sábado, 8 de diciembre de 2018

EL CAMBIO DE PARADIGMA DEL PAPA FRANCISCO. ¿CONTINUIDAD O RUPTURA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA?


Presentación del libro de José Antonio Ureta

Hablamos de un tema de enorme importancia, y me gustaría recalcarlo.
En general, nos gusta hablar de aquello que constituye nuestra máxima preocupación. Por naturaleza, una madre tiende a hablar de sus hijos, ya que son el bien más querido para ella, y aunque no hable de ellos no deja de tenerlos siempre presentes en sus pensamientos.
Hablan quienes sólo hablan de la propia salud y no piensan en otra cosa. Me refiero a la salud física, porque hoy en día nos hemos olvidado de que tenemos alma.
Hay quienes sólo hablan de comida, porque a fin de cuentas, de lo que se come se cría y la comida se convierte en el horizonte de los propios intereses.
Son éstos los temas de conversación más habituales, aparte del fútbol, que es el medio por el que ordinariamente los italianos (y no sólo ellos) se evaden de la realidad.
De política ya no se habla con tanta pasión como en otros tiempos, porque se ha perdido el sentido del bien común.
Y poco o nada es lo que se habla de la Iglesia y de sus problemas. En Italia, al hombre de la calle no le gustan estos temas; lo aburren y a veces lo sacan de quicio, porque vive inmerso en el ateísmo práctico.
Ya pasó la época del ateísmo radical, del anticlericalismo rabioso. El ateísmo ha penetrado en nuestro organismo y circula por nuestras venas de resultas de una labor de secularización sistemática de la sociedad, propuesta y llevada a cabo por la nueva izquierda gramsciana.
Por ese motivo, felicito a los organizadores de esta conferencia, que confirma que queda un resto de personas inmunes al secularismo que sigue muy activo. Con nuestra presencia, manifestamos que espiritual y culturalmente estamos vivos, que no nos ha sofocado el miasma tóxico de la secularización, y ello es motivo de optimismo cara a nuestro futuro.
Un futuro que el libro de José Antonio Ureta, El cambio de paradigma del papa Francisco ¿Continuidad o ruptura en la misión de la Iglesia?, contribuye a iluminar. Obra que aprecio por dos razones fundamentales.

