–Perú
tiene una geografía impresionante.
–Una geografía y una
historia, como núcleo central del Imperio inca y como Virreinato hispano
del Perú.
Sin la
Revelación divina, hecha a Israel y a la Iglesia, las civilizaciones y
religiones carentes de su luz, aunque alcanzaran a veces alturas notables,
nunca se vieron libres de terribles pozos negros. También esto ocurrió en el
Imperio inca.
–SACRIFICIOS HUMANOS
El inca Felipe Guamán Poma de Ayala
(1534-1617), en su minuciosa obra Nueva crónica
y buen gobierno, describe el
virreinato del Perú minuciosamente. Y cuando refiere el Calendario
cívico-religioso de los incas, hace ver que los sacrificios humanos se producían entre los incas –no precisa la época–
de forma ordinaria. Así, por ejemplo, en la fiesta Ynti Raymi de
junio (N. crónica 247), en la Chacra
Yapuy Quilla (mes de romper
tierras) de agosto (251) o en la Capac Ynti
Raymi (fiesta del señor Sol)
(259). El Inca supremo es quien ordenaba las normas de estos sacrificios (265,
273), y los tocricoc (corregidores) y
michoc incas (jueces) debían rendirle
cuentas de su fiel ejecución (271).
Otros autores estiman que los
incas en sus sacrificios religiosos ofrendaban normalmente víctimas
sustitutorias, como llamas. Garcilaso (1491-1536)
y el jesuita Blas Valera (1548-1598),
experto en quechua e historia del Perú, niegan que practicaran sacrificios
humanos.
Sin
embargo, como afirma la profesora actual Concepción Bravo Guerreira, investigadora de la América hispana, «numerosas informaciones, corroboradas por estudios
arqueológicos, nos permiten afirmar que, aun cuando no fue muy usual, esta práctica no fue ajena a las
manifestaciones religiosas de los incas. Las víctimas humanas [copacochas],
niños o adolescentes sin mácula ni defecto, eran sacrificadas con ocasión de
ceremonias importantes en honor de divinidades y huacas, y también para
propiciar buenas cosechas o ahuyentar desastres de pestes o sequías» (AV,
Cultura y religión 290; +271).
Recientemente la arqueología
del Perú ha realizado importantes hallazgos, como los conseguidos por Constanza
Cerutti o los descritos por William Sullivan (El
secreto de los incas). Un equipo de investigadores del Instituto Nacional de Cultura, en una
expedición dirigida por Héctor Walde, ha encontrado en una localidad del
litoral los restos de un sacrificio humano masivo. «Se
trata de los cuerpos de 200 pescadores que fueron inmolados en honor de Ni, el
dios de los mares. Los cadáveres se hallaban maniatados y se podía inferir que
sus verdugos les hicieron arrodillarse, cara al mar, antes de clavarles las
dagas en el corazón» («El Mundo» 16-X-2002).
–ANTROPOFAGIA
No es
posible en algunas cuestiones hacer afirmaciones generales acerca del imperio
inca, dada su enorme extensión y la relativa tolerancia que mantenía hacia los
cultos y costumbres de las tribus sujetas. Hay, sin embargo, «datos suficientes –escribe Salvador de Madariaga– para probar la
omnipresencia del canibalismo en las Indias antes de la conquista. Unas
veces limitado a ceremonias religiosas, otras veces revestido de religión para
cubrir usos más amplios, y otras franco y abierto, sin relación necesaria con
sacrificio alguno a los dioses, la costumbre de comer carne humana era general
en los naturales del Nuevo Mundo al llegar los españoles. Los mismos incas
que, si hemos de creer a Garcilaso, lucharon con denuedo contra la costumbre,
se la encontraron en casi todas las campañas emprendidas contra los pueblos
indios que rodeaban el imperio del Cuzco, y no consiguieron siempre arrancarla
de raíz aun después de haber conseguido imponer su autoridad sobre los nuevos
súbditos».
