Presentación del libro de José Antonio
Ureta
Hablamos de un tema de enorme importancia, y me gustaría recalcarlo.
En
general, nos gusta hablar de aquello que constituye nuestra máxima
preocupación. Por naturaleza, una madre tiende a hablar de sus hijos, ya que
son el bien más querido para ella, y aunque no hable de ellos no deja de
tenerlos siempre presentes en sus pensamientos.
Hablan
quienes sólo hablan de la propia salud y no piensan en otra cosa. Me refiero a
la salud física, porque hoy en día nos hemos olvidado de que tenemos alma.
Hay
quienes sólo hablan de comida, porque a fin de cuentas, de lo que se come se
cría y la comida se convierte en el horizonte de los propios intereses.
Son éstos
los temas de conversación más habituales, aparte del fútbol, que es el medio
por el que ordinariamente los italianos (y no sólo ellos) se evaden de la
realidad.
De
política ya no se habla con tanta pasión como en otros tiempos, porque se ha
perdido el sentido del bien común.
Y poco o
nada es lo que se habla de la Iglesia y de sus problemas. En Italia, al hombre
de la calle no le gustan estos temas; lo aburren y a veces lo sacan de quicio,
porque vive inmerso en el ateísmo práctico.
Ya pasó
la época del ateísmo radical, del anticlericalismo rabioso. El ateísmo ha penetrado
en nuestro organismo y circula por nuestras venas de resultas de una labor de
secularización sistemática de la sociedad, propuesta y llevada a cabo por la
nueva izquierda gramsciana.
Por ese
motivo, felicito a los organizadores de esta conferencia, que confirma que
queda un resto de personas inmunes al secularismo que sigue muy activo. Con
nuestra presencia, manifestamos que espiritual y culturalmente estamos vivos,
que no nos ha sofocado el miasma tóxico de la secularización, y ello es motivo
de optimismo cara a nuestro futuro.
Un futuro que el libro de José Antonio Ureta, El cambio de paradigma del papa Francisco ¿Continuidad o
ruptura en la misión de la Iglesia?, contribuye a iluminar. Obra que aprecio
por dos razones fundamentales.
La
primera es que nos presenta un balance sintético, pero claro y preciso, de lo
que ha hecho el papa Francisco en los cinco años que lleva de pontificado.
Es un
cuadro inquietante que constituye, como plantea el autor, un cambio de
paradigma, es decir, una solución de continuidad en los usos, las costumbres,
las instituciones y el Magisterio de siempre de la Iglesia. Un cambio de
paradigma que tal vez no se haga patente en cada gesto y discurso de Francisco,
pero que se muestra irrefutable si se tienen en cuenta esos gestos y actos en
su conjunto, en el contexto de cinco años de pontificado.
Puede que
a algunos les haya bastado con un «buenas tardes» o un «¿quién soy para juzgar?» para intuir que algo no
marcha, pero la mayoría de los católicos ha aceptado al papa Francisco sin
hacerse mucho problema y rehúye todo debate sobre las consecuencias de su
pontificado. Este libro es importante ante todo para hacer ver la realidad a
quien no quiere ver, a quienes prefieren olvidar, a quienes desean
autoconvencerse de que todo sigue tan normal y en orden como siempre.
La
segunda razón que hace tan importante a este libro es que, si en los nueve
primeros capítulos nos presenta un exhaustivo balance del cambio de
paradigma, las últimas veinte páginas –el capítulo diez y la conclusión–, nos
proponen cómo debemos actuar en esta dramática situación. Ureta nos ofrece una
solución equilibrada.
Cuando
estamos sometidos a graves tensiones es difícil mantener el equilibrio. Y una
de las virtudes más necesarias en la crisis que vive actualmente la Iglesia es
el equilibrio. El equilibrio es necesario para mantenerse en pie. El que pierde
el equilibrio cae; quien está en pie, resiste. Y hoy en día es imposible
resistir sin mantenerse en equilibrio.
