Conferencia
pronunciada por el profesor Roberto de Mattei en Pittsburg el 3 de noviembre de
2018
Nota
de The Remnant: Aprovechando el
contundente llamamiento a los obispos de todo el mundo que hemos
publicado AQUÍ, no hemos querido dejar pasar la oportunidad de dar a
conocer a los lectores de The Remnant el pensamiento y la labor del profesor De
Mattei. Reproducimos seguidamente la transcripción del discurso de apertura de
la Catholic Identity Conference que tuvo lugar del 2 al 4 del pasado mes
de noviembre junto a Pittsburgh (Pennsylvania). Agradecemos de corazón a don
Roberto de Mattei que nos haya concedido su autorización para reproducir su
discurso. Todas las ponencias de dicha conferencia [en inglés] estarán
disponibles durante un mes más mediante suscripción a través de este enlace. MJM
UNA
SOMBRA AVANZA ENTRE LAS RUINAS
Tenemos ante la vista un panorama de ruinas: ruinas
morales, políticas, económicas; ruina de la Iglesia, ruina de toda la sociedad.
En medio de este panorama, una sombra silenciosa
avanza como un fantasma: Josef Ratzinger, que tras
renunciar al pontificado ha deseado conservar el título de papa emérito y el
nombre de Benedicto XVI.
Creo que la abdicación de Benedicto el 28 de
febrero de 2013 será recordada en la historia como un acto todavía más
desastroso que el pontificado de Francisco, al cual dicha abdicación abrió la
puerta.
Sin duda alguna, el pontificado de Francisco supone
un gran salto adelante en el proceso de autodemolición de la Iglesia posterior
al Concilio Vaticano II. Se trata, en todo caso, de una fase –la última– de
dicho proceso: podríamos decir que representa su fruto maduro.
La esencia del Concilio ha consistido en el triunfo
de la pastoral sobre la doctrina, en la transformación de la pastoral en
teología de la praxis, en la aplicación de la filosofía marxista de la praxis a
la vida de la Iglesia. Para los comunistas, el verdadero filósofo no es Carlos
Marx, teórico de la revolución, sino Lenin, que puso por obra dicha revolución,
llevando a la práctica la verdad del pensamiento de Marx. Para los neomodernistas,
el verdadero teólogo no es Karl Rahner, principal ideólogo de la revolución en
la Iglesia, sino el papa Francisco, que está llevando a cabo esa revolución,
traduciendo a la práctica pastoral el pensamiento rahneriano. No hay ruptura
alguna entre el Concilio y Francisco, sino continuidad histórica. El papa
Francisco es la puesta en práctica del Concilio.
La renuncia de Benedicto al pontificado supone una
fractura histórica, pero en otro sentido. Ha sido, ante todo, la primera
renuncia al pontificado en la historia que se ha hecho sin razones aparentes,
sin motivos válidos. Un acto gratuito, arbitrario, contradictorio por la manera
misma en que se ha realizado. La Iglesia se encuentra actualmente en una
situación de aparente diarquía y auténtica confusión en la que muchos dudan que
el que está sentado en la silla de San Pedro –Francisco– sea el verdadero
papa, y que el que no es papa –Benedicto– no sea papa. Esto supone una
novedad histórica sin precedentes. Y el responsable de ello es Benedicto.
Es más; el gesto de Benedicto tiene un alcance
simbólico que hay que entender en su sentido más profundo.
Hay gestos simbólicos que expresan el significado
metafísico de un hecho histórico. Un ejemplo de ello fue la humillación de
Canosa en enero de 1077. El papa San Gregorio VII se niega a recibir a Enrique
IV, teniéndolo durante tres días en la nieve ante el castillo de Canosa.
Mediante este gesto afirma la primacía del Papado sobre el poder político,
proclama la libertad de la Iglesia frente al mundo y obliga al mundo a plegarse
ante la Iglesia. Es un acto valeroso que honra a Dios y a la Iglesia.
El acto de renuncia de Benedicto XVI al pontificado
es algo más que una confesión de impotencia: es una
rendición. Un acto que expresa el espíritu claudicante del clero de
nuestro tiempo, cuyo mayor pecado no es la corrupción moral, sino la cobardía.
Lo digo con todo el respeto que merece la figura de Benedicto XVI y no sin
cierta compasión por este anciano al que la Providencia ha obligado a ver las
consecuencias históricas de su acto. Pero debemos tener el valor de decirlo si
no queremos ser cómplices de ese espíritu de claudicación y falta de confianza
en la ayuda sobrenatural de la Gracia, tan extendido por desgracia hoy entre
tantos católicos ante el avance del proceso revolucionario.
