¡Cuántas veces el Señor dirá a
sus profetas: "No les tengas miedo"! Jesucristo anunciaba que
llevarían a los tribunales a sus discípulos pero que el Espíritu hablaría por
sus bocas.
El miedo irracional, tal vez timidez, tal vez pánico frente a algo nuevo, tal vez cobardía, es tentación del Maligno. Frente al apostolado, el miedo pretende paralizarnos (todo miedo paraliza como sistema de defensa) y dejarnos en la cómoda instalación, en los brazos cruzados, en los ajos y cebollas de Egipto en vez de la arriesgada libertad del Mar Rojo y del desierto. El miedo hace olvidar que el Señor despliega su brazo poderoso en favor de los elegidos y les da el Espíritu de fortaleza.
El testimonio cotidiano parece fútil e incapaz de mejorar las personas y condiciones que lo rodean. La tentación del desánimo y del cansancio es más fuerte en el testimonio que en la predicación y en las acciones organizadas de caridad y justicia, pues estas últimas suelen recibir crédito y reconocimiento. El testimonio, en cambio, por su misma naturaleza es demasiado poco espectacular y cotidiano como para suscitar -salvo casos particulares- reconocimiento explícito .
El miedo nos ciega y no nos deja ver la Providencia del Señor. El miedo nos puede impulsar incluso a negar a Jesús antes de que el gallo cante tres veces.
El miedo al qué dirán, al fracaso, a la burla, a la crítica o la persecución, el miedo a no se sabe bien qué realidad. El temor no viene de Dios. "El amor expulsa el temor" (1Jn 4,18), y el amor de Dios es el único que puede llenar el corazón y rechazar todo temor. Sentirse lleno del Espíritu que impulsa a la acción apostólica, poner en manos del Padre todos los temores que Él los destruirá y protegerá a sus enviados.
El miedo irracional, tal vez timidez, tal vez pánico frente a algo nuevo, tal vez cobardía, es tentación del Maligno. Frente al apostolado, el miedo pretende paralizarnos (todo miedo paraliza como sistema de defensa) y dejarnos en la cómoda instalación, en los brazos cruzados, en los ajos y cebollas de Egipto en vez de la arriesgada libertad del Mar Rojo y del desierto. El miedo hace olvidar que el Señor despliega su brazo poderoso en favor de los elegidos y les da el Espíritu de fortaleza.
El testimonio cotidiano parece fútil e incapaz de mejorar las personas y condiciones que lo rodean. La tentación del desánimo y del cansancio es más fuerte en el testimonio que en la predicación y en las acciones organizadas de caridad y justicia, pues estas últimas suelen recibir crédito y reconocimiento. El testimonio, en cambio, por su misma naturaleza es demasiado poco espectacular y cotidiano como para suscitar -salvo casos particulares- reconocimiento explícito .
El miedo nos ciega y no nos deja ver la Providencia del Señor. El miedo nos puede impulsar incluso a negar a Jesús antes de que el gallo cante tres veces.
El miedo al qué dirán, al fracaso, a la burla, a la crítica o la persecución, el miedo a no se sabe bien qué realidad. El temor no viene de Dios. "El amor expulsa el temor" (1Jn 4,18), y el amor de Dios es el único que puede llenar el corazón y rechazar todo temor. Sentirse lleno del Espíritu que impulsa a la acción apostólica, poner en manos del Padre todos los temores que Él los destruirá y protegerá a sus enviados.
Ante el miedo que puede
paralizarnos e impedir el apostolado, lo primero será orar y mucho ante la
Presencia del Señor; Él, en el Sagrario, nos irá reconfortando y dando la
valentía de su Espíritu Santo. Luego, con acción de gracias, hacer memoria de
las muchas veces que el Señor nos ha ido librando de la boca del león, sabiendo
que Quien lo hizo, lo hará; El que actuó, actuará de nuevo.
Entonces,
con suavidad, decir: Aquí estoy. Confío en ti. A tus manos encomiendo mi
espíritu.
Javier Sánchez Martínez
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