Se podría
decir que el equilibrio es, junto con la virtud de la paciencia, la virtud de
los fuertes. El equilibrio es una fortaleza prudente, o una prudencia fuerte.
Quién actúa de modo impaciente, desequilibrado o desordenado se aleja de la
verdad y de la paz interior, que es la tranquilidad en el orden.
Manifiesta
desequilibrio quien dice: «Prefiero
equivocarme con el Papa a tener razón sin él». Y también es señal de
desequilibrio afirmar: «Pues si el Papa está
engañado y me engaña, eso quiere decir que no es papa».
La
postura de José Antonio Ureta, que compartimos, es equilibrada porque se basa
en la fundamental distinción entre la Iglesia, que es santa e inmune a todo
error, y los hombres de la Iglesia, que pueden pecar y errar. La infalibilidad
sólo está reservada al Papa cuando enseña en unas condiciones determinadas, o
al Magisterio ordinario, cuando reitera con continuidad y coherencia las
verdades inmutables de la Iglesia.
En la
última entrevista que concedió a LifeSiteNews, el cardenal Müller dijo: «El
magisterio de los obispos y del Papa se subordina a la Palabras de Dios tal
como ésta se encuentra en las Escrituras y en la Tradición, y debe estar al
servicio de Dios. No es católico creer que el Papa es alguien que puede recibir
la Revelación directamente del Espíritu Santo y puede interpretarla a su gusto
mientras los fieles lo siguen sin decir palabra».
Si las
autoridades eclesiásticas enseñan el error, es lícito resistirlas, y el derecho
a la resistencia se convierte en un deber cuando está en juego el bien común.
Ése es el ejemplo que nos dio San Pablo (Gál.2,11)
No
siempre basta con resistir. Hay situaciones en que debemos manifestar nuestra
resistencia suspendiendo toda convivencia habitual con los malos pastores.
También en este caso es necesario el equilibrio. No hablamos de apartarse
jurídicamente de los malos pastores. Hablamos de una separación espiritual y
moral que pone en duda en el plano jurídico la legitimidad de quien gobierna la
Iglesia. José Antonio Ureta establece una comparación precisa con la
separación, reconocida por el Código de Derecho Canónico, en la que un hombre y
una mujer dejan de vivir juntos sin divorciarse ni declarar inválido su
matrimonio.
Si luego
las autoridades eclesiásticas aplicaran sanciones canónicas a quienes siguen
fieles a la Tradición, provocarían una división formal en la Iglesia. La
responsabilidad de la ruptura recaería en ese caso sobre las autoridades que
hacen uso ilegítimo de sus potestad, y no sobre quienes, respetando el derecho
canónico, se limitan a seguir fieles al bautismo que recibieron.
La
reacción a esas eventuales sanciones no debería ser afirmar: «Como me condenas, eso quiere decir que no eres el Papa»,
sino: «Aunque estas sanciones son
injustas e ilegítimas, hasta que se demuestre lo contrario sigues siendo el
Papa legítimo». Hasta que se demuestre lo contrario, significa que
aunque un pontífice puede perder su cargo por diversas razones, incluida la
herejía, esas razones deben ser irrefutables. La herejía, y también la
invalidez de una elección, debe ser manifiesta y notoria a toda la Iglesia,
porque la Iglesia es una sociedad visible y no una congregación invisible como
las sectas protestantes. Para que se pueda hablar de herejía notoria y
manifiesta, no basta con que el Papa profese o favorezca públicamente la
herejía. Es necesario que ésta sea percibida como tal por la opinión pública
católica. Que los obispos, y sobre todo los cardenales, que son los electores y
consejeros del Papa, constaten esa realidad y obren en consecuencia.
Mientras no lo hagan, debe considerarse que el Papa es legítimo.
Esto es
equilibrio. Pero es sólo una parte de un problema mucho más amplio que no puede
eludir esta pregunta de fondo: ¿cómo hemos llegado
a esta situación? ¿Cómo hemos llegado a la necesidad de tener que imaginar la
posibilidad de separarnos incluso del Pastor Supremo, que hoy por hoy es Jorge
Mario Bergoglio, el papa Francisco, primero con este nombre?
