El día 22 de julio la Iglesia celebra la memoria de María Magdalena. En
la tradición confluyen en esta santa tres personajes citados en diferentes
pasajes evangélicos: María de Magdala, liberada de siete demonios por Jesús y
la primera a quien se aparece Jesús tras la Resurrección; María de Betania,
hermana de Lázaro y Marta, que llora a los pies de Jesús, los unge de perfume y
los seca con sus cabellos: y la pecadora que unge con perfume los pies de Jesús
en casa de Simón el Fariseo
El personaje de la Magdalena ha sido ampliamente representado en
el arte. Concretamente en la literatura española forma parte de una larga
tradición: estaba presente en el teatro de los orígenes, y posteriormente se
oyó su voz en obras de Manrique, Encina o Lucas Fernández. Por otra parte,
siempre fue tenida en cuenta en la literatura popular vertida en las letras de
romances, villancicos y glosas recogidos en los Cancioneros del siglo XVI.
Cuando la literatura española acogió formas métricas italianizantes, como el
soneto y la oda, la Magdalena se implantará en ellas. Las fuentes
poéticas que desembocaron en el Siglo de Oro se entrelazaron en la historia de
nuestra literatura con las doctrinales (los Padres, como San Agustín, San
Gregorio Magno, san Beda el Venerable, Odón de Cluny; misas y oficios propios
de la Santa que se propagaron desde el siglo IX, himnos latinos).
El Concilio de Trento, además, alentó el fervor a los santos, frente a
la reforma luterana que les negaba el culto, y especialmente ensalzó a María
Magdalena, emblema del arrepentimiento y la penitencia frente a quienes
rechazaban el sacramento de la penitencia y negaban la confesión. Por otra parte,
correspondía a la santa inspirar a una Iglesia en crisis y asediada.
No es extraño, pues, que el primer tratado español dedicado enteramente
a la Magdalena sea obra de un benedictino, fray Pedro de Chaves, en el
año 1549. Insiste el autor en la firmeza de la fe de la mujer después de ser
perdonada y en el privilegio de ser el primer testigo de la Resurrección de
Jesús. Esta obra de Chaves, en la que el benedictino exalta a la Magdalena,
aludiendo a ella como capitana de penitentes, redentora de Eva, apóstol de los
apóstoles, y elogiando su esperanza en la salvación, es preculsora del gran
auge que tendrá la imagen de la Magdalena en el arte áureo: José Rivera,
Valdés Leal, el Greco, Zurbarán la representaron en pintura; en literatura,
escribieron sobre ella genios de la talla de Lope de Vega o Fray Luis de León.
Citaremos para ilustrarlo un hermoso poema de Fray Luis. En él se
aprecia, como han resaltado varios críticos, la reelaboración cristiana de los
antiguos tópicos latinos retomados por el humanismo, ubi sunt, carpe diem,
que hace el poeta, con una belleza y una fuerza doctrinal excepcional:
Oda VI
Elisa, ya el preciado cabello, que del oro escarnio hacía, la nieve ha
variado; ¡ay! ¿yo no te decía:
-Recoge, Elisa, el pie, que vuela el día?
Ya los que prometían durar en tu servicio eternamente, ingratos se desvían por no mirar la frente con rugas afeada, el negro diente.
¿Qué tienes del pasado tiempo sino dolor?, ¿cuál es el fruto que tu labor te ha dado, si no es tristeza y luto, y el alma hecha sierva a vicio bruto?
¿Qué fe te guarda el vano, por quien tú no guardaste la debida a tu bien soberano, por quien mal proveída perdiste de tu seno la querida prenda, por quien velaste, por quien ardiste en celos, por quien uno el cielo fatigaste con gemido importuno, por quien nunca tuviste acuerdo alguno de ti mesma? Y agora, rico de tus despojos, más ligero que el ave, huye, adora a Lida el lisonjero; tú quedas entregada al dolor fiero.
¡Oh cuánto mejor fuera el don de hermosura, que del cielo te vino, a cuyo era habello dado en velo santo, guardado bien del polvo y suelo!
