La
respuesta del cardenal Ouellet al arzobispo Viganò es claramente un
documento muy serio que intenta responder a las revelaciones y alegaciones de
éste. Tanto el eminente cargo que ocupa el autor como la gravedad de su
contenido obligan a quienes investigan la verdad sobre el asunto a tomárselo
muy en serio, como parte de los numerosos documentos generados por la
causa relativa a McCarrick.
Pero si
el prefecto de la Congregación para los Obispos (que es, por tanto, la persona
de quien han dependido el nombramiento en los últimos años de algunos de los
prelados liberales más polémicos) cree que con su carta va a conseguir dar
carpetazo a lo que ha expuesto Viganò, se equivoca. En la carta dice tres cosas
que dan que pensar.
Para
empezar, aunque Ouellet acusa, en esencia, a Viganò de pasarse de
negativo, en ningún momento invoca ninguna autoridad superior en que
apoyar lo que afirma. Quiero decir que, al contrario que Viganò, no dice
que la conciencia le obligue ante Dios ni jura ante Dios que lo que afirma sea
cierto. Se diría que para Ouellet la norma rectora es: «Fíense de mí, que soy un personaje importante. Tengo
acceso al Papa. Cuanto digo yo es verdad, y todo lo que dice Viganò es
mentira».
Pues lo
siento, pero con tantas pruebas de mentiras y encubrimientos por parte de la
jerarquía eclesiástica, nadie le va a creer si pide que acepten su palabra. Si
alguien, aunque fuera la más alta autoridad de la Iglesia, dijera: «El Sínodo de la Familia se llevó a cabo con total
transparencia, legitimidad y colaboración», ¿sería creíble? Desde luego
que no. La Verdad plantea exigencias en nuestro razonamiento humano.
Más
concretamente, existiendo ya motivos más que sobrados para desconfiar de la
manera en que se ocupa el Papa Francisco de éste y otros asuntos disciplinarios
y de doctrina, decir cosas como «el Santo
Padre me ha garantizado», o «me ha
autorizado para decir esto» y «se
encargará de se investiguen a fondo todos los documentos» es tan poco
convincente como decir que los cardenales Wuerl y Tobin digan que no sabían que
hubiera graves problemas con su antecesor McCarrick. ¿De
verdad esperan que las personas inteligentes se van a tragar algo así?
Observar que tantos católicos teman y hasta cuenten (repito, no sin fundamento)
con que las pruebas documentales incriminatorias sean o hayan sido destruida
manifiesta la lamentable crisis de confianza generada por el presente
pontificado. ¡Lo cual vendrá muy bien para que las
investigaciones no saquen nada a la luz!
Segundo, si hay quienes han criticado la carta de Viganò por expresar
una desmesurada desconfianza
y falta de respeto al papa Francisco, desgraciadamente la carta de Ouellet
también se pasa de servil y hasta incurre en papolatría. Socava su credibilidad
cuando dice que el Santo Padre es un auténtico Mesías que se ha esforzado
desinteresadamente y con pureza angelical por servir al Reino de Dios: «Un pastor insigne, un padre compasivo y firme, un
carisma profético para la Iglesia y el mundo».
Por
supuesto que queremos seguir en comunión con el sucesor de San Pedro. Y en la
carta de Viganò no hay nada que indique que repudie a dicho sucesor ni que
desee cortar la comunión con él. Pero, ¿es que
quieren que nos postremos de rodillas y lamamos las botas del pescador?
Ouellet tira piedras a su propio tejado haciendo ver que, para él, el Papa no
puede hacer nada malo (al menos nada grave) sino que, al contrario, es el
profeta que nos ha dado Dios para nuestros tiempos. Ojalá fuera así, pero no se
puede dar por sentado como si fuera una especie de axioma geométrico.
