La
absoluta mayoría no sabemos ni el día ni la hora en que debemos partir. Por eso
hay que estar con la lámpara llena como las vírgenes prudentes (Mateo 25). Esto
significa permanecer en gracia de Dios. La Iglesia nos propone cinco pasos a
seguir para hacer una buena confesión. Y aprovechar así al máximo las gracias
de este maravilloso sacramento.
Estos pasos expresan simplemente un camino hacia la conversión.
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Que va desde el análisis de nuestros actos, hasta la acción que demuestra el cambio que se ha realizado en nosotros.
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Que va desde el análisis de nuestros actos, hasta la acción que demuestra el cambio que se ha realizado en nosotros.
1. Examen de Conciencia.
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Ponernos ante Dios que nos ama y quiere ayudarnos.
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Analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños.
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Puedes ayudarte de una guía para hacerlo bien.
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Ponernos ante Dios que nos ama y quiere ayudarnos.
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Analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños.
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Puedes ayudarte de una guía para hacerlo bien.
2. Arrepentimiento.
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Sentir un dolor verdadero de haber pecado porque hemos lastimado al que más nos quiere: Dios.
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Sentir un dolor verdadero de haber pecado porque hemos lastimado al que más nos quiere: Dios.
3. Propósito de no volver a pecar.
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Si verdaderamente amo, no puedo seguir lastimando al amado.
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De nada sirve confesarnos si no queremos mejorar.
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Podemos caer de nuevo por debilidad, pero lo importante es la intención de lucha, no la caída.
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Si verdaderamente amo, no puedo seguir lastimando al amado.
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De nada sirve confesarnos si no queremos mejorar.
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Podemos caer de nuevo por debilidad, pero lo importante es la intención de lucha, no la caída.
4. Decir los pecados al confesor.
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El Sacerdote es un instrumento de Dios.
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Hagamos a un lado la “vergüenza” o el “orgullo” y abramos nuestra alma, seguros de que es Dios quien nos escucha.
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El Sacerdote es un instrumento de Dios.
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Hagamos a un lado la “vergüenza” o el “orgullo” y abramos nuestra alma, seguros de que es Dios quien nos escucha.
5. Recibir la absolución y cumplir la penitencia.
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Es el momento más hermoso, pues recibimos el perdón de Dios.
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La penitencia es un acto sencillo que representa nuestra reparación por la falta que cometimos.
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Es el momento más hermoso, pues recibimos el perdón de Dios.
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La penitencia es un acto sencillo que representa nuestra reparación por la falta que cometimos.
RECOMENDACIONES
Algunas
recomendaciones para vivir mejor el sacramento de la reconciliación y el
espíritu de penitencia. Acercarse con gran espíritu de fe y humildad. La primera actitud básica con la que debemos vivir este sacramento es
la fe. Una fe viva, renovada cada vez que nos acercamos a la confesión. Fe en
la acción invisible de la gracia que actúa a través de la mediación de
la Iglesia.
Fe en ese hombre, pecador y limitado como nosotros, pero que representa
a Dios y obra en ese momento haciendo las veces de Cristo: «Yo te absuelvo de tus pecados…».
Es Dios quien,
conociéndonos y amándonos, nos escucha y acoge a través del sacerdote. Con esta actitud de fe y respetando la
absoluta libertad de acudir a cualquier sacerdote para confesarse, se
recomienda que se procures buscar un confesor, si es posible fijo, de probada
experiencia, de sólida y sana doctrina. Y
profundamente adherido a la fe y al magisterio de la Iglesia. También,
que sepa respetar y alentar debidamente
los carismas que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia. Pero sobre todo que sea un hombre santo,
que busque con sinceridad y exigencia, por encima de sus propios criterios o
intereses personales, la voluntad de Dios y el bien espiritual de las almas.
Y la segunda actitud básica para poderse acercar a
la confesión de modo fructuoso es la humildad.
Se necesita mucha humildad para ponerse de rodillas delante de Cristo y ante Él, que nos conoce y
nos ama, pedirle perdón con sinceridad. Reconocer el propio pecado significa,
ante todo, reconocerse pecador (cf. Reconciliación y Penitencia, 13). Reconocer, como hizo David al ser reprendido
por el profeta Natán, que ese hombre a quien juzgo merecedor de muerte soy yo,
y que ese pecado que aborrezco en los demás es también mi pecado (cf. 2Sam
12,1-15). «Reconozco mi culpa, tengo siempre
presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que tú
aborreces (…). En la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,5-6.7). El alma humilde es aquella que, viendo la verdad de sí misma tal
como Dios la ve, se acepta como es y lucha por superarse con la ayuda de Dios,
segura del éxito.
