miércoles, 10 de octubre de 2018

LA CARTA DEL CARDENAL OUELLET CONFIRMA LOS MISMOS PROBLEMAS QUE HA IDENTIFICADO VIGANÒ


La  respuesta  del cardenal Ouellet al arzobispo Viganò es claramente un documento muy serio que intenta responder a las revelaciones y alegaciones de éste. Tanto el eminente cargo que ocupa el autor como la gravedad de su contenido obligan a quienes investigan la verdad sobre el asunto a tomárselo muy en serio, como parte de los numerosos documentos generados por  la causa  relativa a McCarrick.

Pero si el prefecto de la Congregación para los Obispos (que es, por tanto, la persona de quien han dependido el nombramiento en los últimos años de algunos de los prelados liberales más polémicos) cree que con su carta va a conseguir dar carpetazo a lo que ha expuesto Viganò, se equivoca. En la carta dice tres cosas que dan que pensar.
Para empezar, aunque Ouellet acusa, en esencia, a Viganò de pasarse de negativo, en ningún momento invoca ninguna autoridad superior en que apoyar lo que afirma. Quiero decir que, al contrario que Viganò, no dice que la conciencia le obligue ante Dios ni jura ante Dios que lo que afirma sea cierto. Se diría que para Ouellet la norma rectora es: «Fíense de mí, que soy un personaje importante. Tengo acceso al Papa. Cuanto digo yo es verdad, y todo lo que dice Viganò es mentira».
Pues lo siento, pero con tantas pruebas de mentiras y encubrimientos por parte de la jerarquía eclesiástica, nadie le va a creer si pide que acepten su palabra. Si alguien, aunque fuera la más alta autoridad de la Iglesia, dijera: «El Sínodo de la Familia se llevó a cabo con total transparencia, legitimidad y colaboración», ¿sería creíble? Desde luego que no. La Verdad plantea exigencias en nuestro razonamiento humano.
Más concretamente, existiendo ya motivos más que sobrados para desconfiar de la manera en que se ocupa el Papa Francisco de éste y otros asuntos disciplinarios y de doctrina, decir cosas como «el Santo Padre me ha garantizado», «me ha autorizado para decir esto»«se encargará de se investiguen a fondo todos los documentos» es tan poco convincente como decir que los cardenales Wuerl y Tobin digan que no sabían que hubiera graves problemas con su antecesor McCarrick. ¿De verdad esperan que las personas inteligentes se van a tragar algo así? Observar que tantos católicos teman y hasta cuenten (repito, no sin fundamento) con que las pruebas documentales incriminatorias sean o hayan sido destruida manifiesta la lamentable crisis de confianza generada por el presente pontificado. ¡Lo cual vendrá muy bien para que las investigaciones no saquen nada a la luz!
Segundo, si hay quienes han criticado la carta de Viganò por expresar una desmesurada desconfianza y falta de respeto al papa Francisco, desgraciadamente la carta de Ouellet también se pasa de servil y hasta incurre en papolatría. Socava su credibilidad cuando dice que el Santo Padre es un auténtico Mesías que se ha esforzado desinteresadamente y con pureza angelical por servir al Reino de Dios: «Un pastor insigne, un padre compasivo y firme, un carisma profético para la Iglesia y el mundo».

Por supuesto que queremos seguir en comunión con el sucesor de San Pedro. Y en la carta de Viganò no hay nada que indique que repudie a dicho sucesor ni que desee cortar la comunión con él. Pero, ¿es que quieren que nos postremos de rodillas y lamamos las botas del pescador? Ouellet tira piedras a su propio tejado haciendo ver que, para él, el Papa no puede hacer nada malo (al menos nada grave) sino que, al contrario, es el profeta que nos ha dado Dios para nuestros tiempos. Ojalá fuera así, pero no se puede dar por sentado como si fuera una especie de axioma geométrico.
En este sentido, nos deja estupefactos que Ouellet afirme que su «su interpretación de Amoris laetitia» –o sea, una interpretación que facilita la administración de la comunión a quienes viven objetivamente en adulterio, contraviniendo la ley de Dios– «se inscribe en esta fidelidad a la tradición viva, de la que Francisco nos ha dado ejemplo con la reciente modificación del Catecismo de la Iglesia sobre la cuestión de la pena de muerte».

