Desde hace tiempo la
archidiócesis de Lima ha estado en vilo esperando lo inevitable. Se trataba del
relevo episcopal posiblemente más
importante de la Iglesia en América. Perú es uno de los últimos
bastiones de batalla contra las ideologías que están asolando los países de
cultura occidental. El día ha llegado y el desenlace ha sido algo que nadie, o
casi nadie, se esperaba. No voy a insistir en el sucesor más que para aportar
algún contexto, porque quiero centrar la atención en la categoría del Arzobispo
saliente.
El Cardenal Juan Luis Cipriani
ha tenido una de las cualidades que hoy son consideradas intolerables para
muchos: ha sido odiado
por todos los que odian a la Iglesia y amado por (casi) todos los que la aman. Yo no digo que todo lo haya hecho bien, pero
creo que cualquiera que conozca la historia reciente de Lima tendrá que admitir
que ha dejado la diócesis muchísimo mejor de lo que se la encontró.
Una de las cosas que peor han
llevado sus «adversarios» ha sido el hecho
de superar a todos en casi todos los
aspectos posibles. En el aspecto natural, el Card. Cipriani tiene una
inteligencia notable, una capacidad oratoria que destaca entre sus hermanos en
el episcopado, e incluso se destaca en el aspecto deportivo, dado que ha sido
jugador de la selección peruana de baloncesto (vale, ya sé que Perú no es una gran
potencia en ese deporte). En el plano espiritual, ha sido un hombre de fe,
piadoso, cuidadoso con la liturgia. Si uno quiere destacar los defectos, yo
diría que lo peor ha sido alguno de sus
nombramientos episcopales.
Cuando tuvo que intervenir en
la vida política lo supo hacer siempre
del lado correcto. Se puso al lado del Card. Vargas
Alzamora y el resto de la Conferencia Episcopal Peruana cuando
había que luchar contra la política de control de la natalidad realizada por el
gobierno de Alberto Fujumori, con la presión económica de la ONU y del USAID y
la logística de las agrupaciones feministas; pero se puso del lado de las
Fuerzas Armadas cuando combatieron eficazmente a los terroristas que asolaban
el país. Por cierto, esto último lo hizo mientras era obispo de Ayacucho, una
de las zonas más que más sufrió el azote comunista y la respuesta del ejército
y del pueblo, a veces excesiva. Mientras él estaba allí, su némesis (a eso
quisiera él llegar) Vargas Llosa huía a España para no tener que ensuciarse
mucho con la sangre de sus compatriotas, mientras enmierdaba (eso en Perú no se
puede decir, pero como escribo desde España…) a los que allí luchaban contra el
terror rojo.
En ese contexto aparece una de sus frases más polémicas,
aquella en la que presuntamente habría dicho que los derechos humanos eran una
cojudez (gilipollez). Esa frase es continuamente aireada por los enemigos del
Cardenal (que curiosamente lo son normalmente también de la vida y de la
Iglesia), como el novelista antes
mencionado. Pero, como muchas otras cosas de las que se dicen de
Cipriani, esta también es mentira. En realidad, la respuesta del Cardenal se
refería a la Coordinadora de Derechos Humanos, institución comunista bien
financiada (cuál no lo está) que se dedicaba a atacar a los que luchaban contra
los terroristas. Mientras se refería a la actividad de la Iglesia durante los
peores momentos de la guerra contra el terrorismo, declaraba: «durante ese trajín no he visto a los de la Coordinadora
de Derechos Humanos, esa cojudez…». Por allí tampoco se vio a Vargas
Llosa, ni a ninguno de los teólogos de la liberación (al menos no del lado del
fusil por donde salen las balas).
Su labor en Lima ha sido
impresionante. Se encontró con una
diócesis en un estado de descomposición avanzada y la ha dejado con una salud
eclesial muy aceptable. ¿Todo lo ha hecho
bien en Lima? Yo no diré tal cosa. Desde luego hay muchas cosas que
pueden no parecernos bien, o que podrían haberse hecho de otra manera. Pero
para poder valorar su obra hay que entender que cuando él llegó Lima era una
diócesis mastodóntica e ingobernable, tanto que tuvo que ser dividida en cuatro
diócesis, creándose tres nuevas.
En Lima ha velado lo mejor que
ha podido porque se cuide la fe católica y la disciplina eclesiástica. No le ha temblado el pulso cuando ha tenido
que sancionar a algún sacerdote que ha atacado la fe de los fieles. Los
que tratamos de defender la fe católica estamos enormemente agradecidos por
ello, y sólo por esto ya lo recordaremos como un gran arzobispo. Se ha pronunciado con claridad meridiana a
favor de la vida y en contra del aborto, la ideología de género. Ha hablado
contra la corrupción política y de las instituciones, contra la exclusión de
los católicos de la vida pública, contra el auge de las ideologías
contemporáneas. Un detalle que a algunos nos parece muy importante:
estableció que en la Archidiócesis de Lima la forma ordinaria de comulgar era
de rodillas y en la boca.