Mas hora no hay tardía, tanto nos es el cielo piadoso, mientras que dura el día; el pecho hervoroso en breve del dolor saca reposo; que la gentil señora de Mágdalo, bien que perdidamente dañada, en breve hora con el amor ferviente las llamas apagó del fuego ardiente,
las llamas del malvado amor con otro amor más encendido; y consiguió el estado, que no fue concedido al huésped arrogante en bien fingido.
De amor guiada, y pena, penetra el techo estraño, y atrevida ofrécese a la ajena presencia, y sabia olvida el ojo mofador; buscó la vida; y, toda derrocada a los divinos pies que la traían,
lo que la en sí fiada gente olvidado habían, sus manos, boca y ojos lo hacían.
Lavaba larga en lloro al que su torpe mal lavando estaba; limpiaba con el oro, que la cabeza ornaba, a su limpieza, y paz a su paz daba.
Decía: «Solo amparo de la miseria extrema, medicina de mi salud, reparo de tanto mal, inclina aqueste cieno tu piedad divina.
¡Ay! ¿Qué podrá ofrecerte quien todo lo perdió? Aquestas manos osadas de ofenderte,
aquestos ojos vanos te ofrezco, y estos labios tan profanos.
Lo que sudó en tu ofensa trabaje en tu servicio, y de mis males proceda mi defensa; mis ojos, dos mortales fraguas, dos fuentes sean manantiales.
Bañen tus pies mis ojos, límpienlos mis cabellos; de tormento mi boca, y red de enojos,
les dé besos sin cuento; y lo que me condena te presento: preséntate un sujeto tan mortalmente herido, cual conviene, do un médico perfeto de cuanto saber tiene dé muestra, que por siglos mil resuene».
-Recoge, Elisa, el pie, que vuela el día?
Ya los que prometían durar en tu servicio eternamente, ingratos se desvían por no mirar la frente con rugas afeada, el negro diente.
¿Qué tienes del pasado tiempo sino dolor?, ¿cuál es el fruto que tu labor te ha dado, si no es tristeza y luto, y el alma hecha sierva a vicio bruto?
¿Qué fe te guarda el vano, por quien tú no guardaste la debida a tu bien soberano, por quien mal proveída perdiste de tu seno la querida prenda, por quien velaste, por quien ardiste en celos, por quien uno el cielo fatigaste con gemido importuno, por quien nunca tuviste acuerdo alguno de ti mesma? Y agora, rico de tus despojos, más ligero que el ave, huye, adora a Lida el lisonjero; tú quedas entregada al dolor fiero.
¡Oh cuánto mejor fuera el don de hermosura, que del cielo te vino, a cuyo era habello dado en velo santo, guardado bien del polvo y suelo!
Mas hora no hay tardía, tanto nos es el cielo piadoso, mientras que dura el día; el pecho hervoroso en breve del dolor saca reposo; que la gentil señora de Mágdalo, bien que perdidamente dañada, en breve hora con el amor ferviente las llamas apagó del fuego ardiente,
las llamas del malvado amor con otro amor más encendido; y consiguió el estado, que no fue concedido al huésped arrogante en bien fingido.
De amor guiada, y pena, penetra el techo estraño, y atrevida ofrécese a la ajena presencia, y sabia olvida el ojo mofador; buscó la vida; y, toda derrocada a los divinos pies que la traían,
lo que la en sí fiada gente olvidado habían, sus manos, boca y ojos lo hacían.
Lavaba larga en lloro al que su torpe mal lavando estaba; limpiaba con el oro, que la cabeza ornaba, a su limpieza, y paz a su paz daba.
Decía: «Solo amparo de la miseria extrema, medicina de mi salud, reparo de tanto mal, inclina aqueste cieno tu piedad divina.
¡Ay! ¿Qué podrá ofrecerte quien todo lo perdió? Aquestas manos osadas de ofenderte,
aquestos ojos vanos te ofrezco, y estos labios tan profanos.
Lo que sudó en tu ofensa trabaje en tu servicio, y de mis males proceda mi defensa; mis ojos, dos mortales fraguas, dos fuentes sean manantiales.
Bañen tus pies mis ojos, límpienlos mis cabellos; de tormento mi boca, y red de enojos,
les dé besos sin cuento; y lo que me condena te presento: preséntate un sujeto tan mortalmente herido, cual conviene, do un médico perfeto de cuanto saber tiene dé muestra, que por siglos mil resuene».
Caty Roa
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