miércoles, 16 de julio de 2014

TESTIMONIO – TUBERCULOSIS PULMONAR


En 1973, yo era provincial de mi Congregación, Misioneros del Sagrado Corazón, en la Republica Dominicana. Había trabajado demasiado, abusando de mi salud en los 16 años que tenía como misionero en el país. Pasé mucho tiempo en actividades materiales, construyendo iglesias, edificando seminarios, centros de promoción humana, de catequesis, etc. Siempre estaba buscando dinero para edificar casas y para dar alimento a nuestros seminaristas.

El Señor me permitió vivir todo ese activismo y, por el exceso de trabajo, caí enfermo. El 14 de junio de ese año en una asamblea del Movimiento Familiar Cristiano me sentí mal, muy mal. Tuvieron que llevarme inmediatamente al Centro Médico Nacional. Estaba tan grave que pensaba que no podría pasar la noche. Creí realmente que me iba a morir pronto. Muchas veces había meditado sobre la muerte y predicado sobre ella, pero nunca había hecho el ensayo de morirme, y esto no me gusto.

Los médicos me hicieron análisis muy detenidos, detectándome tuberculosis pulmonar aguda. Al ver que estaba tan enfermo pensé en volver a mi país, Quebec, Canadá donde nací y vive mi familia. Pero estaba tan delicado que no podía hacerlo entonces. Tuve que esperar quince días bajo tratamientos con reconstituyentes, para realizar el viaje.

En Canadá me internaron en un centro médico especializado donde los, médicos me volvieron a examinar, pues querían estar bien seguros de cual era mi enfermedad. El mes de julio se lo pasaron haciendo análisis, biopsia, radiografías, etc. Después de todos estos estudios, confirmaron de manera científica que la tuberculosis pulmonar aguda había lesionado gravemente los dos pulmones. Para reanimarme un poco me dijeron que después de un ano de tratamiento y reposo podría volver a mi casa.

Un día recibí dos visitas muy peculiares. Primero llego el sacerdote director de RND – Revista Notre Dame – quien me pidió permiso para tomarme una fotografía para el articulo: “Como vivir con su enfermedad”.

Aun él no se despedía cuando entraron cinco seglares de un grupo de oración de la Renovación Carismática. En República Dominicana me había burlado mucho de la Renovación Carismática, afirmando que América Latina no necesitaba don de lenguas sino promoción humana, y ahora ellos venían a orar desinteresadamente por mí.

Estas visitas tenían dos enfoques totalmente diferentes: el primero para aceptar la enfermedad. El segundo para recuperar la salud.

Como sacerdote misionero pensé que no era edificante rechazar la oración. Pero, sinceramente, la acepte más por educación que por convicción. No creía que una simple oración pudiera conseguirme la salud.

Ellos me dijeron muy convencidos:

-          Vamos a hacer lo que dice el Evangelio: Impondrán las manos sobre los enfermos y estos quedaran sanos. Si que oraremos y el Señor te va a sanar.

Acto seguido se acercaron todos a la mecedora donde yo estaba sentado y me impusieron las manos. Yo nunca había visto algo semejante y no me gustó Me sentí ridículo debajo de sus manos y me daba pena con la gente que pasaba afuera y se asomaba por la puerta que se había quedado abierta.

Entonces interrumpí la oración y les propuse:

-Si quieren, vamos a cerrar la puerta…

- Si, padre, como no – respondieron

Cerraron la puerta, pero ya Jesús había entrado.

Durante la oración sentí un fuerte calor en mis pulmones. Pensé que era otro ataque de tuberculosis y me iba a morir. Pero era el calor del amor de Jesús que me estaba tocando y sanando mis pulmones enfermos. Durante la oración hubo una profecía. El Señor me decía:

 “Yo hare de ti un testigo de mi amor”. Jesús vivo estaba dando vida, no solo a mis pulmones sino a mi sacerdocio y a todo mi ser.

A los tres o cuatro días me sentía perfectamente bien. Tenía apetito, dormía bien y no había dolor alguno.

Los médicos estaban preparados para comenzar inmediatamente el tratamiento. Sin embargo, ningún medicamento les respondía de acuerdo a mi supuesta enfermedad. Entonces mandaron traer una s inyecciones para gente cuyo organismo no es normal, pero tampoco hubo reacción alguna.

Yo me sentía bien y quería regresar a casa, pero ellos me obligaron a pasar todo el mes de agosto en el hospital buscando por todos lados la tuberculosis que se les había escapado y no podían encontrar.

Al fin del mes, después de muchos experimentos el medico responsable me dijo:

-          Padre, vuelva a su casa. Usted esta perfectamente, pero esto va en contra de todas nuestras teorías medicas. No sabemos lo que ha pasado.

Luego, encogiendo los hombros, añadió:

-          Padre, ust6ed es un caso único en este hospital.

-          En mi congregación también – le respondí riendo.

Salí del hospital sin recetas, medicinas ni cuidados especiales. Me fui a casa pesando solo 110 libras – 50 kilos. El hospital que me iba a curar de tuberculosis me estaba matando de hambre.

Quince días después apareció el número 8 de la Revista “Notre Dame”. En la página cinco estaba mi fotografía del hospital: sentado en la célebre mecedora, con sondas, cara triste y mirada pensativa. Debajo de la fotografía decía: “El enfermo debe aprender a vivir con su enfermedad, acostumbrarse a las alusiones veladas a las preguntas indiscretas… y a los amigos que no volverán a mirarlo de la misma manera”.

El Señor me había sanado. Mi fe era muy pequeña, tal vez del tamaño de un grano de mostaza, pero que Dios era tan grande que no había dependido de mi pequenes. Así es nuestro Dios. Si estuviera condicionado a nosotros, no sería Dios.

Si yo recibí en carne propia la primera y fundamental enseñanza para el ministerio de curación. El Señor nos sana con la fe que tenemos. No nos pide más, sólo eso.

P. Emiliano Tardif

Fuente: JESÚS ESTA VIVO.

Publicado por: José Miguel Pajares Clausen

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