Toda alma tiene una vocación. Todo hombre tiene una
misión que cumplir. Y renunciar a cumplir la misión encomendada comporta una
grave responsabilidad. Renunciar a ser el Vicario de Cristo significa una
responsabilidad tremenda: es renunciar a desempeñar
la misión más alta que puede cumplir un hombre en este mundo: gobernar la
Iglesia de Cristo. Es la huida ante los lobos de quien, en su primera
homilía del 24 de abril de 2005 había dicho: «Rogad
por mí, para que, por miedo, no huya de los lobos».
Sin embargo, durante su pontificado Benedicto tuvo
un gesto de valentía: otorgar el motu propio Summorum
Pontificum del 7 de julio de 2007. Gracias a ese gesto se ha
multiplicado en el mundo el número de sacerdotes que celebran la Misa Tradicional,
y eso es algo que debemos agradecer a Benedicto XVI. Pero lo importante de
dicho motu proprio no es el aspecto de
facto, es decir el permiso que concede a todo sacerdote para
celebrar la Misa según el Rito Romano antiguo, sino el reconocimiento de iure de
que dicho Rito no había sido abrogado ni podría serlo jamás.
Con este acto, Benedicto se inclinó ante la
Tradición de la Iglesia, y reconoció que nadie, ni siquiera el Papa,
puede alterarla; y que todo el mundo, el Papa incluido, deben someterse a
ella.
Actualmente se libra una batalla campal entre dos
banderas, la de la Tradición y la de la Revolución. La primera, como recuerda
San Ignacio en su meditación sobre las dos banderas, la dirige Cristo, «sumo Capitán y Señor nuestro»; la segunda, es la
de «Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana
natura». La bandera de los que aman la Verdad del Evangelio,
reconociendo en Jesucristo al Rey del Cielo y de la Tierra, y la bandera de
quienes pretenden transformar a la Iglesia y construir una nueva religión basada
en sus propias opiniones.
«Nadie en su sano juicio –afirma San
Pío X en su encíclica E supremi apostolato– puede dudar de
cuál es la batalla que está librando la humanidad contra Dios. Se permite
ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder
del Creador; sin embargo, la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso
tanto más inminente es la derrota, cuanto con mayor osadía se alza el hombre
esperando el triunfo»[1].
Debemos tener confianza en la victoria, pero asimismo
debemos estar convencidos de que es imposible vencer sin combatir. Y la batalla
actualmente es, ante todo, el combate de la palabra, que rompe el silencio,
derrota la mentira, destruye la hipocresía, como ha hecho con su valiente
testimonio el arzobispo Carlo María Viganò.
LA
OPCIÓN BENEDICTINA
El pasado 11 de septiembre de 2018, en la Cámara de
los Diputados, se presentó el libro de Rod Dreher La opción benedictina[2]. Entre los
presentadores se encontraba monseñor Gänswein, Prefecto de la Casa Pontificia
de Benedicto XVI.
Dreher es un personaje ambiguo, porque se presenta
como católico, pero ha abandonado la Iglesia para adherirse a la religión
ortodoxa. Y el título de su libro es igualmente ambiguo, porque la opción
benedictina a la que se refiere no es la de San Benito, sino la de Benedicto
XVI. En entrevista concedida hace poco al periódico Il Giorlane, un periodista le dijo: «Algunos creen que opción benedictina significa opción
de Ratzinger». A lo que Dreher repuso: «Bueno,
me refiero a San Benito, pero es verdad que Benedicto XVI es el segundo
Benedicto de la opción benedictina. A lo largo de los años he aprendido mucho
de sus enseñanzas. En 1969, cuando era un simple sacerdote, Ratzinger dijo que
la Iglesia atravesaría una terrible crisis que le haría perder su poder, su
riqueza y su categoría social. Dijo que muchos caerían y sólo quedarían los
verdaderos creyentes. Pero esos verdaderos creyentes, que desean a Cristo más
que a ninguna otra cosa, constituirán una señal para un mundo solitario y
desesperado y serán semillas de renovación (…) una minoría creativa en
este mundo postcristiano. Procuro fomentarlo con la opción benedictina».[3]
Por su parte, monseñor Gänswein, elogió «la maravillosa inspiración del libro», que
supondría una confirmación del profetismo de Benedicto XVI. Considero que
entrre las semillas de renovación y el mundo postmoderno no puede haber
coexistencia pacífica, sino lucha, y he calificado de catacumbalista la
estrategia escapista de Dreher: la ilusión de salvarse con arcas de salvación, islas privilegiadas en las
que sobrevivir renunciando a combatir el mundo moderno.
La opción benedictina se muestra como un fruto del
rechazo al concepto combativo del cristianismo que se ha difundido a raíz del
Concilio. Hay que sustituir los muros por puentes, porque ya no
hay cosmovisiones contrapuestas, y las diversas confesiones religiosas
pueden unirse basadas en un sentimiento genérico de trascendencia. Esta
estrategia de huida del mundo moderno es muy distinta de la del verdadero San
Benito.