«Sabemos por uno
de los observadores más competentes e imparciales, además de indiófilo, de las
costumbres de los naturales, el jesuita Blas
Valera, que aún casi a fines del siglo XVI, “y habla de presente, entre
aquellas gentes se usa hoy de aquella inhumanidad, los que viven en los Antis
comen carne humana, son más fieros que tigres, no tienen dios ni ley, ni saben
qué cosa es virtud; tampoco tienen ídolos ni semejanza de ellos; si cautivan
alguno en la guerra, o de cualquier otra suerte, sabiendo que es hombre plebeyo
y bajo, lo hacen cuartos, y se los dan a sus amigos y criados para que se los
coman o vendan en la carnicería: pero si es hombre noble, se juntan los más
principales con sus mujeres e hijos, y como ministros del diablo, le desnudan,
y vivo le atan a un palo, y con cuchillo y navajas de pedernales le cortan a
pedazos, no desmembrándole, sino quitándole la carne de las partes donde hay
más cantidad de ella; de las pantorrillas, muslos, asentaderas y molledos de
los brazos, y con la sangre se rocían los varones, las mujeres e hijos, y entre
todos comen la carne muy aprisa, sin dejarla bien cocer ni asar, ni aun mascar;
trágansela a bocados, de manera que el pobre paciente se ve vivo comido de
otros y enterrado en sus vientres. Las mujeres, más crueles que los varones,
untan los pezones de sus pechos con la sangre del desdichado para que sus
hijuelos la mamen y beban en la leche.
“Todo esto hacen
en lugar de sacrificio con gran regocijo y alegría, hasta que el hombre acaba
de morir. Entonces acaban de comer sus carnes con todo lo de dentro; ya no por
vía de fiesta ni de deleite como hasta allí, sino por cosa de grandísima
deidad; porque de allí adelante las tienen con suma veneración, y así las comen
por cosa sagrada.
“Si al tiempo
que atormentaban al triste hizo alguna señal de sentimiento con el rostro o con
el cuerpo, o dio algún gemido o suspiro, hacen pedazos sus huesos después de
haberle comido las carnes, asadura y tripas, y con mucho menos precio los echan
en el campo o en el río; pero si en los tormentos se mostró fuerte, constante y
feroz, habiéndole comido las carnes con todo el interior, secan los huesos con
sus nervios al sol, los ponen en lo alto de cerros, los tienen y adoran por
dioses, y les ofrecen sacrificios”» (Auge y ocaso 384-385).
Escenas semejantes describe Cieza de León en 1537, como vistas por
él mismo en la zona de Cali y de Antioquia, al extremo norte del imperio
incaico (Crónica del Perú cps. 11-12, 19, 26, 28).
Por otra parte, en algunas
regiones del imperio inca la
antropofagia se hace necrofagia. Cuando Guamán refiere las ceremonias fúnebres propias de los Anti-Suyos,
escribe: «son indios de la montaña que comen carne
humana. Y así apenas deja el difunto que luego comienzan a comerlo que no le
dejan carne, sino todo hueso… Toman el hueso y lo llevan los indios y no lloran
las mujeres ni los hombres, y lo meten en un árbol que llaman uitica,
allí lo meten y lo tapan muy bien, y de allí nunca más lo ven en toda su vida
ni se acuerdan de ello» (N. crónica 292).
–FELICIDAD NEGATIVA DE LOS INCAS
El historiador Louis Baudin (1887-1964), al
considerar el estado de ánimo de los incas, habla de una «felicidad negativa. El imperio
realizaba lo que D’Argenson llamaba una “cáfila de hombres felices”. No
despreciemos demasiado este resultado.
No es poca cosa haber evitado los peores sufrimientos materiales: el del hambre
y el del frío. Rara vez el Perú conoció la carestía, a pesar de la pobreza de
su suelo, mientras que la Francia de 1694 y de 1709 sufría todavía crueles
hambres. No es poca cosa tampoco haber suprimido el crimen, y establecido, al
mismo tiempo que un orden perfecto, una seguridad absoluta» (El Imperio Socialista de los Incas 357-358). En efecto, los Incas imperiales,
eliminando totalmente la libertad cívica de sus súbditos, enmarcándoles en un
cuadro social y religioso totalitario, y sacándoles de la pereza y del hambre,
les dieron un cierto grado de paz y prosperidad.
