La
acción de José de Arimatea y Nicodemo fue rápida y eficaz. Antes de que los
judíos puedan darse cuenta de la muerte, ya está enterrado Jesús en un lugar
que responde a la piedad de los suyos. Pero los judíos temen a Jesús y se
acuerdan de la profecía de la resurrección al tercer día. Ellos habían
destruido el templo del cuerpo de Jesús, y ahora recuerdan el verdadero sentido
de la profecía. Por ello acuden a Pilato reclamando una guardia que resultó
providencial, muy a pesar suyo.
"Al día siguiente de la Parasceve se reunieron los príncipes de los
sacerdotes y los fariseos ante Pilato y le dijeron: Señor nos hemos acordado de
que ese impostor dijo en vida: Al tercer día resucitaré. Manda, pues, custodiar
el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y
digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos; y sea la última impostura
peor que la primera. Pilato les respondió: Ahí tenéis la guardia; id y
custodiad como sabéis. Ellos marcharon y aseguraron el sepulcro, sellando la
piedra y poniendo la guardia" (Mt).
La muerte
era un sello en la boca de Jesús. Los sellos intentan ser una garantía:
seguridad, guardan el cadáver en su silencio. Y, en efecto, esos sellos serán
garantía de la muerte verdadera de Jesús que yace en la losa del sepulcro con
el corazón abierto, separada el alma del cuerpo. Y los guardias se convertirán
en testigos privilegiados del gran día del domingo, del primer día de la semana
cristiana. Por ellos conocemos lo que sucedió al inicio del día primero, al
nacer el alba: "Y he aquí que se produjo un
gran terremoto, pues un ángel del Señor descendió del Cielo y, acercándose,
removió la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como de relámpago, y su
vestidura blanca como la nieve. Llenos de miedo, los guardias se aterrorizaron
y se quedaron como muertos (Mt).
Habían
pasado cuarenta horas desde el momento de la muerte: desde las tres del viernes
hasta las siete del domingo. Un día completo, nueve horas del viernes y siete
del domingo. Tres días. En ese tiempo el alma de Jesús desciende a los
infiernos, como reza el credo cristiano. Pero el cuerpo estaba allí, en reposo
total, sin conocer la corrupción, con la rigidez de la postura del crucificado,
con sus llagas abiertas, cubierto por la sábana y rodeando el rostro con el
pañolón del sudario. Un gran terremoto conmovió a los soldados, que se
estremecen, cuando, de repente, ven al ángel de vestiduras blancas lleno de
fuerza y poder, que desplaza la gran piedra con facilidad y se sienta en ella.
Los soldados caen al suelo, se desploman sin sentido. El temor no nubla sus
mentes, pues se dan cuenta de lo sucedido, pero aquello supera grandemente sus
experiencias. Estaba sucediendo el hecho central de la salvación. En el
sepulcro, aquel cadáver estaba volviendo a la vida.
Algunos
de los soldados huyen de espanto, otros quedan removidos por lo sucedido, otros
acuden a los sanedritas con la noticia. "Algunos
de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los
sacerdotes todo lo sucedido. Reunidos con los ancianos, después de haberlo
acordado, dieron una buena suma de dinero a los soldados con el encargo de
decir: Sus discípulos vinieron de noche y lo robaron mientras nosotros
dormíamos. Si esto llegara a oídos del procurador, nosotros le calmaremos y
cuidaremos de vuestra seguridad. Ellos tomaron el dinero y actuaron según las instrucciones
recibidas. Así se divulgó este rumor entre los judíos hasta el día de hoy"(Mt).
Los
sanedritas tenían ya el gran signo de Jonás. Tres días en el seno de la tierra,
y volver a la vida. Todos los otros milagros palidecen con la grandeza de lo
sucedido. Este milagro, realizado por su propio poder, manifestaba a Jesús como
vencedor de la muerte y del pecado. Una nueva era acababa de comenzar. Pero, de
nuevo, no creyeron. Y elaboraron una mentira rápida y burda: unos testigos
dormidos testifican de lo que ha sucedido. Mientras dormían acudieron unos
hombres y se llevaron el cuerpo. Era burda la mentira, pero el dinero acalla
las conciencias. Los soldados, testigos involuntarios de los hechos, garantizan
de una manera involuntaria la verdad de la resurrección de Jesús.
La
resurrección es la gran victoria. Jesús ha descendido todos los escalones de la
humillación, uno a uno, como saboreando el abajamiento. Y, cuando ha llegado a
lo más hondo, toma al hombre caído y lo eleva a niveles insospechados. La nueva
vida es mucho más que lo que se puede alcanzar por una ética correcta; es un
don de Dios que introduce a los hombres en la vida divina si se unen a Cristo
resucitado y vencedor.
Reproducido con permiso del Autor,
Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales
universitarias
pedidos a eunsa@cin.es
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