Agosto de 1992. Miles de personas perdieron sus hogares
con el paso del huracán Andrew. Muchos niños se sintieron desolados al ver cómo
en pocos segundos lo que había sido su casa hasta ese momento quedaba
devastado, se convertía en un montón de escombros.
A ti,
padre de familia, quisiera preguntarte: ¿qué puede sentir tu hijo o tus hijos
al oír de tus labios las siguientes expresiones dirigidas a tu esposa, a la
madre de ellos? “Ya no te amo. Necesito mi espacio.
¡Tengo derecho a mi felicidad!”
Quizá no
puedas contestar a esa pregunta al imaginar, si puedes, lo que el corazón de
tus hijos sienten, lo devastador que es para ellos ver derrumbarse lo que hasta
hace poco era su hogar.
Llegó un
día ese momento trágico. Lo que amaba el hijo, lo que más quería, su familia,
quedaba reducida a escombros. Ese templo sagrado de amor en el que había nacido
y crecido, de repente se ha convertido en ruinas. Ruinas de tristeza, de dolor,
de desconcierto, de angustia, de inseguridad.
El hijo
no alcanza a descubrir el porqué de lo que está pasando. No sabe cómo explicar
que algo haya destruido lo que más amaba, aquello que hasta hace poco veía, con
orgullo, como “mi familia”. Seguramente ese
hijo se encerrará en una coraza, en su propio mundo interior. Adoptará una
máscara para esconder todo el dolor que produce el ver que algo ha dividido a
sus padres. Siente que ese algo les ha llevado a todos a la infelicidad. Ha
destruido, como un huracán, el amor que sus padres se tenían. Un amor que
permitió que un día naciese cada uno de los hijos…
No
encuentra con quién compartir tanto dolor porque papá se ha ido y mamá sufre.
No quiere ser él, el más inocente de toda la tragedia familiar, un motivo que
aumente el dolor de la casa.
El hijo
pierde confianza, seguridad, esperanza, porque ese huracán, que no se llama
Andrew sino “Egoísmo”, lo está dejando sin
piso, sin paredes, sin techo, sin hogar. Todo pierde su sentido cuando ese egoísmo
deja fuera de los corazones lo único que realmente puede unir una familia: el amor.
Hoy día
muchas parejas se dejan arrastrar por el huracán del egoísmo. Se han olvidado
del compromiso que juraron ante Dios el día de su matrimonio. Prometieron
entonces vivir unidos por amor también entre las penas y las alegrías, las
carencias o la abundancia, la enfermedad o la salud, hasta que la muerte los
separase. Habían establecido un compromiso ante Nuestro Creador a través del
cónyuge que Dios les había regalado.
Ahora
rompen, por culpa del egoísmo de uno de ellos, o de los dos, ese vínculo
sagrado del sacramento matrimonial. “Lo que Dios
unió no lo separa el hombre”.
Esto
ocurre porque nos olvidamos que el vínculo matrimonial nos compromete a ser
testigos del Amor de Dios y testimonios vivos de que Él permanece entre
nosotros hasta el fin de los siglos. Un vínculo que les había comprometido a
cultivar y acrecentar el amor.
Luce Bustillo-Schott
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