El mayor mal no está en haber caído, sino en no
reconocerlo y quedarse tirado.
¡Qué indecible gozo experimenta el sacerdote cuando ve que una oveja
descarriada vuelve al redil! ¡Qué lección tan elocuente
para él contemplar a un alma que con fe y humildad se arrodilla para pedir
perdón a Dios a través de su persona! Lejos
de escandalizarse, constituye un motivo de sincera admiración y de gratitud a
Dios al constatar su acción misteriosa en las almas. Y supone, además, una honda satisfacción
pues, como ministro del perdón, ha sido enviado para salvar lo que estaba
perdido (cf. Lc 19,10). El sacerdote se convierte, de este modo, en el testigo de una íntima alianza entre Dios y el
penitente, que queda sellada para siempre por el secreto sacramental.
Buscar
con sinceridad la verdad en la propia vida
El
sacramento de la reconciliación nos brinda una ocasión excelente para el conocimiento de nosotros mismos. Éste constituye
el primer requisito para avanzar con
paso firme por el camino de la verdadera santidad. Por ello, es una gracia inapreciable que hay que pedir
con insistencia, pues por nosotros mismos tendemos al subjetivismo y a
las falsas justificaciones.
Hacer un examen de conciencia serio y honesto
significa, por tanto, hacerlo bajo la mirada de Dios, en un ambiente de
oración, en diálogo sincero y confiado con Él.
Es evidente
que la conciencia rectamente formada representa un papel decisivo en este
trabajo de conocimiento personal. ¡Y
quién mejor que el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos puede
ayudar en esta tarea de formación! Él, que ha sido enviado para «convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8; cf. Catecismo, 388). Este «convencimiento» no sólo nos ayuda a formar
nuestra conciencia según la verdad objetiva de la voluntad de Dios, sino que
nos da también la certeza de la redención y de la misericordia divina (cf.
Catecismo, 1848). Formar la conciencia.
Cuídala con sumo esmero y delicadeza. No ahogues su voz ni permitas que se acomode a tus gustos y apetencias
pasionales, porque entonces habrás perdido uno de sus mayores y más preciosos
tesoros. Puedes caer y
equivocarte, incluso gravemente, pero la gracia de Dios puede
solucionarlo si encuentras una conciencia sensible al bien que, aun en medio de
tu debilidad, es capaz de escuchar y adherirse a la voluntad de Dios. Es necesario, además, que te tomes el tiempo
necesario en tu examen antes de la confesión. Esta tarea, a medida que se madura en la vida espiritual
y en el conocimiento de sí mismo, se facilita y simplifica enormemente. El
mejor examen y el más fructuoso es el que se ha preparado a lo largo de los exámenes de conciencia diarios
y, sobre todo, con la actitud de la propia vida. Quien vive permanentemente de cara a Dios no tiene que realizar grandes
esfuerzos para entrar dentro de sí y hacer luz en su conciencia.
El fruto de transformación de una confesión depende
en gran medida de la profundidad de nuestro examen de conciencia.
Por eso, se
recomienda que te esfuerces siempre por ir a las raíces, a las actitudes y
motivaciones profundas de tus faltas y pecados.
Dentro de la diversidad de pecados, recomiendo que
prestes una especial atención en tus exámenes a tres categorías: la omisión, la
pérdida del tiempo y las faltas contra la caridad.
A veces se da una importancia casi exclusiva a los pecados contra el
sexto o el noveno mandamiento -aquellos que tienen que ver con la pureza y la castidad-, como si
fuesen los más importantes o el centro de la moral cristiana. Y no conviene
perder de vista que estos tres tipos de
faltas hieren hondamente al Corazón de Cristo y a la Iglesia. La conciencia de
su gravedad nos debe llevar a fijar siempre nuestra mirada en lo que Dios
espera de nosotros y a darlo todo en el cumplimiento de esa misión para
la que hemos sido creados.
Movidos
por el arrepentimiento sobrenatural
El arrepentimiento por nuestros pecados constituye
el requisito fundamental para recibir válidamente la absolución.
Este arrepentimiento, si es sincero, comporta «una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia
hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el
deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia
divina y la confianza en la ayuda de su gracia» (Catecismo, 1431).
