“Jesús se dirige
suplicante al Padre como si fuera el criminal y no la víctima. Su agonía toma
forma de culpa y de compunción. Está haciendo penitencia. Parece llevar a cabo
una confesión. Ejercita la contrición con un realismo y una virtud
infinitamente mayores que los de todos los santos y penitentes juntos, porque
es la única víctima por todos, la única satisfacción, el verdadero penitente: es
todo menos el auténtico y real pecador“.
…………………………
De pequeño, me sorprendía un poco la escena de Jesús en el Huerto de los Olivos. Entendía que
Jesús era consciente de la muerte terrible que le esperaba y que por eso sufría
y se angustiaba, pero había algo que no me cuadraba del todo. Ha habido en la
historia muchos mártires cristianos e incluso personajes paganos o de otras
religiones que sabían que iban a morir, algunos de muerte horrible, pero fueron
capaces de afrontar esa muerte con tranquilidad. En ese sentido, que Jesús
dijera que estaba triste hasta la muerte e incluso sudara sangre ante la perspectiva de la
crucifixión me parecía, de algún modo, menos
admirable, exagerado o por lo menos impropio del hombre perfecto y
modelo de toda virtud.
Como es lógico, el defecto
estaba en mí, que no me enteraba de nada, y no en Cristo. Me había tragado una interpretación secularizada de la Pasión
que era y es frecuente en muchos libros y predicaciones y que reduce el
sufrimiento de Jesús a algo puramente natural y ante todo físico. Cuando falta
la fe y se entiende la pasión de forma meramente humana, como una historia de
injusticia y opresión, inevitablemente deja de tener sentido.
En realidad, como señala
Newman, el sufrimiento de Cristo es
ante todo sobrenatural. Él tomó sobre sus hombros todos los pecados del
mundo, todas las ofensas a Dios y todas sus consecuencias de muerte, oscuridad,
tristeza y sufrimiento. Eso es lo que hizo que el alma de Cristo estuviera “triste hasta la muerte". Las culpas de la
humanidad entera cayeron sobre él, aplastando su naturaleza humana y
sobrepasando sus fuerzas. De forma incomprensible para nosotros, tomó sobre sí
la gran masa purulenta y cenagosa de oscuridad, odio, envidia, malicia, rencor,
ofensas, desesperanza y aflicción, causada por el alejamiento de Dios de todos
los hombres, hasta que sus sentidos y potencias quedaron completamente
extenuados.
Ese fue el cáliz amargo que su mismo ser rechazaba con todas sus fuerzas (¿cómo no iba a
rechazar las consecuencias del pecado, radicalmente contrario a la naturaleza
humana?), pero que aceptó beber para cumplir la Voluntad de su Padre. Así, su
obediencia sanó la desobediencia primordial de Adán y las incontables desobediencias
de todos sus hijos.
El sufrimiento físico, causado
por la ejecución más cruel e infamante que existía, fue sin duda terrible,
horroroso, inhumano y abrumador. Aun así, ese dolor físico fue la parte más pequeña de los sufrimientos de Cristo,
el signo material y visible de un sufrimiento sobrenatural incomparablemente
mayor. La traición de su amigo Judas, el abandono de sus discípulos y las
traiciones y pecados de cada uno de los hombres que han existido y existirán
hasta el fin de los tiempos fueron la causa profunda de su dolor. Cargado con nuestros pecados, subió al leño. El que no tenía pecado, cargó con los
pecados de muchos; la víctima inocente fue castigada en lugar de los
criminales, el que no tenía culpa alguna, asumió todas las culpas. Nuestros
pecados lo destruyeron y, a cambio, sus heridas
nos han sanado.
Cuando contemples a Cristo en
su Pasión, en el Huerto de los Olivos, en el pretorio o en la Cruz, recuerda
que está cargando con tus pecados
concretos, los tuyos, los de cada uno de los días de tu vida, y que esa
carga es más pesada que el madero mismo que tuvo que llevar sobre sus hombros.
Recuérdalo y llora.
Bruno
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