De las Disertaciones de San Andrés de Creta, obispo.
Bendito el que
viene en nombre del Señor
Andrés de
Creta nos exhorta a salir al encuentro de Cristo que, libremente y por amor, se
encamina hacia la cruz. Pero esta decisión de buscarle hasta hallarle debe ser
espontánea, buscada y querida, también, por amor. En medio de los afanes
cotidianos de nuestra vida ordinaria, tendremos pruebas; pasado el tiempo,
sentiremos ansias de vivir mientras nos vemos declinar hacia la muerte. Pero,
en el camino, no hemos de esperar otra gloria que la que él tuvo: la cruz. Quererle
seguir es alcanzar una cierta semejanza con él en su oblación. Casi al término
de esta Cuaresma, mientras avivamos nuestros deseos de transfigurarnos en él,
seremos hechos «nuevos», si consentimos participar en su cruz.
Venid,
subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que
vuelve hoy desde Betania, y que se encamina por su propia voluntad hacia
aquella venerable y bienaventurada pasión, para llevar a término el misterio de
nuestra salvación.
Viene, en
efecto voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que, por amor a nosotros, bajó
del cielo para exaltarnos con él, como dice la Escritura, por encima de todo
principado, potestad, virtud y dominación, y de todo ser que exista, a nosotros
que yacíamos postrados.
Él viene,
pero no como quien toma posesión de su gloria, con fasto y ostentación. No
gritará dice la Escritura, no clamará, no voceará por las calles, sino que será
manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque le ha sido preparada una
entrada suntuosa.
Corramos,
pues, con el que se dirige con presteza a la pasión, e imitemos a los que
salían a su encuentro. No para alfombrarle el camino con ramos de olivo,
tapices, mantos y ramas de palmera, sino para poner bajo sus pies nuestras
propias personas, con un espíritu humillado al máximo, con una mente y un
propósito sinceros, para que podamos así recibir a la Palabra que viene a
nosotros y dar cabida a Dios, a quien nadie puede contener.
Alegrémonos,
por tanto, de que se nos haya mostrado con tanta mansedumbre aquel que es manso
y que sube sobre el ocaso de nuestra pequeñez, a tal extremo, que vino y
convivió con nosotros, para elevarnos hasta sí mismo, haciéndose de nuestra
familia.
Dice el
salmo: Subió a lo más alto de los cielos, hacia oriente (hacia su propia gloria
y divinidad, interpreto yo), con las primicias de nuestra naturaleza, hasta la
cual se había abajado impregnándose de ella; sin embargo, no por ello abandona
su inclinación hacia el género humano, sino que seguirá cuidando de él para
irlo elevando de gloria en gloria, desde lo ínfimo de la tierra, hasta hacerlo
partícipe de su propia sublimidad.
Así,
pues, en vez de unas túnicas o unos ramos inanimados, en vez de unas ramas de
arbustos, que pronto pierden su verdor y que por poco tiempo recrean la mirada,
pongámonos nosotros mismos bajo los pies de Cristo, revestidos de su gracia,
mejor aún, de toda su persona, porque todos los que habéis sido bautizados en
Cristo os habéis revestido de Cristo; extendámonos tendidos a sus pies, a
manera de túnicas.
Nosotros,
que antes éramos como escarlata por la inmundicia de nuestros pecados, pero que
después nos hemos vuelto blancos como la nieve con el baño saludable del
bautismo, ofrezcamos al vencedor de la muerte no ya ramas de palmera, sino el
botín de su victoria, que somos nosotros mismos.
Aclamémoslo
también nosotros, como hacían los niños, agitando los ramos espirituales del
alma y diciéndole un día y otro: Bendito el que viene en nombre del Señor, el
rey de Israel.
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