ES UNO DE LOS COMPOSITORES CON MAYOR NÚMERO DE OBRAS RELIGIOSAS
Udo Samel interpretó a Franz Schubert en la mini
serie 'Mit meinem heissen Traenen [Notturno]', dirigida en 1986 por Fritz
Lehner.
La popularidad de una pieza
musical religiosa es directamente proporcional a lo que los oyentes esperan de
su compositor: que, por supuesto, sea un verdadero creyente. Miles de fieles
católicos han entonado, desde unos años después de la composición, hasta hoy,
un Ave María, el nombre de cuyo compositor a menudo ignoran o,
si lo saben, confirmarían lo dicho si se les preguntara: ”Claro que se debe tratar de un creyente convencido”. Es
tal el fervor y el trance religioso que impregnan la
obra y lo contagian
masivamente a los oyentes, que no se podría afirmar otra cosa.
Sin embargo, dicho compositor,
que también es autor de unas Misas
y otras obras religiosas animadas por el mismo espíritu, no se declaraba miembro de la Iglesia católica. Esta figura es
la de Franz Schubert (1797-1828), quien compuso
inicialmente su Ave María como un arreglo de una canción popular para
el poema épico del escritor escocés Walter
Scott La dama del
lago -basándose en la cual también Rossini compuso
una ópera-, una de las obras schubertianas para el canto a varias voces. La
obra original, en alemán, no se corresponde con el texto de la oración en
latín, pero, gracias a otro arreglo, ha llegado hasta nuestros días como si esa
correspondencia existiera totalmente.
EL AVE MARIA DE
SCHUBERT, EN LA VOZ DE LUCIANO PAVAROTTI (1935-2007).
Schubert sufrió enormemente por
la incomprensión de su padre y de sus contemporáneos, por la pobreza,
las enfermedades y
la falta de habilidades para las vanidades e intrigas mundanas. Su padre,
convencido de que el destino del joven estaba en el oficio de maestro de
escuela, el suyo propio, le cerró dos veces las puertas de su casa. Lo
lamentaría amargamente, aunque la reconciliación entre
los dos se dio más tarde, ante la muerte prematura de su hijo.
No se oponía a favorecer de algún
modo la formación musical de éste, integrante en su infancia del coro de la Capilla Imperial austríaca y
uno de los más sobresalientes alumnos de música en la escuela Konvikt; pero no vislumbraba ningún
porvenir favorable para el joven Franz como compositor.
Schubert le hizo caso
inicialmente a su padre y ejerció por un tiempo la docencia, pero llegó
un momento en que no resistió más la presión de las circunstancias, las de una
ocupación que le impedía ser él mismo, un artista completo, y las de alumnos
que se burlaban salvajemente de él por sus distracciones y su concentración en
las melodías que
siempre afloraron tumultuosa y ricamente en su imaginación
musical. Schubert respondía a estas burlas y desórdenes con
severos castigos, estallidos de ira que
fueron muy ocasionales en la vida de un hombre que nunca perdió cierta inocencia y de trato fraternal con sus allegados.
EL
COMPOSITOR DE LA AMISTAD
Aristóteles explica
en su Ética a Nicómaco por qué los jóvenes son mucho más propensos
que los adultos a hacer amistades y a confiar sin recelos en los amigos, aunque
de allí a la existencia de serias amistades perdurables hay mucho trecho.
Schubert encarnaba maravillosamente esas ansias juveniles, para él perdurables
en grado sumo; fue un ser que valoró intensamente la amistad,
el músico que mejor la puso en práctica tanto en su vida como en su obra.
En ello influyeron no solamente
la jovialidad propia de su edad, sino su personalidad, su carácter y su
temperamento. Quiso y fue querido entrañablemente por sus amigos, con los que compartió no
solo el amor a la música sino, como algunos de ellos lo refirieron luego,
incluso la ropa: abrigos, medias y bufandas eran compartidos en el uso diario
por los amigos, unidos también en la pobreza y por las llamadas schubertíadas,
en las que se disfrutaba, cuando se podía, del vino, del piano, interpretado
por el compositor, la música de cámara y las canciones (lieder),
de las cuales Schubert fue autor en la módica suma de 603 para una
voz y piano, inspiradas por la poesía de Goethe, Schiller, Grillparzer -su
amigo-, Rückert, Heine y otros poetas alemanes de su tiempo de
desigual calidad.
Ningún otro compositor se ha
interesado tanto por la poesía ni ha sido él mismo tan poético, a pesar de que
en las culturas alemana y austríaca no han faltado maestros del lied como Schumann, Brahms, Hugo Wolf, Max Reger, Gustav
Mahler y Richard
Strauss, sus sucesores en
el género.
