San Juan Pablo II…, el
miércoles 6 de mayo de 1998, en una de sus audiencias semanales trató este
tema, que es un maravilloso tema de meditación. Es por ello por lo que he
querido recoger las palabras del Santo padre Juan Pablo II, en esta glosa que
nos puede servir de meditación. En los evangelios y al margen de ellos, los
actos de fe de Nuestra señora debieron ser innumerables, pero, de los que
tenemos, fe de su existencia, son los que aparecen relatados en los evangelios.
En el evangelios, San
Lucas, que es el que más se ocupa de los temas marianos, se nos menciona el
primer acto de fe de la Virgen nuestra Señora, después de su Anunciación y en
su visita a su prima Santa Isabel, la cual le dijo: “43 ¿Quién soy yo, para que la
madre de mi Señor venga a visitarme? 44 Apenas oí tu saludo, el niño saltó de
alegría en mi seno. 45 Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te
fue anunciado de parte del Señor”. (Lc 1,13-45). Al recibir el mensaje del futuro nacimiento de su hijo, Zacarías, el
esposo de Santa Isabel, se había resistido a creer, juzgando que era algo
imposible, porque tanto él como su mujer eran ancianos. Por ello Zacarías se
quedó sin habla hasta el día del nacimiento de su hijo San Juan Bautista,
Es este acto de fe la Virgen
María, el que precede a su fiat. “Hágase en mí según tu palabra”. Con razón afirma San
Agustín: “Cristo es creído y concebido mediante la fe. Primero se realiza la
venida de la fe al corazón de la Virgen, y a continuación viene la fecundidad
al seno de la madre”.
(Sermón 293: PL 38, 1.327). La fe nunca abandonó a María, no sabemos cómo
debieron de ser los angustiosos momentos en que constataron José y Ella, la
pérdida de su Hijo. En este sucedido Ella meditando las palabras y los
comportamientos de su Hijo, tuvo que mostrar una fe profunda, prueba de esta
profunda fe es la aceptación de la respuesta de su Hijo: “¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?”. (Lc
2,49).
En las bodas de Caná,
encontramos otro acto de fe de María. Aquí Ella ante la falta de vino, María
podría buscar alguna solución humana para el problema que se había planteado,
pero no duda en dirigirse a su Hijo diciéndole: “No tienen vino”.
(Jn 2,3). Como sabe que su Hijo no tiene vino le está pidiendo un milagro y con
ellos demostrando su fe en su Hijo. Esta conducta de la Virgen parece ser que
responde, a una inspiración interior, ya que, según el plan divino, la fe de
María debe preceder a la primera manifestación del poder mesiánico del Señor,
tal como precedió a su venida a la tierra. El Señor alabó la fe de los
verdaderos creyentes, cuando manifestó: “Dichosos los que no han visto y han creído”.
(Jn 20,29).
Pero existe aquí en Caná
otro acto de fe de María, cuando su Hijo le dice, en respuesta a su petición: “Mujer,
¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4). El
hecho de que esa hora no esté aún presente cronológicamente es un obstáculo
que, viniendo de la voluntad soberana del Padre, parece insuperable. .Sin
embargo, María no renuncia a su petición, hasta el punto de implicar a los
sirvientes en la realización del milagro esperado: “Haced lo que él os diga”
(Jn 2,5).
Con la docilidad y la
profundidad de su fe, lee las palabras de Cristo más allá de su sentido
inmediato.
Intuye el abismo insondable y los recursos infinitos de la misericordia
divina, y no duda de la respuesta de amor de su Hijo. El milagro responde a la
perseverancia de su fe. María se presenta así como modelo de una fe en Jesús
que supera todos los obstáculos.
También en la vida pública de su Hijo, María dio muestra de la fortaleza
de su fe. Por una parte, a María le da alegría saber, que la predicación y los
milagros de Jesús suscitaban admiración y consenso en muchas personas. Por
otra, ve con amargura la oposición cada vez más enconada de los fariseos, de
los doctores de la ley y de la jerarquía sacerdotal. Uno no se puede imaginar
cuánto sufrió María ante esa incredulidad, que constataba incluso entre sus parientes:
los llamados hermanos de Jesús, es
decir, sus parientes, no creían en él e interpretaban su comportamiento como
inspirado por una voluntad ambiciosa: “2 Se acercaba la fiesta judía
de las Chozas, 3 y sus hermanos le dijeron: «No te quedes aquí; ve a Judea,
para que también tus discípulos de allí vean las obras que haces. 4 Cuando uno
quiere hacerse conocer, no actúa en secreto; ya que tú haces estas cosas,
manifiéstate al mundo». 5 Efectivamente, ni sus propios hermanos creían en él”. (Jn 7,2-5).
María, aun sintiendo dolorosamente la desaprobación familiar, no rompe
las relaciones con esos parientes, que encontramos con ella en la primera
comunidad en espera de Pentecostés: “14 Todos ellos, íntimamente
unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la
madre de Jesús, y de sus hermanos. 15 Uno de esos días, Pedro se puso de pie en
medio de los hermanos –los que estaban reunidos eran alrededor de ciento veinte
personas– y dijo: 16 «Hermanos, era necesario que se cumpliera la Escritura en
la que el Espíritu Santo, por boca de David, habla de Judas, que fue el jefe de
los que apresaron a Jesús. 17 Él era uno de los nuestros y había recibido su
parte en nuestro ministerio”. (Hch
1,14). Con su benevolencia y su caridad, María ayuda a los demás a compartir su
fe.
En el drama del Calvario,
la fe de María permanece intacta. Para la fe de los discípulos, ese drama fue
desconcertante. Sólo gracias a la eficacia de la oración de Cristo, Pedro y los
demás, aunque probados, pudieron reanudar el camino de la fe, para convertirse
en testigos de la resurrección. Al decir que María estaba de pie junto a la
cruz, el evangelista San Juan (Jn 19,25) nos da a entender que María se mantuvo
llena de valentía en esos terribles momentos dramáticos. Ciertamente, fue la
fase más dura de su «peregrinación de fe»
(Lumen gentium, 58).
Pero ella pudo estar de pie
porque su fe se conservó firme. En la prueba, María siguió creyendo que Jesús
era el Hijo de Dios y que, con su sacrificio, transformaría el destino de la
humanidad, como así ha sido. La resurrección fue la confirmación definitiva de
la fe de María. Más que en cualquier otro momento, la fe en Cristo resucitado
transformó su corazón en el más auténtico y completo rostro de la fe, que es el
rostro de la alegría.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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