Los monjes benedictinos fueron conquistadores.
Dejaron el mundo para conquistarlo. Por eso Pío XII llamó a San Benito padre de
Europa, y afirmó que «mientras las hordas de
los bárbaros se extendían por las provincias, aquel que fue llamado el último
de los romanos, conciliando la romanidad y el Evangelio, trajo la ayuda
necesaria para unir los pueblos de Europa bajo el pabellón del auspicio de
Cristo y ordenar felizmente la sociedad cristiana. De hecho, desde el Mar del
Norte al Mediterráneo y del Atlántico al Báltico se extendieron legiones de
benedictinos que con la Cruz, los libros y el arado domesticaron a aquellos
pueblos rudos e incultos»[4].
La vocación de los monjes se complementó con la de
los caballeros. Monjes y caballeros construyeron la sociedad cristiana medieval.
La expresión más alta del Medievo fueron precisamente los monjes caballeros,
como los Templarios, cuya regla redactó San Bernardo de Claraval. Hoy en día
necesitamos hombres así, y sobre todo de ese espíritu. Por el contrario,
diríase que la idea de Dreher es, por el contrario, preparar a los católicos
para soportar con paciencia la persecución a la espera de tiempos mejores;
volver, en espíritu, a la época de las catacumbas porque no se vislumbra un
inminente triunfo de la Iglesia sobre el mundo moderno. Ahora bien, ¿realmente es así?
EL
CAMBIO CONSTANTINIANO Y EL REINADO SOCIAL DE CRISTO
Tal vez no se haya dado un momento más trágico en
la historia de la Iglesia desde los albores del siglo IV, un amanecer rojo de
sangre cuando la época de las persecuciones alcanzó su cenit bajo el imperio de
Diocleciano.
De un extremo a otro del Imperio Romano, a
excepción de la Britania gobernada por Constancio Cloro, los cristianos eran
desgarrados por las fieras, crucificados y decapitados. Había que extirpar el
cristianismo de sobre la faz de la Tierra. No se veía futuro para la Iglesia.
Los cristianos estaban indefensos; no tenían más que la fuerza de su fe y la
ayuda del Espíritu Santo que los fortalecía. ¿Quién
iba a suponer que la hora de la resurrección, sólo conocida por Dios, estaba
tan próxima? ¿Quién podía imaginar que la sangre de los mártires se
transformaría en la púrpura del imperio cristiano de Constantino? Y sin
embargo, eso fue lo que sucedió.
El 28 de octubre del año 312 la historia del
Imperio Romano y de la Iglesia toda dieron un vuelco. Constantino, un
joven caudillo que se disputa con Majencio el trono de Roma, tiene una
visión. Aparece en el cielo una cruz resplandeciente con la leyenda In ho Signo vinces: con
esta señal, en nombre de esta señal –la Cruz– vencerás. Y más tarde, según
relatan Eusebio y Lactancio, el Señor se le apareció en la noche a Constantino
y lo exhortó a inscribir esa Cruz en los lábaros de sus legiones. Bajo el signo
de la Cruz, Constantino se enfrentó a Majencio y en el Puente Milvio, a las
puertas de Roma, derrotó al ejército enemigo y ascendió al trono imperial. Esta
fecha supuso un giro radical en la historia que algunos han llamado cambio
constantiniano.
No hay historiador que niegue el alcance de este
acontecimiento. Significó el nacimiento, al cabo de tres siglos de
cristianismo, de la civilización cristiana. Una civilización que nació del
sacrificio del Calvario, de la gracia de Pentecostés y de la misión que confió
Jesucristo a sus discípulos: la de no limitarse a
convertir a las almas individuales, sino también los pueblos, las naciones, las
gentes. Pero esta Civilización, este triunfo de la Iglesia visible,
tiene su origen en una batalla en la que se enfrentaron cara a cara dos
ejércitos. Uno de ellos enarbola los símbolos del paganismo, mientras que el
otro combate en nombre de la Cruz de Cristo. Esta transformación obedece a una
victoria: la de Saxa Rubra, el 28 de octubre del
año 312. Fecha que alteró el curso de la historia.
Podemos afirmar que en toda la historia de la
humanidad no se ha producido una metamorfosis social más profunda, amplia y
vertiginosa que la determinada por la victoria del Puente Milvio. Una
transformación radical, porque el paganismo, o sea un concepto politeísta de la
religión que desde hacía milenios dominaba la humanidad, fue condenado
inexorablemente a muerte para que de sus ruina surgiese una nueva civilización,
fruto social del cristianismo.
