El Papa Francisco presidió en la Plaza de San Pedro
la solemne celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor.
Miles de fieles participaron en ella dando así inicio a la Semana Santa.
El Papa, en l homilía, recordó que “Cristo murió
gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y
pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo”.
A continuación, el texto completo de la homilía:
Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y
tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a
su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar
de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se
entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que
forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar
los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este
tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar -y mucho-;
capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos
las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también
de grandes abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús
despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y
gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, del
leproso sanado o el balar de la oveja perdida que resuena con fuerza en ese
ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en
los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido
porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la
alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo
no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la
alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón
escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la
ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes han bloqueado
la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Alegría intolerable
para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades
recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia
de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es
poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y
se sienten superiores a otros!
Así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino
el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia,
cuando se levanta falso testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y
crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para acomodarse. El grito del que no tiene
problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces
disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la
realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y
lo convierte en un «malhechor». Es la voz
del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien
no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya»
de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin
problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la
esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando
el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate
a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar
la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de
Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor
por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los
de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que
nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se
encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es
dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar
cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento
de dificultad. ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de
alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia
los pecadores, los últimos y olvidados?
Queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es motivo de
enojo e irritación en manos de algunos, ya que un joven alegre es difícil de
manipular.
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro,
reprende a tus discípulos» y él responde: «Yo
les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los
mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes.
Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen.
Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños
pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud,
nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos
los tiempos: «Si ellos callan, gritarán las
piedras» (Lc 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes
decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse
callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes
callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.
Redacción ACI
Prensa
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