El Señor nos dice bien claro en la parábola del Evangelio del XXIV Domingo de
Tiempo Ordinario que la Justicia de Dios nos castigará: “si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mt. 18, 35).
Al decir “hermano” quiere decir a nuestro
prójimo, incluyendo a nuestros propios
padres, a pesar de las diferencias entre generaciones, o quizá a causa
de esa misma diferencia.
No es
ningún secreto que no fui una adolescente ideal, sino más bien una bastante
rebelde y que podía volver locos a mis padres con mi comportamiento en casa (ya
que en el colegio lograba comportarme muy bien). Pues con mi punto de vista adolescente, no me parecía que tenían ellos que
perdonarme, sino que me hacía la
víctima…
No comprendía por qué me castigaban tanto cuando otros padres no
hacían lo mismo con sus hijos, por qué mi madre no se pasaba tanto tiempo
conmigo como con mis hermanos, por qué mi padre no volvió del extranjero
enseguida cuando le dije que mi madre estaba gravemente enferma y a punto de
morir, por qué mi padre no quería que me casara con mi esposo [con quien se
lleva de maravilla hoy en día]…
S. Juan Crisóstomo, explica en su “Homilías
sobre S. Mateo” [de donde son el resto de las citas del santo en el post
si no se indica otra fuente] que cuando S. Pedro le preguntó al Señor las veces
que debía perdonar: “No encerró el Señor el perdón
en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar con prontitud y siempre.” (6). Añade
además: “Dos cosas quiere el Señor de nosotros: que
consideremos nuestros propios pecados y
que perdonemos los de nuestro prójimo […], pues aquel que considera sus
propios pecados estará más pronto al perdón de su compañero. Y no sólo de boca,
sino de corazón […]” (61).
Si
hubiera meditado eso antes, quizá no hubiera tardado casi veinte años de vida
adulta en “perdonar”
a mis padres de corazón
las ocasiones en que me sentí dolida por ellos (sin que lo supieran) y a reconocer mis errores lo suficiente
como para empezar a pedir perdón también.
Como
profesora en una escuela y luego como madre, he visto en el comportamiento de
niños que solía hacer travesuras parecidas o peores cuando tenía su edad. Y he
empezado a darme cuenta de lo mucho que
mis padres me han perdonado a lo largo de los años. Como dice S. Juan
Crisóstomo: “Si no declaras la magnitud de la
culpa, no conocerás la grandeza del perdón” (“Hom. sobre Lázaro”, 4).
Y mis
padres me habían perdonado hasta tal punto que se les olvidaba lo mal que les había tratado de pequeña, las veces
que no quise hablar con mi madre cuando ella se interesaba por mí, cómo no me
había preocupado por mi padre cuando él estaba en el extranjero, cómo no quise
escuchar a mi padre cuando quería explicarme por qué le parecía mejor que no me
casara con mi esposo…
“La caridad lleva
siempre a la comprensión” (S. Juan
Crisóstomo, 73), y mis padres demostraron a lo largo de los años que me
comprendían y amaban más de lo que me merecía cuando no les honraba como Dios
manda. “Más que el pecado mismo, irrita y ofende a
Dios que los pecadores no sientan dolor
alguno de sus pecados” (S. Juan Crisóstomo, 14), y me imagino que
a mis padres también les habría dolido que día tras día, año tras año, no fuera
capaz de ver que les hubiera hecho algún mal.
Años
después me he dado cuenta por fin,
gracias a Dios, que mis padres me castigaban cuando me lo merecía para
poder educarme, pero también me mimaban mucho; que mi madre se preocupaba por
mí hasta cuando estaba ella en el hospital e insistía en llamarme cada tarde
por teléfono por muy mal que se encontrara; que mi padre estuvo bastante tiempo
angustiado con la noticia de lo grave que estaba mi madre pero no podía volver
porque no tenía billete de vuelta; que mi padre recordaba que una tía mía tuvo
que enfrentar muchos problemas al casarse con un americano y quería evitarme
eso…
Cara a
cara con las dificultades que me encuentro a diario intentando ser una buena
madre para mis hijos, me doy cuenta también de lo poco que he apreciado los esfuerzos y el cariño de mis padres.
Tiene mucha razón S. Juan Crisóstomo al explicar: “No
prohíbe el Señor la reprensión y corrección de las faltas de los demás, sino el
menosprecio y el olvido de los propios pecados, cuando se reprenden los del
prójimo. Conviene, pues, en primer lugar examinar con sumo cuidado nuestros
defectos, y entonces pasemos a reprender los de los demás.” (en “Catena
Aurea”, vol. 1, p. 421)
El Señor
me permitió demostrarle a mi madre antes de que falleciera que sí le amaba y me
ha concedido tiempo para hacer lo mismo con mi padre. Procuraré de ahora en
adelante seguir el consejo de S. Juan Crisóstomo respecto a mi relación con mi
padre: “…a
una sola cosa hemos de atender: a ordenar con perfección nuestra propia
conducta” (15), con la
esperanza de mejorar:
- “Después de
referirse [el Señor] a los modos de perdición, narra por fin la parábola
de la tierra buena. No da así lugar a la desesperación, antes abre el
camino a la esperanza del arrepentimiento y muestra que todos pueden convertirse en buena
tierra.” (44).
Que el
Señor nos conceda a todos esa gracia. Mientras tanto, esta tarde mis hijos y yo
llamaremos por teléfono a mi padre.
¿Ha superado alguna vez un malentendido con sus padres? ¿Cómo lo logró?
¿Qué opina de la diferencia entre generaciones?
Por María Lourdes
www.infocatolica.com
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