En este sentido, nos deja estupefactos que Ouellet afirme que su «su interpretación de Amoris laetitia» –o
sea, una interpretación que facilita la administración de la comunión a quienes
viven objetivamente en adulterio, contraviniendo la ley de Dios– «se
inscribe en esta fidelidad a la tradición viva, de la que Francisco nos ha dado
ejemplo con la reciente modificación del Catecismo de la Iglesia sobre la
cuestión de la pena de muerte».
Una vez
más, Eminencia, y con el debido respeto, nadie puede dispensar a los católicos
de la grave obligación que tienen ante Dios de atenerse a la Tradición
establecida y fijada de la Iglesia, no digamos ya las Sagradas Escrituras y el
Magisterio ordinario universal, todos los cuales miden, acotan y regulan la
llamada tradición viva; ya se trate del divorciarse y volverse a casar, la
legitimidad de la pena de muerte o cualquier otra cuestión. La
expresión «reforma misionera», cargada de implicaciones, en la última
frase de Ouellet es otra señal de que su pensamiento va por el lado de la
hermenéutica de la ruptura y la discontinuidad. A los católicos alarmados por
las novedades de este pontificado, afirmaciones tan generalizadoras no nos van
a motivar a desechar mansamente nuestras objeciones.
Y
tercero, en la carta de Ouellet falta curiosamente, y se podría decir que de un
modo siniestro, una admisión verdaderamente creíble de los atroces daños
perpetrados en la Iglesia por McCarrick y otros de su calaña. Afirma:
¿Cómo es posible que este hombre de Iglesia, cuya incoherencia se conoce
hoy, haya sido promovido varias veces hasta ocupar las muy altas funciones de
arzobispo de Washington y de cardenal? Yo mismo
estoy muy sorprendido de esto, y reconozco fallos en el proceso de selección
que se ha llevado a cabo en su caso.
«Incoherencia» es una
palabra tan taimada como inadmisible.
¿Y por qué no llamarlo «conducta maliciosa»? Dice
estar «muy sorprendido». Lo desafío a mirar a la cara a una víctima de
abusos y decirle: «Estoy muy sorprendo de que
le haya pasado algo así. Algo habrá fallado en el proceso de selección». Un
discurso algo más sincero habría contribuido mucho a proporcionarle a Ouellet
una base en que apoyarse, pero está tan resuelto a aplastar a Viganò que se
olvida de la gravedad de los asuntos por los que, para empezar, está indignado
Viganò.
Hablando
en plata: nadie que lea la carta de Ouellet puede
creer que a ese hombre le preocupa el alcance de la corrupción moral homosexual
en la jerarquía, que la reconozca y vea sus consecuencias en la crisis, ni que
él o sus asociados en el Vaticano tengan intención de erradicarla. Por
el contrario, si se lee entre líneas se tiene la impresión de que el único que
ha hecho algo muy grave es el propio Viganò.
Como
señaló Edward Pentin, en ningún momento se refiere Ouellet en su carta a Viganò
como obispo. El Prefecto llega a instarlo a «volver
a encontrar la comunión» con el Papa. Con eso da a entender que a Viganò
ya lo han despojado de su dignidad episcopal y excomulgado, o están a punto de
hacerlo. Teniendo en cuenta que rara vez se administran sanciones tan severas,
ni siquiera a prelados que han incurrido en una monstruosa corrupción moral, el
mensaje que se transmite es que no puede haber delito más grave que el de
enfrentarse al Papa Dictador.
En total,
el cardenal Ouellet ha conseguido dos cosas con su carta. En primer lugar, ha
proporcionado a los católicos progresistas y conservadores la excusa ideal para
desacreditar y desestimar el testimonio de Viganò. Por consiguiente, todo lo
que éste diga de cierto encontrará más dificultades para ser aceptado e
impulsar unas reformas que ya se hacen esperar. En segundo lugar, y
paradójicamente, habrá reforzado la convicción de muchos de que precisamente ha
sido una adulación ciega de los jerarcas de la Iglesia lo que nos ha metido en
la boca del lobo de la actual crisis de los abusos.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada. Artículo original)
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