Y fue también una transformación sin precedentes
históricos por la celeridad con que tuvo lugar. Los edictos de Diocleciano
habían ordenado la aniquilación total de los cristianos y todos sus símbolos de
culto, y a pesar de ello, diez años más tarde el paganismo había pasado a la
historia mientras el cristianismo afirmaba públicamente su vitalidad y su
fuerza en todo el Imperio Romano.
Esta transformación se obró gracias a una batalla
que puede considerarse la primera guerra santa de la era cristiana. Guerra
combatida por Cristo y en nombre de Cristo, y la promesa de victoria está
vinculada a este carácter cristiano de la guerra. El lema In hoc Signo vinces une
el símbolo de la Cruz a la victoria: ya no se trata
sólo de una victoria interior sobre las pasiones desordenadas y el pecado, sino
de una victoria histórica que confirma que el cristianismo ha recibido de
Cristo la misión de plantar la Cruz en el espacio público; de no contentarse
con conquistar las almas, sino igualmente la sociedad con sus instituciones y
costumbres, creando de ese modo la Cristiandad.
A partir del siglo IV la Iglesia se vuelve visible,
alza su bandera, que es el estandarte de la Cruz. Emprende una marcha triunfal
en la historia, y a partir de ese momento, el objetivo es el Reinado Social de
Cristo, que prefigura su reinado eterno en el Cielo. Ese reinado sólo se
actualizó parcialmente en la Edad Media. Todavía tiene que cumplirse su
realización en la historia, porque la Iglesia vive en la historia, y combate y
vence en la historia. El reinado social de Cristo supondrá una transformación
radical. El mal, aunque no desaparezca, dado que está destinado a acompañar la
historia de la Iglesia hasta los últimos tiempos del Anticristo, quedará
reducido a la situación en la que hoy se encuentra el bien: aislado y objeto de
acusaciones y anatemas.
En la encíclica Summi
Pontificatus[5] del 20 de octubre de 1939, en la que traza las
líneas directrices de su pontificado, Pío XII afirma que solamente el
reconocimiento de la realeza social de Cristo podría restituir al hombre al
grado de civilización que alcanzó la Europa cristiana medieval[6]. «El reconocimiento de los derechos de su regia potestad
[de Cristo] y el procurar la vuelta de los particulares y de toda la sociedad
humana a la ley de su verdad y de su amor, son los únicos medios que pueden
hacer volver a los hombres al camino de la salvación». El Papa dirige,
por tanto, su saludo paterno, su sentido agradecimiento y su confiada esperanza
a los «Grupos fervorosos de hombres y mujeres,
de jóvenes de ambos sexos» que «se
consagran con todo el ardor de su espíritu a las obras del apostolado,
para devolver a Cristo las masas populares, que, por desgracia, se habían
alejado de Él. (…) Ellos, que siguen con amor la bandera de Cristo Rey y le han
consagrado su persona, su vida y su obra, pueden apropiarse justamente las
palabras del salmista: “Yo consagro mis obras al Rey” (Sal 44,1); y no sólo con
la oración, sino también con las obras procuran realizar la venida del reino de
Dios».
El Reino de Cristo no puede ser otro que el de su
divina Madre María, porque, como recuerdan los teólogos, por ser Madre de Dios,
María ha sido asociada a la obra del Divino Redentor. La realeza de los dos se
apoya en un mismo cimiento aunque en Él y en Ella no se expresen de un modo
unívoco. «Cristo es Rey desde la eternidad, y
María se convirtió en Reina en el instante en que concibió al Hijo unigénito
del Padre. Cristo es Rey porque es Dios y hombre-Dios, María es Reina
porque es la Madre y está asociada a Él».[7]
La teofanía mariana de los dos últimos siglos,
desde la Rue du Bac a Lourdes y Fátima, da testimonio de la función que debe
ejercer Nuestra Señora en la instauración del Reino Social de Cristo, que es
también el reino social de María, el triunfo de la Iglesia sobre la Revolución
que la asalta.
UNA
IGLESIA LÍQUIDA EN UNA SOCIEDAD LÍQUIDA
Los modernistas rechazan el reinado social de
Cristo, acusando al cambio constantiniano de traición a los ideales evangélicos
y avenencia de los cristianos con el poder establecido. Esa mitología
anticonstantiana se desarrolla en el ala radical de la Reforma, entre anabaptistas
y teósofos, situados a la izquierda de Lutero. Veían en el vínculo
constantiniano entre Iglesia y Estado una unión sacrílega que debía ser
destruida y sustituida por el principio de la libertad religiosa, entendida
como el derecho a profesar toda religión que se considere verdadera.