Lo esencial, por tanto, es el dolor del alma, la compunción del corazón:
«El
sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado,
Señor, no lo desprecias» (Sal 51,19). Este
arrepentimiento puede expresarse en ocasiones con lágrimas, sensiblemente,
como aquella mujer en casa de Simón el fariseo, que lloró a los pies de Jesús
(cf. Lc 7,36-50), pero no es absolutamente necesario. A medida que se avanza y madura en la vida espiritual, Dios
permite que nuestra vida dependa más de la fe y del amor desnudo de
sentimientos y emociones externas. Cuando
Dios permite este tipo de manifestaciones sensibles, no debemos rechazarlas o
avergonzarnos de ellas, sino agradecérselas y aprovecharlas para unirnos más
estrechamente a Él. No conviene, ciertamente, buscarlas ni provocarlas,
ya que puede ser una forma velada de buscarnos a nosotros mismos. Lo que
debemos pedir a Dios con insistencia, cada vez que nos acerquemos al sacramento
de la confesión, es el verdadero dolor
del alma. Es necesario que Dios
transforme nuestro corazón de piedra, duro e insensible, en un corazón
de carne (cf. Ez 36,26-27).
La conversión -y, por tanto, el verdadero
arrepentimiento- es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver
a Él nuestros corazones: «conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (cf. Catecismo, 1432).
Propósito
sincero de cambiar
Un termómetro fiel de nuestro arrepentimiento es
este querer cambiar, que no es un vago deseo o intención de ser mejor.
Sino la
disposición firme de la voluntad que se
compromete a luchar a muerte contra las manifestaciones concretas del pecado en
la propia vida. Y a cumplir por íntima convicción la voluntad de Dios,
aunque puedan preverse caídas en el futuro.
Por eso, se recomienda que trates de sacar al final
de cada confesión, con la ayuda de Dios e iluminado por los consejos del
confesor, un punto muy concreto y realista para trabajar hasta la siguiente
confesión.
De este modo el sacramento de la penitencia se revela en toda su
eficacia transformante como un «medio de perfección y de
perseverancia». Y no sólo,
como a veces sucede en la mentalidad común, como una ocasión para «descargar» las
propias faltas y así ponerse en paz con Dios y consigo mismo. Esta dimensión del sacramento de la confesión
es muy importante, sobre todo para quienes ya han caminado un buen
trecho en la vida espiritual y están más tentados de caer en el tedio, el
cansancio y el desaliento, ante la constatación repetida de las mismas faltas. Para quien aspira a dejar de ser bueno y
convertirse en el santo que Dios quiere, la confesión, vivida con este
dinamismo transformante, se convierte en uno de los medios más importantes,
deseados y defendidos.
Cultivar
el verdadero espíritu de penitencia y de reparación
La confesión no termina cuando se sale del confesionario. Para el alma
que ama de verdad, no basta cumplir la penitencia impuesta por el confesor, que
generalmente suele ser sencilla en su realización.
Sino que busca poner algo más de sí misma uniendo
tus sufrimientos de todos los días a los de Cristo, para completar así en su
propia vida «lo que falta a la pasión de Cristo» (cf. Col 1,24).
Éste es el sentido cristiano de la penitencia sacramental y del espíritu
de reparación que se debe
cultivar habitualmente como actitud del corazón, y sin el cual «las obras de penitencia permanecen estériles y
engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de
esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia» (Catecismo, 1430). Para cultivar este espíritu suele ser útil fijar con antelación el día
que se destinará para la confesión, que se recomienda que sea frecuente.
Todo ese «día penitencial», desde el ofrecimiento
en la mañana hasta las oraciones antes de acostarse, ha de estar sembrado de
pequeños detalles de sacrificio y de delicadeza con Jesucristo, para reparar
los propios pecados y los de los hombres.
La vida familiar puede ser un lugar privilegiado donde se aprenda en la
práctica el valor humano y espiritual del sacrificio y de la penitencia
interior. El ambiente diario del hogar es una maravillosa escuela de perdón, de paciencia, de comprensión
recíproca, de honestidad y sinceridad con Dios y con los demás. Los padres, a
través de su ejemplo y de su palabra, tienen en este cometido un papel
insustituible. En este proceso de
conversión sobre el que hemos reflexionado encontramos, además, los elementos
necesarios para llegar a ser grandes santos y apóstoles del Reino. Una
misión dada por Dios, un corazón lleno de debilidades y limitaciones, pero
desbordante de confianza y amor, y la generosidad para hacer crecer la semilla
de la gracia en la propia alma.
¿Cómo
hacer para confesarme?
Para hacer
una buena confesión debe hacer un buen examen de conciencia, tratando de
recordar los pecados cometidos contra cada uno de los mandamientos de la ley de
Dios. Te envío algunas reglas prácticas
para confesarse:
1. Antes de la confesión reza lo siguiente (no es
necesario hacerlo pero puede ayudarle mucho):
Jesús,
Salvador mío, concédeme la gracia
de confesarme bien para alcanzar el perdón de mis pecados y salvar mi alma. Virgen
Santísima, Madre de Jesús y Madre mía, alcanzadme de vuestro Hijo Jesús la
gracia de conocer todos mis pecados y confesarlos sinceramente.