Permítanme
que en este aspecto vaya más allá del libro de José Antonio Ureta, pero estoy
convencido de ello, animado por el mismo espíritu.
No
podemos pensar que el fin del pontificado de Francisco significará el fin de la
autodemolición de la Iglesia.
En 2012, un año antes de su renuncia al pontificado, Benedicto XVI quiso
hacer coincidir el Año de la Fe con el cincuentenario de la apertura del
Concilio Vaticano II, con la esperanza de que los textos que nos legaron los
padres conciliares fueran «que sean conocidos y asimilados como textos
cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la
Iglesia». Esta tesis –la llamada hermenéutica de la continuidad– es
el hilo conductor de su pontificado desde su célebre discurso a la Curia Romana
del 22 de diciembre de 2005 hasta su último discurso, menos conocido pero no
por ello menos importante: el del 14 de febrero de 2013 al clero de Roma.
En estos
discursos, Benedicto XVI reconoce la vinculación entre la crisis actual de la
fe y el Concilio Vaticano II, pero sostiene que esa crisis no es culpa del
Concilio en sí, sino de una hermenéutica defectuosa, de una incorrecta
interpretación de los textos.
La
hermenéutica de la continuidad fue la brújula que guió los pontificados de Juan
Pablo II y Benedicto XVI durante nada menos que 35 años, entre 1978 y 2013.
Pero en esos 35 años, a pesar de los esfuerzos de ambos papas y de los obispos
que se movían en la misma linea, la hermenéutica de la continuidad no logró
detener el proceso de autodemolición de la Iglesia denunciado desde 1968,
cincuenta años antes, por Pablo VI. Y no consiguió detenerlo porque es
imposible detener un proceso histórico con un debate hermenéutico. Si en los
últimos cincuenta años no se han impuesto los partidarios de la hermenéutica de
la continuidad sino los de la discontinuidad, es porque los primeros se han
hecho la ilusión de que pueden limitar el debate al plano hermenéutico, a la
interpretación de los documentos, mientras que los segundos no han prestado
atención a los textos y han avanzado en el terreno de la praxis, en coherencia
con el espíritu del Concilio, que declaró la primacía de la pastoral, esto es,
de la praxis, sobre la doctrina. En esencia, el Concilio Vaticano II ha
supuesto el triunfo de la pastoral sobre la doctrina, la transformación de la
pastoral en teología de la praxis y la aplicación de la filosofía de la praxis
marxista en la vida de la Iglesia.
La
renuncia al pontificado de Benedicto XVI el 11 de febrero de 2013 supone, en mi
opinión, el fracaso de su tentativa de separar la praxis postconciliar del
Concilio Vaticano II aislando los textos de este de la historia: es el fracaso
de la hermenéutica de la continuidad.
El papa
Francisco personifica la tesis contraria a la de Ratzinger. A él no le
interesan el debate teológico ni el hermenéutico. Francisco representa el
Concilio en acción, el triunfo en su persona de la pastoral sobre la teología.
Entre el Concilio y el papa Francisco no habido por tanto ninguna ruptura, sino
continuidad histórica. Francisco es el fruto maduro del Concilio Vaticano II.
Sin duda
alguna, el pontificado de Francisco ha supuesto un cambio de paradigma, como
afirma acertadamente Ureta, pero en mi opinión el punto de inflexión de estos
cincuenta años no es el pontificado de Francisco sino la reacción que ha
suscitado este pontificado entre los católicos de todo el mundo. El pontificado
francisquista, precisamente por ser desastroso, ha puesto en evidencia que en
la Iglesia reina una crisis que de otro modo habría pasado desapercibida, y ha
provocado una reacción.
Esa
reacción se ha manifestado por medio de varias iniciativas: En 2015, una coalición de asociaciones de laicos recogió, bajo el título
de Súplica filial, 900.000
firmas de fieles que pedían una aclaración sobre los problemas planteados por
el Sínodo Extraordinario de la Familia. Esta súplica recibió la callada por
respuesta.