Las ideas de los reformadores radicales se
establecieron con más firmeza en la Holanda del siglo XVII, desde donde
saltaron a Inglaterra y constituyeron uno de los pilares fundamentales de la
Masonería, que nació con las Instituciones de la Gran Logia de Inglaterra en 1717. La
Masonería preparó la Revolución Francesa, que tenía por objeto deshacer el
vínculo constantiniano entre el Trono y el Altar en nombre de los ideales
supremos de libertad, igualdad y fraternidad absolutas. En el siglo XIX, el
liberalismo negó la función pública de la Iglesia en la sociedad, y trató de
confinar la presencia cristiana a la estrecha libertad de conciencia de los
individuos, y mandarlo a las catacumbas. Estas tesis fueron objeto de reiteradas
condenas por el Magisterio pontificio, pero la mitología anticonstantiniana ha
penetrado en la Iglesia Católica por medio del modernismo.
El fin de la era constantiniana[8] fue
anunciado por uno de los padres de la Nouvelle
théologie, el dominico Marie-Dominique Chenu, en una célebre
conferencia que pronunció en 1961. Chenu pretendía emancipar la Iglesia de los
tres factores que consideraba decisivos en su transigencia con el poder: la
primacía del derecho romano, el logos grecorromano y el latín como lengua
litúrgica[9]. La Iglesia ya no debía plantearse el problema de evangelizar el
mundo, sino aceptar el desarrollo secularista rompiendo toda atadura con la
Tradición y renovar su doctrina mediante la praxis.
Los modernistas niegan el Reinado Social de Cristo
porque niegan la dimensión visible de la Iglesia. Quieren licuar la estructura
de la Iglesia, quieren una Iglesia líquida en una sociedad líquida, como un río
que fluye incesante. Según el P. Roger-Thomas Calmel, «la doctrina, los ritos y la vida interior se someten a
un proceso de licuefacción tan radical y perfeccionado que no permiten
distinguir entre católicos y no católicos. Al considerar superados el sí y el
no, lo concreto y lo definitivo, uno se pregunta qué impide a las religiones no
cristianas ser parte integral de la nueva iglesia universal continuamente
actualizada por las interpretaciones ecuménicas».[10]
Una Iglesia líquida pide católicos líquidos, sin
identidad, sin una misión que cumplir e incapaces de combatir, porque combatir
significa resistir, resistir a su vez significa permanecer, y permanecer
significa ser. No es otra la Tradición que el Ser que se contrapone al devenir
que fluye hacia el mar de la nada. La Tradición es aquello que es estable en el
continuo devenir de las cosas, lo inmutable en un mundo cambiante, y lo es
porque tiene en sí un reflejo de la eternidad.
El corazón de la Tradición está en el propio Dios,
el Ser por esencia, que es inmutable y eterno. En Él y sólo en Él, y en Aquella
que es reflejo perfecto de Él, la Santísima Virgen María, pueden los defensores
de la Fe y de la Tradición encontrar las fuerzas sobrenaturales que necesitan
para afrontar los tiempos de crisis que atravesamos.
La Revolución anticristiana que atraviesa la
historia detesta al Ser en todas sus expresiones y contrapone al Ser la
negación de lo que es en la realidad estable, permanente y objetivo, empezando
por la naturaleza humana, disuelta en la ideología de género.
Así pues, el horizonte ruinoso que tenemos por
delante es la expresión de ese proceso revolucionario, y fruto de una labor de
licuefacción de la sociedad y de la Iglesia elaborado por los agentes del caos,
por las sociedades de pensamiento que aspiran a crear de nuevo o destruir el
mundo. Este itinerario conduce, no obstante, a una inevitable derrota de la
Revolución.
Es más, la Revolución, como el mal, carece de
naturaleza propia, y sólo existe como privación y defecto del bien. «El ser del mal –explica Santo Tomás– consiste precisamente en ser la privación del bien».[11]
El mal, que es la privación del ser, puede propagarse como las tinieblas de la
noche que suceden a la luz del día. Pero las tinieblas no tienen en sí fuerzas
para derrotar definitivamente la luz, ya que también derivan su propia
existencia de la luz. Existe la luz infinita, que es Dios. «Dios es luz, y en Él no hay tiniebla alguna»,
dice San Juan (1Jn. 1,5). No existen las tinieblas absolutas, porque no puede
existir la nada radical. Nuestra existencia es la negación viva de la nada. El
mal avanza cuando retrocede el bien. El error sólo echa raíces donde se
extingue la verdad. La Revolución sólo triunfa cuando desiste la Tradición.
Todas las revoluciones de la historia se han producido cuando les ha faltado
verdadera oposición. Por eso, toda abdicación constituye una rendición y una
huida.