La primera es que nos presenta un balance sintético, pero claro y preciso, de lo que ha hecho el papa Francisco en los cinco años que lleva de pontificado.
Es un cuadro inquietante que constituye, como plantea el autor, un cambio de paradigma, es decir, una solución de continuidad en los usos, las costumbres, las instituciones y el Magisterio de siempre de la Iglesia. Un cambio de paradigma que tal vez no se haga patente en cada gesto y discurso de Francisco, pero que se muestra irrefutable si se tienen en cuenta esos gestos y actos en su conjunto, en el contexto de cinco años de pontificado.
Puede que a algunos les haya bastado con un «buenas tardes» o un «¿quién soy para juzgar?» para intuir que algo no marcha, pero la mayoría de los católicos ha aceptado al papa Francisco sin hacerse mucho problema y rehúye todo debate sobre las consecuencias de su pontificado. Este libro es importante ante todo para hacer ver la realidad a quien no quiere ver, a quienes prefieren olvidar, a quienes desean autoconvencerse de que todo sigue tan normal y en orden como siempre.
La segunda razón que hace tan importante a este libro es que, si en los nueve primeros capítulos nos presenta un exhaustivo balance del cambio de paradigma, las últimas veinte páginas –el capítulo diez y la conclusión–, nos proponen cómo debemos actuar en esta dramática situación. Ureta nos ofrece una solución equilibrada.
Cuando estamos sometidos a graves tensiones es difícil mantener el equilibrio. Y una de las virtudes más necesarias en la crisis que vive actualmente la Iglesia es el equilibrio. El equilibrio es necesario para mantenerse en pie. El que pierde el equilibrio cae; quien está en pie, resiste. Y hoy en día es imposible resistir sin mantenerse en equilibrio.
Se podría decir que el equilibrio es, junto con la virtud de la paciencia, la virtud de los fuertes. El equilibrio es una fortaleza prudente, o una prudencia fuerte. Quién actúa de modo impaciente, desequilibrado o desordenado se aleja de la verdad y de la paz interior, que es la tranquilidad en el orden.
Manifiesta desequilibrio quien dice: «Prefiero equivocarme con el Papa a tener razón sin él». Y también es señal de desequilibrio afirmar: «Pues si el Papa está engañado y me engaña, eso quiere decir que no es papa».
La postura de José Antonio Ureta, que compartimos, es equilibrada porque se basa en la fundamental distinción entre la Iglesia, que es santa e inmune a todo error, y los hombres de la Iglesia, que pueden pecar y errar. La infalibilidad sólo está reservada al Papa cuando enseña en unas condiciones determinadas, o al Magisterio ordinario, cuando reitera con continuidad y coherencia las verdades inmutables de la Iglesia.
En la última entrevista que concedió a LifeSiteNews, el cardenal Müller dijo: «El magisterio de los obispos y del Papa se subordina a la Palabras de Dios tal como ésta se encuentra en las Escrituras y en la Tradición, y debe estar al servicio de Dios. No es católico creer que el Papa es alguien que puede recibir la Revelación directamente del Espíritu Santo y puede interpretarla a su gusto mientras los fieles lo siguen sin decir palabra».
Si las autoridades eclesiásticas enseñan el error, es lícito resistirlas, y el derecho a la resistencia se convierte en un deber cuando está en juego el bien común. Ése es el ejemplo que nos dio San Pablo (Gál.2,11)
No siempre basta con resistir. Hay situaciones en que debemos manifestar nuestra resistencia suspendiendo toda convivencia habitual con los malos pastores. También en este caso es necesario el equilibrio. No hablamos de apartarse jurídicamente de los malos pastores. Hablamos de una separación espiritual y moral que pone en duda en el plano jurídico la legitimidad de quien gobierna la Iglesia. José Antonio Ureta establece una comparación precisa con la separación, reconocida por el Código de Derecho Canónico, en la que un hombre y una mujer dejan de vivir juntos sin divorciarse ni declarar inválido su matrimonio.
Si luego las autoridades eclesiásticas aplicaran sanciones canónicas a quienes siguen fieles a la Tradición, provocarían una división formal en la Iglesia. La responsabilidad de la ruptura recaería en ese caso sobre las autoridades que hacen uso ilegítimo de sus potestad, y no sobre quienes, respetando el derecho canónico, se limitan a seguir fieles al bautismo que recibieron.
La reacción a esas eventuales sanciones no debería ser afirmar: «Como me condenas, eso quiere decir que no eres el Papa», sino: «Aunque estas sanciones son injustas e ilegítimas, hasta que se demuestre lo contrario sigues siendo el Papa legítimo». Hasta que se demuestre lo contrario, significa que aunque un pontífice puede perder su cargo por diversas razones, incluida la herejía, esas razones deben ser irrefutables. La herejía, y también la invalidez de una elección, debe ser manifiesta y notoria a toda la Iglesia, porque la Iglesia es una sociedad visible y no una congregación invisible como las sectas protestantes. Para que se pueda hablar de herejía notoria y manifiesta, no basta con que el Papa profese o favorezca públicamente la herejía. Es necesario que ésta sea percibida como tal por la opinión pública católica. Que los obispos, y sobre todo los cardenales, que son los electores y consejeros del Papa, constaten esa realidad y  obren  en consecuencia. Mientras no lo hagan, debe considerarse que el Papa es legítimo.
Esto es equilibrio. Pero es sólo una parte de un problema mucho más amplio que no puede eludir esta pregunta de fondo: ¿cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo hemos llegado a la necesidad de tener que imaginar la posibilidad de separarnos incluso del Pastor Supremo, que hoy por hoy es Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, primero con este nombre?
Permítanme que en este aspecto vaya más allá del libro de José Antonio Ureta, pero estoy convencido de ello, animado por el mismo espíritu.
No podemos pensar que el fin del pontificado de Francisco significará el fin de la autodemolición de la Iglesia.
En 2012, un año antes de su renuncia al pontificado, Benedicto XVI quiso hacer coincidir el Año de la Fe con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II, con la esperanza de que los textos que nos legaron los padres conciliares fueran «que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia». Esta tesis –la llamada hermenéutica de la continuidad es el hilo conductor de su pontificado desde su célebre discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005 hasta su último discurso, menos conocido pero no por ello menos importante: el del 14 de febrero de 2013 al clero de Roma.