Una vez más, Eminencia, y con el debido respeto, nadie puede dispensar a los católicos de la grave obligación que tienen ante Dios de atenerse a la Tradición establecida y fijada de la Iglesia, no digamos ya las Sagradas Escrituras y el Magisterio ordinario universal, todos los cuales miden, acotan y regulan la llamada tradición viva; ya se trate del divorciarse y volverse a casar, la legitimidad de la pena de muerte o cualquier otra cuestión. La expresión «reforma misionera», cargada de implicaciones, en la última frase de Ouellet es otra señal de que su pensamiento va por el lado de la hermenéutica de la ruptura y la discontinuidad. A los católicos alarmados por las novedades de este pontificado, afirmaciones tan generalizadoras no nos van a motivar a desechar mansamente nuestras objeciones.
Y tercero, en la carta de Ouellet falta curiosamente, y se podría decir que de un modo siniestro, una admisión verdaderamente creíble de los atroces daños perpetrados en la Iglesia por McCarrick y otros de su calaña. Afirma:
¿Cómo es posible que este hombre de Iglesia, cuya incoherencia se conoce hoy, haya sido promovido varias veces hasta ocupar las muy altas funciones de arzobispo de Washington y de cardenal? Yo mismo estoy muy sorprendido de esto, y reconozco fallos en el proceso de selección que se ha llevado a cabo en su caso.
«Incoherencia» es una palabra tan taimada como inadmisible. ¿Y por qué no llamarlo «conducta maliciosa»? Dice estar «muy sorprendido». Lo desafío a mirar a la cara a una víctima de abusos y decirle: «Estoy muy sorprendo de que le haya pasado algo así. Algo habrá fallado en el proceso de selección». Un discurso algo más sincero habría contribuido mucho a proporcionarle a Ouellet una base en que apoyarse, pero está tan resuelto a aplastar a Viganò que se olvida de la gravedad de los asuntos por los que, para empezar, está indignado Viganò.

Hablando en plata: nadie que lea la carta de Ouellet puede creer que a ese hombre le preocupa el alcance de la corrupción moral homosexual en la jerarquía, que la reconozca y vea sus consecuencias en la crisis, ni que él o sus asociados en el Vaticano tengan intención de erradicarla. Por el contrario, si se lee entre líneas se tiene la impresión de que el único que ha hecho algo muy grave es el propio Viganò.
Como señaló Edward Pentin, en ningún momento se refiere Ouellet en su carta a Viganò como obispo. El Prefecto llega a instarlo a «volver a encontrar la comunión» con el Papa. Con eso da a entender que a Viganò ya lo han despojado de su dignidad episcopal y excomulgado, o están a punto de hacerlo. Teniendo en cuenta que rara vez se administran sanciones tan severas, ni siquiera a prelados que han incurrido en una monstruosa corrupción moral, el mensaje que se transmite es que no puede haber delito más grave que el de enfrentarse al Papa Dictador.
En total, el cardenal Ouellet ha conseguido dos cosas con su carta. En primer lugar, ha proporcionado a los católicos progresistas y conservadores la excusa ideal para desacreditar y desestimar el testimonio de Viganò. Por consiguiente, todo lo que éste diga de cierto encontrará más dificultades para ser aceptado e impulsar unas reformas que ya se hacen esperar. En segundo lugar, y paradójicamente, habrá reforzado la convicción de muchos de que precisamente ha sido una adulación ciega de los jerarcas de la Iglesia lo que nos ha metido en la boca del lobo de la actual crisis de los abusos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

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