Ahora bien, si hay una dinámica del mal, también
hay una dinámica del bien. Un resto de luz, por pequeño que sea, no se puede
extinguir, y ese resto tiene en sí la fuerza incontenible del amanecer, es en
potencia el nuevo día soleado que surge. Y el drama del mal es éste: que no puede extinguir el último reducto de bien que
sobrevive; está destinado a ser derrotado por él. El mal no resiste el
más mínimo bien que sobrevive, porque en ese bien que resiste vislumbra su
derrota. El dinamismo del mal está destinado a hacerse pedazos estrellándose
contra lo que se mantiene, lo que queda de sólido en medio de la licuefacción
social. La última etapa del proceso autodisolución, que en la actualidad corroe
la roca sobre la que se funda la Iglesia, está destinado por tanto a presenciar
la muerte de la Revolución y el retoñar de un principio contrario de vida: un
itinerario obligado de restauración de la fe, la moral, la verdad y el orden
social que le corresponde. Y ese principio es la Contrarrevolución católica.
La filosofía social tiene algunas leyes que
conviene recordar. La oposición entre élites y populismo tan extendida en la
actualidad me parece engañosa. La historia jamás es dirigida por el pueblo,
sino siempre por minorías, que lo mismo pueden ser buenas que malas. En el
primer caso, es apropiado emplear el término positivo de élite, o si se
prefiere el clásico de aristocracia; en el segundo, es preferible hablar de
oligarquías o de conciliábulos del mal. Sea como sea, la historia siempre es
construida por minorías que luchan por establecer una obra, un ideal, por justo
o deformado que sea. La fuerza de esas minorías es proporcional a la fuerza de
sus pasiones, que pueden estar ordenadas al bien o ser desenfrenadas, pero
poseen una tremenda fuerza propulsora porque mueven las ideas, las ponen en
acto. La fuerza de un soldado es proporcional a la amplitud e intensidad de su
amor. Y no hay amor más elevado que el que se pueda albergar por la Iglesia y
la sociedad cristiana, el amor que impulsa la más noble de las empresas
históricas: la epopeya de las Cruzadas. En este
dramático momento de la historia tenemos necesidad de redescubrir el espíritu
perenne de las Cruzadas, no el de las catacumbas.
EL
ESPÍRITU DE CRUZADA
En sentido lato, las Cruzadas se pueden entender
como emprendimientos armados en defensa de la Fe y de la Civilización
cristianas. En este sentido, se cuentan entre las Cruzadas, por una parte, la
Reconquista española contra los moros y, por otra, en los siglos sucesivos, las
batallas de Lepanto, de Viena y de Budapest contra los turcos.
En un sentido más estricto, entendemos por el
nombre de Cruzadas las expediciones militares emprendidas por el Papado para la
liberación del Santo Sepulcro entre los siglos XI y XIII. En Tierra Santa, el
fin principal de las Cruzadas no fue jamás político ni económico, sino siempre
eminentemente religioso: la reconquista de los
Santos Lugares o, dependiendo del momento histórico, la conservación del reino
cristiano de Jerusalén, fruto de la primera Cruzada. El profesor
Jonathan Ridley-Smith, figura destacada en el estudio de las Cruzadas, en un
ensayo aparecido en 1979 con el título de Crusading
as an Act of Love, evoca la bula Quantum predecessores del
1º de diciembre de 1145, en la que el papa Eugenio III afirma que los que
habían respondido al llamamiento a la Primera Cruzada estaban «inflamados por el ardor de la caridad», y que es
la caridad, el amor de Dios, lo que suscita la profunda motivación para las
empresas importantes.[12]
No es de sorprender que las Cruzadas inflamaran el
corazón varonil de mujeres como Santa Teresita del Niño Jesús, que el año de su
muerte, el 4 de agosto, susurra a su superiora: «Ay,
madre mía, cómo me habría alegrado de vivir, por ejemplo, en tiempos de las
Cruzadas, combatiendo contra los adversarios de la Fe».[13]
Y el 2 de agosto, en el lecho de muerte, escribe
esta poesía: «Soldado de Cristo, dame tus armas.
Quiero aquí en la Tierra luchar, padecer, derramar la sangre y las lágrimas por
los pecadores. Sostenme el brazo. Defiéndeme. Que, siempre en guerra, quiero
tomar por asalto per loro el Reino de Dios. Porque el Señor no trajo a la
Tierra la paz, sino el fuego y la espada».
Y varios días después, el 9 de agosto, escribe: «No soy un soldado que ha combatido con armas terrenas, sino
con la espada del espíritu, que es la Palabra de Dios. Por eso la enfermedad no
ha podido conmigo, y ayer tarde sin ir más lejos he hecho uso de la espada con
una novicia: (…) Le he dicho que moriré empuñando las armas».