Los mayores y primeros elogios de los Incas proceden de los mismos
cronistas españoles. Según el jesuita padre Acosta
(1540-1600) «hicieron estos Incas ventajas a todas
las otras naciones de América en policía y gobierno» (Hist. natural
VI,19). Y quienes conocieron su régimen concuerdan en que «mejor gobierno para los indios no le puede haber, ni más
acertado» (VI,12). Es cierto que «la mayor
riqueza de aquellos bárbaros reyes era ser sus esclavos todos sus vasallos, de
cuya trabajo gozaban a su contento. Y lo que pone admiración, servíase de
ellos por tal orden y por tal gobierno, que no se les hacía servidumbre, sino
vida muy dichosa» (VI,15). «Sin duda, era
grande la reverencia y afición que esta gente tenía a sus Incas» (VI,12).
Más antiguo y valioso es aún
el testimonio del soldado cronista Cieza
de León (1518-1560), que conoció el Perú en los años caóticos que siguieron
a su conquista. Dice así: «Como siempre los Incas
hiciesen buenas obras a los que estaban puestos en su señorío, sin consentir
que fuesen agraviados ni que les llevasen tributos demasiados», ayudando
también a las regiones más pobres, «con estas
buenas obras, y con que siempre el Señor a los principales daba mujeres y
preseas ricas, ganaron tanto las
gracias de todos que fueron de ellos amados en extremo grado, tanto que
yo me acuerdo por mis ojos haber visto a indios viejos, estando a vista del
Cuzco, mirar contra la ciudad y alzar un alarido grande, el cual se les
convertía en lágrimas salidas de tristeza contemplando el tiempo presente y
acordándose del pasado, donde en aquella ciudad por tantos años tuvieron
señores de sus naturales, que supieron atraerlos a su servicio y amistad de
otra manera que los españoles» (El
señorío de los Incas 13).
–UN GRAN IMPERIO CON PIES DE BARRO
Sin embargo, el totalitarismo
del imperio inca, ajeno al mundo circundante, flotando en una cierta
intemporalidad, se diría pensado para
durar indefinidamente. Por el contrario, era tremendamente vulnerable.
Aquel mundo hierático y compacto, alto y hermoso, mayor que media Europa, y con
un ejército perfectamente organizado, tan adiestrado en la defensa como en el
ataque, fue conquistado rápidamente por un capitán audaz, Francisco Pizarro,
con 170 soldados. Parece increíble.
Pero es explicable. Al decir
de Pedro Voltes (1926-2009), los españoles tomaron «los mandos del imperio inca como si fuesen los de una locomotora. En el Perú antiguo no se pensaba en otra cosa que en
obedecer, y preso y muerto Atahualpa, se siguió obedeciendo a quienquiera que
mandara, y así lo hizo el último obrero drogado por la coca, y lo hizo el
astrónomo, y lo hizo el cirujano que practicaba trepanaciones y el constructor
que levantaba las obras que hoy siguen pasmándonos con sus misterios técnicos
insolubles, como, por ejemplo, los que se entrañan en la edificación de
Machu-Picchu, en sus picachos de vértigo» (Cinco
siglos 68-69).
Analizando El imperio socialista de los Incas, Louis Baudin habla de un «imperio geométrico y frío, vida de uniformidad y
hastío», donde nada se ha dejado al azar o a la creatividad personal. «Ni ambición, ni deseo, ni gran alegría, ni gran pena, ni
espíritu de iniciativa, ni espíritu de previsión. La existencia transcurre
siguiendo el curso inmutable de las estaciones. Nada que temer, nada que
esperar; un camino exactamente trazado sin desviación posible, una rectitud de
espíritu impuesta sin deformación imaginable; una vida calma, monótona, incolora;
una vida apenas viviente. El indio se deja mecer por el ritmo de los trabajos y
de los días, y termina por acostumbrarse a esta somnolencia, por amar esta
nada. Su señor es un dios que le sobrepasa infinitamente, y su fin no es sino
evitar cualquier sanción» (164).
Esta ordenada masa de
hombres lentos, melancólicos y pasivos va a ceder casi sin resistencia ante el
impulso poderoso de un pequeño fermento
de hombres activos y turbulentos, que proceden del mundo cristiano de la
libertad. Recordemos cómo sucedió.
