Sería ilógico, pero eso exactamente es lo que
sucede cuando nos negamos el sacramento de la confesión.
CONCLUSIÓN
Cristo, que tanto nos amó hasta dar la vida por
nosotros, quiso quedarse entre nosotros, no deseaba que nos quedásemos
solos. Para ello instituye el sacramento de la Eucaristía, el
sacramento por excelencia, donde nos encontramos de la manera más
íntima con él. Nos invita al banquete, pero para poder participar hay que estar
libre de pecado.
Negándonos a la confesión, no nos podemos acudir
al banquete, no podemos disfrutarlo. El despreciar la invitación, por el motivo
que sea, significa quedarnos sin el alimento vital del alma.
Además, no hay relación más maravillosa de amor
que la relación que se establece entre el hombre y Cristo en la eucaristía.
No valdría la pena quitar los prejuicios que
tenemos y dar el último paso en nuestra conversión? Vivir en amistad con Dios,
bien vale la pena.
Sólo entonces viviremos en paz
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