Y
haz un Examen de conciencia
Pregúntate: ¿Cuánto tiempo hace que me confesé por
última vez? ¿Lo hice bien? ¿Olvidé algún pecado grave? ¿Callé alguno a
sabiendas? ¿Cumplí la penitencia que me dio el confesor?
Tratarás luego de recordar todos los pecados que
hubieres cometido después de la última confesión bien hecha.
Si hubieras cometido pecados graves, pensarás cuántas veces los has cometido, y si no lo sabes con
exactitud, al menos de manera aproximada. Si la última vez te confesaste mal, callando pecados graves por
vergüenza, dirás hoy al confesor que la última vez te confesaste mal y le dirás
aquel pecado que has callado. Primer
Mandamiento: -¿Recé
mis oraciones de la mañana y de la noche? -¿Estudié bien el catecismo? -¿Tuve
compañías irreligiosas? Segundo Mandamiento: -¿Juré mentirosamente por Dios? -¿Cuántas veces? -¿Dije
palabras injuriosas contra Dios, la Virgen o los Santos? -¿Cuántas veces? Tercer Mandamiento: -¿He faltado a Misa los
Domingos o Fiestas de guardar, o he llegado lo bastante tarde para no cumplir
con el precepto? -¿He trabajado el Domingo sin necesidad? Cuarto Mandamiento: -¿Desobedecí a mis
padres? -¿Les contesté? -¿Los hice enojar? -¿Falté al respeto a mi maestro, a
los sacerdotes, a los ancianos? -¿Tengo amor a mi Patria y me sacrifico por
ella? Quinto
Mandamiento: -¿Me
he peleado con mis hermanos y compañeros? -¿Les guardo odio o rencor? -¿Fui
orgulloso… envidioso? Sexto
y Noveno Mandamientos: -¿Tuve malos pensamientos o malos deseos y los consentí?
-¿Cuántas veces? -¿He conversado de cosas malas? ¿Cuántas veces?-¿He mirado
cosas indecentes? ¿Cuántas veces? -¿Hice cosas malas? ¿Cuántas veces? ¿Sólo o
acompañado? Séptimo y
Décimo Mandamientos: -¿He robado alguna cosa? -¿Acepté cosas robadas? -¿Robé
dinero a mis padres? Octavo
Mandamiento: –¿He calumniado gravemente? ¿Cuántas veces? -¿He mentido?
-¿He difamado gravemente? ¿Cuántas veces? -¿He hecho juicios temerarios?
¿Cuántas veces? Preceptos
de la Iglesia: -¿Confesé
y comulgué a lo menos una vez al año, en el tiempo de Pascua? -¿Comí carne en
días de abstinencia o no guardé el ayuno?
Terminado el examen de conciencia, rezarás el Acto de contrición (con la
cabeza inclinada).
2. Durante la Confesión. Comenzarás tu
confesión arrodillándote en el confesionario, allí sucederá lo siguiente:
1) Recepción del penitente: El sacerdote te recibirá con
amor y amabilidad, luego te harás la señal de la Santa Cruz, diciendo: ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén’.
2) Invitación a la confianza: Lo hace el sacerdote y al
terminar, tú dices: ‘Amén’.
3) Lectura de la Palabra de Dios.
4) Confesión de los pecados: Comenzando por decir cuánto
tiempo hace que no te confiesas, seguirás luego diciendo todos los pecados que
te acuerdes y el sacerdote te ayudará, si lo cree necesario, a que hagas una
confesión íntegra. Te dará algunos consejos.
5) Aceptación de la penitencia: El Padre te dará la penitencia
y la aceptarás diciendo: ‘Gracias, Padre’ o
algo parecido.
6) Oración del penitente: Manifestarás tu contrición
rezando el Acto de contrición.
7) Fórmula de la absolución: El sacerdote en nombre y con
el poder de Cristo te da la absolución, que te perdona los pecados.
8) Alabanza a Dios: Dice el sacerdote: ‘Dad gracias al Señor
porque es bueno’, y tú
contestarás: ‘Porque es eterna su misericordia’.
9) Despedida del penitente: El sacerdote te despide
diciéndote: ‘El Señor ha perdonado tus pecados.
Vete en paz’.
(No es necesario que te acuerdes de todo eso
para poder confesarte. Anda con toda confianza que el sacerdote te ayudará a
hacer la confesión muy bien).
Después de la confesión ante todo, darás gracias al
Señor por el inestimable beneficio del perdón, cumplirás inmediatamente la
penitencia que te señaló por el confesor, y renovarás el propósito de huir de
los pecados y de sus ocasiones.
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