–DESCUBRIMIENTO DEL PERÚ
A comienzos del siglo XVI, el Perú fue para los hispanos una
región adivinada, ilusoria, llena de riquezas, buscada desde Panamá y desde el Río de la Plata. Partiendo de Panamá
en 1522, el alavés Pascual de Andagoya
(1495.1548) no logró costear sino una parte de la actual Colombia, consiguiendo
sólo vagas noticias del imperio de los incas (+Relaciones
y documentos).
A su regreso, Francisco Pizarro (1475-1541) oye estas referencias, y empieza a soñar en
la conquista del Incario. Extremeño de Trujillo, llegado a las Indias en
1502 en las naves de Ovando, era Pizarro hombre de muchas y variadas
experiencias indianas, adquiridas militando con Ojeda, Enciso, Balboa, Morales,
Pedrarias. Obtiene, pues, Pizarro licencia del gobernador Pedrarias, y se
asocia con Diego de Almagro y el
clérigo Hernando Luque para
formar una compañía descubridora.
Las primeras expediciones (1524-1525 y 1526-1528), escasas de conocimientos
geográficos, de hombres y de medios, consiguen sólo aproximarse al imperio de
los Incas y conocerlo mejor, pero pasan por calamidades durísimas, casi
insuperables, sufren graves pérdidas, y llegan a una situación límite, en la que
parece inevitable abandonar el intento.
Concretamente, en septiembre
de 1527, estando refugiados en la isla del Gallo, cuando decide Pizarro
jugarse el todo por el todo. Traza una
raya en la arena de la playa, y dice a sus compañeros: «por aquí se va a Panamá a ser
pobre; por allá, al Perú, a ser rico y a llevar la santa religión de Cristo, y ahora, escoja el que sea buen castellano lo que mejor
estuviere». Trece hombres, los Trece de
la Fama, se unen a su jefe. Esta expedición, la segunda, alcanza hasta
Tumbes, donde llegan a saber que hay en el Perú una guerra civil, en la que dos
hermanos se disputan el imperio de los incas. Regresados todos a Panamá, decide
Pizarro viajar a España, para intentar el asalto final con más autoridad y
medios.
El emperador Carlos I recibe con agrado las
noticias de Pizarro, que ha llegado con un grupo de indios y también con oro, y
en 1529 se establece la Capitulación
para la conquista del Perú. Pizarro coincide en la corte con el famoso
Hernán Cortés, otro extremeño, de Medellín, que le aconsejó según sus
experiencias de México. El ahora gobernador Pizarro recoge a sus hermanos
Hernando, Gonzalo y Francisco Martín de Alcántara, y vuelve a Panamá.
–CAÍDA DEL IMPERIO INCAICO
La expedición tercera, la de
la conquista, se inicia en enero de 1531. Pizarro, que tiene entonces unos 56
años, se hace a la mar en tres navíos, acompañado de tres frailes, entre ellos
fray Vicente Valverde, 180 soldados y 37 caballos. De Panamá llegan después
más refuerzos. Tras muchas penalidades, alcanzan Tumbes, donde queda una guarnición. Siguen adelante y fundan San Miguel, sitio donde permanecen
todavía cinco meses. Ahora sí están en las puertas de un imperio inca, que
estaba en grave crisis.
En efecto, Huayna Capac, tercero de los Incas
históricos, antes de morir en 1523, hace reconocer en el Cuzco como Huáscar Inca,
sucesor suyo, a su hijo Titu-Cusi-Huallpa,
hijo de reina (coya). Pero deja como
gobernador del norte, en la marca septentrional que estaba sostenida por sus
generales, a su hijo Atau-Huallpa,
nacido de una india quiteña (ñusta).
Atahualpa se alza en guerra contra su hermano y prevalece sobre él… Así están
las cosas en el Perú cuando en 1532 llega Pizarro con su hueste mínima. El Inca
usurpador recibe en ese tiempo, sin especial alarma, noticias de los
visitantes. El 24 de septiembre sale Pizarro con sus hombres a su encuentro,
hacia Cajamarca. El Inca duda entre eliminarlos sin más, o dejarles entrar
primero, recibir de ellos noticias y obsequios, y suprimirlos después. Aconsejado
por su corte, decide lo segundo.