En 2016, cuatro cardenales presentaron al papa Francisco cinco dubia relativos
al capítulo 8 de la exhortación Amoris laetitia. Nuevamente, el silencio por toda respuesta.
En 2017,
40 intelectuales, número que más tarde ascendió a 250, dirigieron a Francisco
una corrección filial acusándolo de propagar errores y herejías en la Iglesia.
Y una vez más, la corrección cayó en oídos sordos.
Y en
2018, el arzobispo Carlo María Viganò ha dado a conocer la existencia de una
red de corrupción entre la jerarquía eclesiástica, poniendo en tela de juicio a
todos los responsables, empezando por el papa Francisco, cuya dimisión ha
pedido.
Este
documento también se ha estrellado contra el silencio.
Todas
estas iniciativas han tenido unas repercusiones tremendas. Y todas han recibido
el silencio por respuesta. Un silencio que confirma dramáticamente
la verdad de las acusaciones.
La Iglesia que escucha del papa Francisco los escucha a todos menos
a quienes son fieles a la integridad del Evangelio y al Magisterio perenne de
la Iglesia. Para hablar de sus opositores, Francisco emplea el mismo lenguaje
que Lenin al hablar de los suyos.
El pasado 3 de septiembre en Santa Marta comparó a sus críticos con una
jauría de perros salvajes. El escritor Marcello Veneziani lo comentó con estas
palabras en el diario Il tempo el 5 del mismo mes: «No, Santidad. Un papa no puede llamar perros salvajes al prójimo, y menos aún si se
trata de católicos, de cristianos, de creyentes. De perros califican
peyorativamente los islamistas a los infieles y los cristianos. Hasta los más
despiadados terroristas fueron llamados por los pontífices predecesores de
Francisco hombres de las Brigadas Rojas u hombres del ISIS. Nunca perros. No es digno de un
Santo Padre rebajarse a utilizar términos tan rencorosos».
No nos inquieta la calificación de perros. La
Sagrada Escritura llama perros mudos a los pastores que dejan de ladrar y se
duermen (Is. 56,11). Nos gloriamos de ser Domini
canes, perros del Señor, que
ladran en la noche para romper el silencio. San Gregorio Magno escribe en
su Regla pastoral que los malos pastores «por miedo a
perder el favor de los hombres no se atreven a decir libremente la verdad, y
huyen en cuanto aparece el lobo y se refugian en el silencio. El Señor los
reprende por medio del profeta diciendo: “Todos son
perros mudos que no pueden ladrar”» (Is. 56, 10).
Hoy en día los pastores mudos amenazan a los perros diciéndoles: «Al acusar a Francisco acusáis a los papas que lo
precedieron, porque las imputaciones que alegais contra él vienen de ellos». En
su último libro, El día del juicio, el vaticanista Andrea Tornielli no niega las
revelaciones de monseñor Viganò sobre la corrupción del cardenal Theodore
McCarrick y sobre la amplia difusión de la inmoralidad al interior de la
Iglesia, pero como su objetivo no es tanto refutar a Viganò como salvar a
Francisco, hace lo que el jugador de cartas que sube la apuesta ante una
dificultad: si el culpable es Francisco –afirma–, más responsables son sus
predecesores Benedicto XVI y Juan Pablo II, bajo cuyos pontificados se difundió
la corrupción.
No nos
molesta la acusación, y si llegara a probarse la responsabilidad de Juan Pablo
II y de Benedicto XVI en la decadencia moral y la difusión de errores en las
últimas décadas, no temeremos reconocerla, porque ante todo buscamos la verdad.
La
Iglesia no tiene miedo de la verdad, porque la Iglesia es la verdad. La Iglesia
es la verdad porque es divina y porque anuncia al mundo la verdad de su Cabeza
y Fundador, Jesucristo. Él mismo dijo: «Ego
sum via, veritas et vita» (Jn. 14,6). Por eso no nos asusta decir la
verdad sobre la honda crisis doctrinal y moral que atraviesa la Iglesia.
