Durante la Misa celebrada en la Plaza de San Pedro
del Vaticano con motivo de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, este viernes
29 de junio, el Papa Francisco animó a los cristianos a hacer como Jesús y
acercarse a tocar la miseria humana y advirtió contra la tentación de alejarse
de las llagas de Cristo.
“Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el
corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que Él mismo se quiso
identificar, y esto con la certeza de saber que no abandona a su pueblo”.
A continuación, el texto completo de la homilía del
Papa Francisco:
Las lecturas proclamadas nos permiten tomar contacto con la tradición
apostólica más rica, esa que «no es una transmisión
de cosas muertas o palabras sino el río vivo que se remonta a los orígenes, el
río en el que los orígenes están siempre presentes» (Benedicto XVI,
Catequesis, 26 abril 2006) y nos ofrecen las llaves del Reino de los cielos
(cf. Mt 16,19).
Tradición perenne y siempre nueva que reaviva y refresca la alegría del
Evangelio, y nos permite así poder confesar con nuestros labios y con nuestro
corazón: «Jesucristo es Señor, para gloria de Dios
Padre» (Flp 2,11).
Todo el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba en el
corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros
sedientos de vida: «¿Eres tú el que ha de venir o
tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3). Pregunta que Jesús retoma y hace a sus
discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15).
Pedro, tomando la palabra en Cesarea de Filipo, le otorga a Jesús el
título más grande con el que podía llamarlo: «Tú
eres el Mesías» (Mt 16,16), es decir, el Ungido de Dios. Me gusta saber
que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo Jesús
ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el
único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: “unge” al muerto (cf. Mc 5,41-42; Lc 7,14-15),
unge al enfermo (cf. Mc 6,13; St 5,14), unge las heridas (cf. Lc 10,34), unge
al penitente (cf. Mt 6,17), unge la esperanza (cf. Lc 7,38; 7,46; 10,34; Jn
11,2; 12,3).
En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí donde se
encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos,
Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces. Como Pedro, también
nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo
que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido
resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo
Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción (cf. Is
10,27). No nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados,
esa alegría que nos lleva a confesar «tú eres el
Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Y es interesante, luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje
del Evangelio en que Pedro confiesa la fe: «Desde
entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y
escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt
16,21).
El Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre hasta sus
últimas consecuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los rincones
de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición… el
martirio.
Ante este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt
16,22), y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del
Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se
transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”).
Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a
conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como
Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secreteos”
del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque el demonio seduce a escondidas,
procurando que no se conozca su intención, «se
comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto»
(S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 326).
En cambio, participar de la unción de Cristo es participar de su gloria,
que es su Cruz: Padre, glorifica a tu Hijo… «Padre,
glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Gloria y cruz en Jesucristo van de la
mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos
introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya
que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”.
No son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos
manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la
miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los
demás. Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige — como le
exigió a Pedro— identificar los “secreteos” del
maligno.
Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o
comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que
nos impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos
privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de
Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270).
Al no separar la gloria de la cruz, Jesús quiere rescatar a sus discípulos,
a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servicio,
vacíos de compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una imaginación
sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o, lo que sería
peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de los caminos
polvorientos de la historia.
Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el corazón se abra al Padre
y a todos aquellos con los que él mismo se quiso identificar (Cf. S. Juan Pablo
II, Novo millennio ineunte, 49), y esto con la certeza de saber que no abandona
a su pueblo.
Queridos hermanos, sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a
otro?» (Mt 11,3). Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor» (Flp 2,11). Este es nuestro cantus firmus que todos los días estamos invitados
a entonar.
Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la Iglesia
resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo. Recibe su esplendor del
Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo,
pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20)» (S.
Ambosio, Hexaemeron, IV, 8,32).
Redacción ACI
Prensa
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