En estos discursos, Benedicto XVI reconoce la vinculación entre la crisis actual de la fe y el Concilio Vaticano II, pero sostiene que esa crisis no es culpa del Concilio en sí, sino de una hermenéutica defectuosa, de una incorrecta interpretación de los textos.
La hermenéutica de la continuidad fue la brújula que guió los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI durante nada menos que 35 años, entre 1978 y 2013. Pero en esos 35 años, a pesar de los esfuerzos de ambos papas y de los obispos que se movían en la misma linea, la hermenéutica de la continuidad no logró detener el proceso de autodemolición de la Iglesia denunciado desde 1968, cincuenta años antes, por Pablo VI. Y no consiguió detenerlo porque es imposible detener un proceso histórico con un debate hermenéutico. Si en los últimos cincuenta años no se han impuesto los partidarios de la hermenéutica de la continuidad sino los de la discontinuidad, es porque los primeros se han hecho la ilusión de que pueden limitar el debate al plano hermenéutico, a la interpretación de los documentos, mientras que los segundos no han prestado atención a los textos y han avanzado en el terreno de la praxis, en coherencia con el espíritu del Concilio, que declaró la primacía de la pastoral, esto es, de la praxis, sobre la doctrina. En esencia, el Concilio Vaticano II ha supuesto el triunfo de la pastoral sobre la doctrina, la transformación de la pastoral en teología de la praxis y la aplicación de la filosofía de la praxis marxista en la vida de la Iglesia.
La renuncia al pontificado de Benedicto XVI el 11 de febrero de 2013 supone, en mi opinión, el fracaso de su tentativa de separar la praxis postconciliar del Concilio Vaticano II aislando los textos de este de la historia: es el fracaso de la hermenéutica de la continuidad.
El papa Francisco personifica la tesis contraria a la de Ratzinger. A él no le interesan el debate teológico ni el hermenéutico. Francisco representa el Concilio en acción, el triunfo en su persona de la pastoral sobre la teología. Entre el Concilio y el papa Francisco no habido por tanto ninguna ruptura, sino continuidad histórica. Francisco es el fruto maduro del Concilio Vaticano II.
Sin duda alguna, el pontificado de Francisco ha supuesto un cambio de paradigma, como afirma acertadamente Ureta, pero en mi opinión el punto de inflexión de estos cincuenta años no es el pontificado de Francisco sino la reacción que ha suscitado este pontificado entre los católicos de todo el mundo. El pontificado francisquista, precisamente por ser desastroso, ha puesto en evidencia que en la Iglesia reina una crisis que de otro modo habría pasado desapercibida, y ha provocado una reacción.
Esa reacción se ha manifestado por medio de varias iniciativas: En 2015, una coalición de asociaciones de laicos recogió, bajo el título de Súplica filial, 900.000 firmas de fieles que pedían una aclaración sobre los problemas planteados por el Sínodo Extraordinario de la Familia. Esta súplica recibió la callada por respuesta.
En 2016, cuatro cardenales presentaron al papa Francisco cinco dubia relativos al capítulo 8 de la exhortación Amoris laetitia. Nuevamente, el silencio por toda respuesta.

En 2017, 40 intelectuales, número que más tarde ascendió a 250, dirigieron a Francisco una corrección filial acusándolo de propagar errores y herejías en la Iglesia. Y una vez más, la corrección cayó en oídos sordos.
Y en 2018, el arzobispo Carlo María Viganò ha dado a conocer la existencia de una red de corrupción entre la jerarquía eclesiástica, poniendo en tela de juicio a todos los responsables, empezando por el papa Francisco, cuya dimisión ha pedido.
Este documento también se ha estrellado contra el silencio.
Todas estas iniciativas han tenido unas repercusiones tremendas. Y todas han recibido el silencio por respuesta. Un silencio que confirma  dramáticamente  la verdad de las acusaciones.
La Iglesia que escucha del papa Francisco los escucha a todos menos a quienes son fieles a la integridad del Evangelio y al Magisterio perenne de la Iglesia. Para hablar de sus opositores, Francisco emplea el mismo lenguaje que Lenin al hablar de los suyos.

El pasado 3 de septiembre en Santa Marta comparó a sus críticos con una jauría de perros salvajes. El escritor Marcello Veneziani lo comentó con estas palabras en el diario Il tempo el 5 del mismo mes: «No, Santidad. Un papa no puede llamar perros salvajes al prójimo, y menos aún si se trata de católicos, de cristianos, de creyentes. De perros califican peyorativamente los islamistas a los infieles y los cristianos. Hasta los más despiadados terroristas fueron llamados por los pontífices predecesores de Francisco hombres de las Brigadas Rojas u hombres del ISIS. Nunca perros. No es digno de un Santo Padre rebajarse a utilizar términos tan rencorosos».

No nos inquieta la calificación de perros. La Sagrada Escritura llama perros mudos a los pastores que dejan de ladrar y se duermen (Is. 56,11). Nos gloriamos de ser Domini canes, perros del Señor, que ladran en la noche para romper el silencio. San Gregorio Magno escribe en su Regla pastoral que los malos pastores «por miedo a perder el favor de los hombres no se atreven a decir libremente la verdad, y huyen en cuanto aparece el lobo y se refugian en el silencio. El Señor los reprende por medio del profeta diciendo: “Todos son perros mudos que no pueden ladrar”» (Is. 56, 10).

Hoy en día los pastores mudos amenazan a los perros diciéndoles: «Al acusar a Francisco acusáis a los papas que lo precedieron, porque las imputaciones que alegais contra él vienen de ellos». En su último libro, El día del juicio, el vaticanista Andrea Tornielli no niega las revelaciones de monseñor Viganò sobre la corrupción del cardenal Theodore McCarrick y sobre la amplia difusión de la inmoralidad al interior de la Iglesia, pero como su objetivo no es tanto refutar a Viganò como salvar a Francisco, hace lo que el jugador de cartas que sube la apuesta ante una dificultad: si el culpable es Francisco –afirma–, más responsables son sus predecesores Benedicto XVI y Juan Pablo II, bajo cuyos pontificados se difundió la corrupción.