El camino de la infancia espiritual de Santa Teresa
del Niño Jesús no tiene nada de sentimental ni de pueril. Es el camino de la
lucha cristiana en la vida diaria con las armas de la oración, la penitencia,
la palabra y el ejemplo: una pequeña pero verdadera
cruzada.
Tras canonizar a Santa Teresita, Pío XI dirigió
estas palabras obispo de Bayeux, donde se alza el monasterio de Lisieux: «Diga y haga correr la voz de que la espiritualidad de la
Santita se ha presentado de una forma un tanto ñoña. Todo lo contrario: ¡cuán
varonil era! Santa Teresa del Niño Jesús, cuya doctrina predica en su totalidad
la renuncia, fue un gran hombre».
Santa Teresa del Niño Jesús vivió y murió empuñando
las armas, con el espíritu de un cruzado, pero asimismo espíritu de profunda
confianza y supremo abandono a la voluntad de la Divina Providencia. El camino
de Santa Teresita se opone acertadamente a la opción benedictina de Rod Dreher
y, podríamos añadir, de Benedicto XVI. Nos evoca la misión de las minorías que
han combatido a lo largo de la historia.
BALDUINO
EL REY LEPROSO
Nuestra evocación de las minorías combatientes no
es una exhortación a una lucha cruenta, sino a un espíritu combativo motivado
por la convicción de que la lucha es parte de la naturaleza humana y de que la
gracia divina ayuda a quien no abandona y deserta.
Necesitamos modelos, y entre tantos modelos como
nos presenta la historia, hay uno que me resulta más entrañable porque me
parece que se adapta mejor a nuestra situación.
Entre las figuras más destacadas de las Cruzadas,
hay una que la fea película de Ridley Scott no ha sabido comprender: la del joven monarca Balduino IV de Jerusalén, el rey
leproso. Subió al trono de Jerusalén con 13 años y falleció con tan sólo
24 en 1186. Su historia nos la cuenta un testigo directo, su preceptor y futuro
arzobispo Guillermo de Tiro.[14] Guillermo fue uno de los primeros en observar
los primeros síntomas de la dolencia que había infectado al jovencísimo
soberano, mientras lo veía jugar con otros muchachos. Durante el juego los
muchachos se hacían heridas en los brazos y las manos, pero Balduino parecía
insensible a las heridas. Eran los primeros síntomas de la lepra, mal que
comenzaba afectando el rostro y las extremidades para avanzar después
inexorable agarrotando los miembros y haciendo que más tarde se cayeran a
pedazos. La enfermedad prosiguió hasta manifestarse en toda su destructiva
realidad. Balduino, a pesar de su terrible dolencia, no renunció a gobernar, y
sobre todo no renunció a la lucha. Dirigía personalmente a las tropas en la
batalla; lo subían al caballo mientras sus condiciones de salud se lo
permitieron, y más tarde se hacía llevar al campo de batalla en una camilla. Le
faltaba todo lo que aparentemente necesita un soldado: fuerzas
físicas. En lo físico, era un hombre destruido, paralizado y doliente,
pero tenía el ánimo de un león.
La Divina Providencia premió su heroísmo en
numerosas ocasiones. El episodio más extraordinario fue la batalla de
Montgisard el 25 de noviembre de 1177. Baulduino IV tenía dieciséis años y
había salido de Jerusalén para acudir en defensa de la ciudad de Ascalón,
asediada por los musulmanes. Cuando los cruzados llegaron a las colinas
que había a la entrada de la ciudad, se presentó ante sus ojos un inmenso
ejército de 30.000 hombres capitaneados por el mismísimo Saladino, el temible
sultán de Siria y Egipto. Balduino no disponía de más de 500 caballeros y unos
pocos millares de soldados de infantería, pero no optó por la retirada. Su
reacción ha quedado inmortalizada en un cuadro célebre, La batalla de Ascalón, del pintor del
siglo XIX Larivière, que se conserva en el palacio de Versalles. El joven
soberano, corroído por la lepra, pidió al obispo de Jerusalén que le
llevase la reliquia de la Vera Cruz, y arrodillándose, oró largas horas
vertiendo lágrimas, tras lo cual, puesto en pie, ordenó atacar a vida o muerte
contra las superiores fuerzas enemigas.
Los cruzados cargaron con tal ímpetu que el
ejército del Sultán huyó a la desbandada desorientado y aterrorizado
dispersándose por la inmensa llanura. A duras penas se salvó Saladino a lomos
de un camello de carreras y perdiendo en la retirada el noventa por ciento de
sus tropas. Un cronista árabe narra en breves y amargas palabras la mayor de
las derrotas militares sufridas por el gran Saladino: «De
repente, aparecen los caballeros francos veloces como lobos y ladrando como
perros. Descendieron como relámpagos para luchar cuerpo a cuerpo, y los
hijos de Mahoma se replegaron».