LA CATÓLICA
Uno de los conflictos más
graves al que se ha tenido que enfrentar es el de la Pontificia Universidad
Católica del Perú (PUCP). Este tema cobra especial relevancia porque su sucesor
es un sacerdote limeño profesor de dicha universidad.
No voy a extenderme en
detalles, porque los lectores podrán encontrar abundancia de los mismos en
internet. Sólo destacar una cosa y una experiencia personal. La PUCP es uno de los muchos
tentáculos con los que la iglesia alemana tiene atenazados a los países
católicos humildes. Forma
parte de un bloque conjunto para extender la teología de la liberación como
herramienta de deconstrucción de la Iglesia en América. En el plan que
existe para reconfigurar la Iglesia a imagen y semejanza de la deformación
luterana (aceptación de la anticoncepción, divorcio, abolición del celibato,
sacerdocio femenino, matrimonio homosexual…), un elemento necesario es la
crisis de la Iglesia que en Europa ha venido como consecuencia de la
indigestión eclesial del mayo del 68, pero que en América debe ser
prefabricada. En la PUCP no hay clases de teología católica, pero sí hay talleres de masturbación
femenina y un plan de reforma «trans».
¡Ah! y por supuesto son muy cuidadosos con el lenguaje inclusivo.
Mi experiencia personal es
que, a pesar de vivir seis años en Lima, no había podido visitar la PUCP hasta
el verano pasado. Mientras participaba en un congreso sobre «Evangelización en Hispanoamérica» en la Universidad
Mayor de San Marcos, visité con el comité organizador del congreso la PUCP con
intención de pasar a la librería. Para poder entrar tuve que pasar un control
exhaustivo en el que tuve que dejar el pasaporte, y me dio la impresión de que
me dejaban entrar por lástima. Es normal que la Universidad tenga controles tan
estrictos, porque dentro es como un
oasis de lujos y confort, que sólo debe estar al alcance de los que paguen las
altísimas mensualidades que cobran a sus alumnos. Lo de la Iglesia pobre
para los pobres debe ser un eslogan que no se aplica a los profesores de la
PUCP que, como el futuro arzobispo limeño, reciben sueldos de más de 5.000 $.
Y ojo, hay muchos profesores
excelentes en la PUCP, algunos de ellos amigos míos y buenos católicos, que
sobreviven a duras penas tratando de mantener como pueden la identidad católica
de «La Católica». Creo que muchos de ellos
estarán también sorprendidos por la inesperada promoción de su compañero a
sucesor de Santo Toribio.
LA SUCESIÓN
No creo que desvele ningún
secreto, ni diga nada que no sepa ya todo el mundo, si afirmo que ésta no era
la sucesión que Cipriani hubiera deseado y que su voluntad era haber
permanecido aún algún tiempo al frente de la Archidiócesis. Al principio él
pensó que sería posible, sobre todo después del enorme éxito de la visita del
Papa a Perú, con la que se lavó la pésima imagen que había quedado de otros
viajes a países hispanoamericanos. Sin embargo, han podido más otros factores,
entre los que pueden contarse la presión de los distintos grupos eclesiásticos
de poder y el peso de una difícil relación personal.
La actitud de Cipriani ante
todo esto no ha podido ser más ejemplar. Desde hace meses, aunque se sabía que
él ya sabía quién sería su sucesor (posiblemente se lo dijeran como una forma
de amargarle más sus últimos momentos en su querida Lima), nunca dejó entrever una crítica o un
desprecio. Más al contrario, me
consta que insistió ante sus sacerdotes en que debían ser fieles al nuevo
Arzobispo y al Papa.
La última muestra de quién es
Cipriani puede verse en la conferencia de prensa que se organizó para presentar
al que será el nuevo Arzobispo. Después de reiterar los puntos sobre los que ha
librado su feroz batalla, se dedicó a escuchar con una paciencia sobrenatural
al nuncio de Su Santidad y a su sucesor. Una vez escuché decir al P. Mendizábal
(que en gloria está) que a una persona que haya pasado toda su vida sonriendo
habría que canonizarla de inmediato. Yo creo que en las circunstancias de
Cipriani podemos excusarle la sonrisa y conformarnos con su heroica paciencia,
y canjearle toda esa vida por esta hora de paciencia.
Francisco José
Delgado
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