El amor a
la verdad nos impulsa a afirmar que es hipócrita limitar los escándalos a la
pedofilia, como harán los presidentes de las conferencias episcopales que se
reunirán en Roma con Francisco el próximo 21 de febrero, sin prestar atención a
la plaga de homosexualidad, que no sólo es un vicio contra natura, sino incluso
una estructura de poder dentro de la Iglesia. Y también es hipócrita limitarse
a denunciar los escándalos morales sin remontarse a sus raíces doctrinales, que
están en los años del Concilio y el postconcilio.
Si cinco
años de pontificado de Francisco pueden calificarse de calamitosos, ¿cómo vamos a negarnos el derecho a calificar de
catástrofe el proceso de autodemolición de la Iglesia que está llegando a sus
últimas consecuencias?
Ha
llegado el momento de la verdad. Y la verdad que se hace patente a nuestros
ojos es el fracaso de un proyecto pastoral que no sólo es del papa Francisco
sino del Concilio Vaticano II. Aquel concilio anunció una gran reforma pastoral
para purificar la Iglesia, pero todo lo contrario: ha
resultado en una corrupción de la fe y la moral sin precedentes en la historia,
porque ha llegado hasta el punto de no sólo entronizar la homosexualidad entre
las más altas jerarquías eclesiásticas, sino de permitir que se defienda y
teorice públicamente.
El
balance de cinco años de pontificado de Francisco es también el fracaso de un
cambio de paradigma que es a su vez el fracaso de un proyecto pastoral.
Las muletillas preferidas del papa Francisco son las palabras sinodalidad y periferias. La
sinodalidad supone el trasvase de la autoridad desde la cúpula a la base: una
revolución que desverticaliza la Iglesia. Por su parte, las periferias
representan una revolución horizontal que descentraliza y desterritorializa la
Iglesia. Ahora bien, en las últimas semanas la Santa Sede ha negado la primacía
de la sinodalidad y de las periferias al intervenir enérgicamente para
impedir a los obispos estadounidenses que publiquen orientaciones transparentes
sobre el tema de los abusos sexuales. Esta intervención supone igualmente una
traición a la limpieza de la Iglesia en nombre de la cual Francisco había
pedido a los cardenales estadounidenses que lo votasen.
Es más
que nada en Estados Unidos donde se alza más fuerte en la actualidad la voz de
la fidelidad a la ley del Evangelio. El pontificado de Francisco está en
discontinuidad con la Tradición de la Iglesia, que aunque acusada de
fariseísmo, de inmovilidad y de legalismo no ha sofocado la llama de la
Tradición en la Iglesia. Al contrario, nunca como en los últimos cinco años se
ha visto revivir a la Tradición entre los jóvenes y los no tan jóvenes, en los
laicos y en el clero, que en el centro y en las periferias, en seminarios y en
blogs, redescubren cada día la verdad perenne de la Fe y de los ritos
tradicionales de la Iglesia y están dispuestos a defenderlos con la ayuda de
Dios.
Hoy
comienza la novena a la Inmaculada Concepción, que nos introduce en una de las fiestas
más hermosas de la liturgia católica. A los pies de la Virgen, nosotros, hijos
de Eva heridos por el pecado original, proclamamos con inmensa confianza en
María: Tota pulchra es María et non est in te
macula.
Del mismo
modo nosotros, miembros de una Iglesia enferma en su parte humana, desfigurada
por errores y pecados de los hombres que la gobiernan, pero inmaculada en su
esencia, proclamamos: Tota pulchra es Ecclesia et non est in te macula. La Iglesia es
hermosísima y no hay en ella mancha, pecado ni error alguno. La Santa Iglesia
Romana, una, santa, católica y apostólica, es nuestra Madre y sigue
nutriéndonos con sus sacramentos y protegiéndonos con el escudo de su doctrina
mientras, con la ayuda de Dios, nos esforzamos por defenderla de todos los enemigos
externos e internos que la acechan. El Corazón Inmaculado de María triunfará.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
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