«Ladrando como perros.» No olvidamos esta imagen. En la carga de los cruzados, en primera fila,
iban ochenta templarios, los monjes caballeros que habían hecho voto de morir
antes que retroceder en la batalla, y junto a ellos, treinta muertos en vida: los caballeros de la
Orden de San Lázaro, que con el rostro desfigurado por la lepra combatían desprovistos
de yelmo a fin de infundir terror a sus adversarios. Cientos de hombres así
valían por un ejército.
Cuentan los testigos que junto a los cruzados
luchaba San Jorge en persona y un ángel exterminador mientras la luz de la Vera
Cruz iluminaba el campo de batalla.
El joven Balduino IV estaba convencido de que la
victoria se debió a la intervención divina, y en acción de gracias mandó
construir en aquel lugar un monasterio benedictino dedicado a Santa Catalina de
Alejandría, cuya festividad se conmemoraba en aquella jornada, el 25 de
noviembre. No eran los tiempos de las catacumbas; eran tiempos en que los
cruzados levantaban monasterios y los monjes rezaban por la victoria de los que
combatían.
Nosotros somos también pocos hoy en día. Estamos
desprovistos de los medios materiales que proporcionan los poderes políticos,
económicos y mediáticos. Estamos cubiertos de heridas infligidas por nuestros
pecados. Se nos aísla y nos trata como a leprosos por nuestra fidelidad a la
Tradición. No obstante, si tenemos valor para resistir, para no retroceder,
para atacar al enemigo que avanza, como los perros ladradores de los que habla
el cronista medieval, la victoria será nuestra, porque nuestro amor a la
Iglesia y la Civilización Cristiana es más fuerte que la muerte. Y como dice el
Cantar de los Cantares, «no valen las muchas
aguas para apagar el amor ni los ríos pueden ahogarlo» (Cant.8, 6-7).
Por eso, no queremos volver a las catacumbas. Hoy
en día, el lábaro de Constantino, como los estandartes de las Cruzadas y de
Lepanto, no es el pabellón de una guerra armada, sino el símbolo de una actitud
espiritual. Es la disposición de ánimo de quien está convencido de que, como
dice San Pío X, «La civilización del mundo es
civilización cristiana: tanto es más verdadera, durable y fecunda en preciosos
frutos, cuanto es más genuinamente cristiana»[15]. Es el estado de ánimo
de quien tiene el convencimiento de que la civilización cristiana no es un
sueño que pasó a la historia, sino la solución a la crisis de un mundo en descomposición;
es el reinado de Jesús y de María en las almas y en la sociedad, que anunció
Nuestra Señora en Fátima y por el cual seguimos luchando cada día con confianza
y valentía.
(Traducido por Bruno de la
Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo
original)
[1] S. Pío X, Enc. E supremi apostolato ,
October 4, 1903.
[2] Rod Dreher, La opción benedictina: una
estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana, Ediciones
Encuentro, 2018
[3] http://www.ilgiornale.it/news/cronache/states-si-allontanano-papa-rod-dreher-svela-perch-1587804.html
[4] Pío
XII, Sermon Exultent hodie , September 18, 1947.
[5] Pío
XII, Enc. Summi pontificatus, October 20, 1939, AAS, 31(1939),
pp. 413-453.
[6] Ibid.,
pp. 421-424, 446.
[7] Brunero Gherardini, Sta la Regina alla tua
destra. Saggio storico-teologico sulla Regalità di Maria, Edizioni
Viverein, Roma 2002, p. 145.
[8] M. D. Chenu (1895-1990), La fin de l’ère
costantinienne, en Un Concile pour notre temps, Les Editions du
Cerf, Paris 1961, pp. 59-87
[9] M.D. Chenu, La fin de l’ère costantinienne,
cit., pp. 70-73.
[10] Roger T. Calmel o.p., Breve apologia della
chiesa di sempre, Editrice Ichtys, Albano Laziale 2007, pp. 10-11
[11] Summa
Theologiae, I, q. 14, a. 10, resp..
[12] Jonathan
Riley-Smith Crusading as an act of love,“History. The Journal of Historical Association”, vol. 65, n.
213 (febrero 1980), pp. 177-191.
[13] Santa Teresa del Niño Jesús, Obras
completas, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp.
1054-1055.
[14] Willemi
Tyrensis Archiepiscopi Chronicon, ed. R. B. C. Huygens. 2 vols. Corpus Christianorum Continuatio
Medievalis, vols. 38 y 38a. Turnholt: Brepols, 1986. Texto latino con
iintroducción y notas en francés.
[15] S. Pío X,, Encíclica Il fermo proposito, 11
de junio de 1905.
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