No nos molesta la acusación, y si llegara a probarse la responsabilidad de Juan Pablo II y de Benedicto XVI en la decadencia moral y la difusión de errores en las últimas décadas, no temeremos reconocerla, porque ante todo buscamos la verdad.
La Iglesia no tiene miedo de la verdad, porque la Iglesia es la verdad. La Iglesia es la verdad porque es divina y porque anuncia al mundo la verdad de su Cabeza y Fundador, Jesucristo. Él mismo dijo: «Ego sum via, veritas et vita» (Jn. 14,6). Por eso no nos asusta decir la verdad sobre la honda crisis doctrinal y moral que atraviesa la Iglesia.
El amor a la verdad nos impulsa a afirmar que es hipócrita limitar los escándalos a la pedofilia, como harán los presidentes de las conferencias episcopales que se reunirán en Roma con Francisco el próximo 21 de febrero, sin prestar atención a la plaga de homosexualidad, que no sólo es un vicio contra natura, sino incluso una estructura de poder dentro de la Iglesia. Y también es hipócrita limitarse a denunciar los escándalos morales sin remontarse a sus raíces doctrinales, que están en los años del Concilio y el postconcilio.
Si cinco años de pontificado de Francisco pueden calificarse de calamitosos, ¿cómo vamos a negarnos el derecho a calificar de catástrofe el proceso de autodemolición de la Iglesia que está llegando a sus últimas consecuencias?
Ha llegado el momento de la verdad. Y la verdad que se hace patente a nuestros ojos es el fracaso de un proyecto pastoral que no sólo es del papa Francisco sino del Concilio Vaticano II. Aquel concilio anunció una gran reforma pastoral para purificar la Iglesia, pero todo lo contrario: ha resultado en una corrupción de la fe y la moral sin precedentes en la historia, porque ha llegado hasta el punto de no sólo entronizar la homosexualidad entre las más altas jerarquías eclesiásticas, sino de permitir que se defienda y teorice públicamente.
El balance de cinco años de pontificado de Francisco es también el fracaso de un cambio de paradigma que es a su vez el fracaso de un proyecto pastoral.
Las muletillas preferidas del papa Francisco son las palabras sinodalidad y periferias. La sinodalidad supone el trasvase de la autoridad desde la cúpula a la base: una revolución que desverticaliza la Iglesia. Por su parte, las periferias representan una revolución horizontal que descentraliza y desterritorializa la Iglesia. Ahora bien, en las últimas semanas la Santa Sede ha negado la primacía de la sinodalidad y de las periferias al intervenir enérgicamente  para impedir a los obispos estadounidenses que publiquen orientaciones transparentes sobre el tema de los abusos sexuales. Esta intervención supone igualmente una traición a la limpieza de la Iglesia en nombre de la cual Francisco había pedido a los cardenales estadounidenses que lo votasen.

Es más que nada en Estados Unidos donde se alza más fuerte en la actualidad la voz de la fidelidad a la ley del Evangelio. El pontificado de Francisco está en  discontinuidad con la Tradición de la Iglesia, que aunque acusada de fariseísmo, de inmovilidad y de legalismo no ha sofocado la llama de la Tradición en la Iglesia. Al contrario, nunca como en los últimos cinco años se ha visto revivir a la Tradición entre los jóvenes y los no tan jóvenes, en los laicos y en el clero, que en el centro y en las periferias, en seminarios y en blogs, redescubren cada día la verdad perenne de la Fe y de los ritos tradicionales de la Iglesia y están dispuestos a defenderlos con la ayuda de Dios.
Hoy comienza la novena a la Inmaculada Concepción, que nos introduce en una de las fiestas más hermosas de la liturgia católica. A los pies de la Virgen, nosotros, hijos de Eva heridos por el pecado original, proclamamos con inmensa confianza en María: Tota pulchra es María et non est in te macula.
Del mismo modo nosotros, miembros de una Iglesia enferma en su parte humana, desfigurada por errores y pecados de los hombres que la gobiernan, pero inmaculada en su esencia, proclamamos: Tota pulchra es Ecclesia et non est in te macula. La Iglesia es hermosísima y no hay en ella mancha, pecado ni error alguno. La Santa Iglesia Romana, una, santa, católica y apostólica, es nuestra Madre y sigue nutriéndonos con sus sacramentos y protegiéndonos con el escudo de su doctrina mientras, con la ayuda de Dios, nos esforzamos por defenderla de todos los enemigos externos e internos que la acechan. El Corazón Inmaculado de María triunfará.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)

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