Conocemos bien los detalles
del primer encuentro entre Atahualpa y
Pizarro, que se produjo en Cajamarca, pues tuvo cronistas, como Francisco de Xerez y Diego Trujillo, testigos presenciales.
El Inca, llevado en litera, se presentó en toda su majestad ante un grupo
deslucido de unos 170 barbudos. El padre Valverde, dominico, inició su discurso
religioso, y presentó al Inca su breviario, donde estaba escrita la verdad, pero Atahualpa
tiró el libro al suelo, despreciativo. Entonces Pizarro se armó rápidamente de
espada y adarga, «entró por medio de los indios, y con mucho ánimo, con solos
cuatro hombres que le pudieron seguir, allegó hasta la litera donde Atabalipa
estaba, y sin temor le echó mano del brazo, diciendo: “Santiago”.
Luego soltaron los tiros y tocaron las trompetas, y salió la gente de
pie y de caballo…
«En todo esto no
alzó indio armas contra español; porque fue tanto el espanto que tuvieron de
ver entrar al Gobernador entre ellos, y soltar de improviso la artillería y
entrar los caballos de tropel, como era cosa que nunca habían visto; con gran
turbación procuraban más huir por salvar las vidas que de hacer guerra» (Xerez, Verdadera relación
112).
De esta manera, después de
«poco más de media hora» de combate, el imperio formidable de los Incas, tras
un siglo de existencia, quedó sujeto a la Corona española. Era el 15 de
noviembre de 1532. Y como había sucedido en México, donde los aztecas creyeron al principio que los españoles eran
divinos (teúles), también en
el Perú, según afirma el padre Acosta, los incas, sobrecogidos ante el poder
nuevo de los españoles, «los llamaron Viracochas,
creyendo que era gente enviada por Dios, y así se introdujo este nombre hasta
el día de hoy, que llaman a los españoles viracochas» (Hist.
natural VI,22). Por otra parte, los jefes españoles –también a semejanza de
lo ocurrido doce años antes en México, con Moctezuma–, tratan cortésmente con
Atahualpa, «teniéndole suelto sin prisión, sino las
guardas que velaban» (Xerez 114).
En esta situación, Atahualpa
sigue ejerciendo cierta autoridad sobre el imperio. Rodeado de sus familiares
y siervos, manda que su hermano Huáscar sea asesinado. Y tres ejércitos incaicos,
en Quito, Cuzco y Jauja, reciben todavía órdenes suyas, en las que más de una
vez, como es natural, ordena la eliminación de los españoles…
El historiador Manuel Ballesteros Gaibrois
(1911-2002) hace notar que «los españoles estaban en verdad sitiados en
Cajamarca, y para ellos la situación era realmente de vida o muerte. Los últimamente
llegados [de Chile] con Almagro, abogaban por la rápida supresión del monarca
indio, aduciendo su traición», que no era tal, sino legítima defensa. «Cada parte tenía razones para actuar como actuaron,
pero el proceso carecía de legalidad, y sólo las poderosas razones de la guerra
y el espíritu de conservación llevaron a la ejecución de un reo que realmente
no lo era» (AA, Cultura y religión 117).
En la votación, 350 votos contra 50 deciden la muerte de Atahualpa, y Pizarro cede de mala gana.
La ejecución se produce el 24 de junio de 1533, y Carlos I, en carta de 1534,
le hace reproches a Pizarro con amargura, sobre todo porque el Inca no ha sido
muerto en guerra, sino en juicio: «La muerte de Atahualpa,
por ser señor, me ha desplacido especialmente siendo por justicia».
Durante unos años, Pizarro
consolida la conquista, domina la primera anarquía que se produce al venirse
abajo el orden imperial, vence las sublevaciones indias alentadas por otro
hijo de Huayna Capac, Manco Inca,
impulsa una primera organización mínima, manteniendo en lo posible las
estructuras incaicas ya existentes, y al norte del Cuzco, cerca del mar, funda Lima, en 1535, la que fue
llamada Ciudad de los Reyes, por haber sido fundada en el día de la Epifanía.
José María Iraburu, sacerdote
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