PRODIGALIDAD
DE OBRAS Y SUEÑO DE AMOR
Fuera de sus lieder, Schubert compuso nueve sinfonías, una de las cuales está perdida; dieciocho óperas, de las que mejor se
conocen unas tres o cuatro, todas raramente representadas, aunque si a algo
aspiraba el compositor era a ser estimado en este campo; diecinueve cuartetos
de cuerda -La muerte y la doncella es uno de los que más sacuden las entrañas-,
dos quintetos –uno con piano, La trucha,
y otro para dos violonchelos, una de las obras más cumbres de la música de
todos los tiempos-; un octeto, veintiuna sonatas para piano –las últimas, sobre
todo la D.960 en si bemol mayor, representan también cumbres en la tradición
del teclado-, cuatro tríos con piano, tres sonatinas y una sonata para violín y
piano, numerosas obras vocales para más de una voz, numerosos duetos para
piano, una abundante colección de minuetos, escocesas y danzas alemanas para el
mismo instrumento; siete Misas y otras composiciones religiosas.
Quinteto de cuerdas en
Do mayor con dos violonchelos, D. 956 [D.: catálogo de Otto Erich Deutsch] de Schubert.
“Cuando he querido
cantarle al amor, éste se ha transformado en dolor. Cuando he querido de nuevo
cantarle al dolor, éste se tornó amor”. Los
términos del compositor resuenan mejor a través de su música. Existen quienes
piensan, por ignorancia o sensibilidad muy mal cultivada. que toda música
clásica tiende ser quejumbrosa o depresiva. El dolor de Schubert no lo es. Es
el de un alma que entiende que sus ideales son
irrealizables en este valle de lágrimas.
Espoleado por el abatimiento de
una sífilis,
enfermedad por entonces incurable -al final de sus días se mezclará con
un tifo mortal-,
por la dificultad de que su música fuera editada y difundida ampliamente
y, sobre todo, por una soledad que, paradójicamente, gozaba de tan buenos
amigos, pero que nunca pudo ser superada en la relación estable con una mujer
en un matrimonio, también escribía:
“Nadie que pudiera compartir el
dolor de otro; nadie que pudiera entender su alegría.
»Los caminos de los hombres se
cruzan, pero nunca se encuentran.
»Atormentado por una santa
angustia, aspiro a vivir en un mundo más bello y deseo poblar esta sombría
tierra de un todopoderoso sueño de amor.
»Señor Dios, ofrece por fin a tu
hijo, esta criatura de la desgracia, ofrécele como signo redentor un rayo de tu
amor eterno.
»Mírame, hundido en el barro,
quemado por el fuego de la angustia. Voy por mi camino en la tortura y me
acerco a la muerte.
»¡Toma mi vida, mi carne y mi
sangre! Sumérgeme en las aguas del Leteo y dígnate, oh Todopoderoso,
hacer de mí otro hombre, más vigoroso y más puro”.
Pero Schubert nunca se sumió por completo en la desesperación. Sabía cómo
recuperar la paz y la concordia con sus amigos. En Viaje de invierno, el más melancólico de sus
tres ciclos de lieder -los
otros dos son La bella molinera y El canto del cisne, este
último sobre poemas que Beethoven quiso musicalizar, pero no le alcanzó la
vida para ello-, hay una canción que puede ser considerada como epítome del
mundo schubertiano. Se titula Última
esperanza:
“Aquí y allá, en los árboles, /
aún puede verse una hoja coloreada. / Y ante los árboles / a menudo me detengo
a pensar. / Miro la hoja solitaria / pongo en ella mi esperanza. / Cuando el
viento juega con mi hoja. / tiemblo cuando puedo. / ¡Ay, cuando la hoja caiga
al suelo / mi esperanza se hundirá con ella! / Yo también caeré y floreceré / sobre
la tumba de mi esperanza”.
Aun en las circunstancias más
críticas, ni en la agonía, cuando estaba en la flor de la edad, Schubert perdió
la esperanza, como lo atestiguan sus últimas obras: “Los instantes
benditos iluminan la vida sombría; enseguida esos instantes
benditos se convierten en un gozo durable”.
Y pocos goces tan durables como
el de la música. Su amigo Franz von
Schober escribió la letra de una de sus más célebres
canciones, junto con El rey de los elfos, Margarita en la roca, La muerte y la doncella, La
trucha y muchos más. Se titula A la música:
“Tú, bello arte, en cuantos
momentos de aflicción, en que el salvaje cerco de la vida me aprisionaba, has
inflamado mi corazón con un cálido amor, me has elevado a un mundo mejor. Cual
suspiro desprendido de tu arpa, tus dulces y sagrados acordes a menudo me han
abierto nuevos y mejores horizontes. ¡Tú, bello arte, te doy las gracias por
ello!”.
UNA
INTIMIDAD SIEMPRE DIALOGANTE
Compositores como Beethoven y él
parecen haber auscultado hasta el fondo los corazones de sus oyentes para saber
cómo consolarlos y reanimarlos en tiempos de sequía. Entre más introspectivos eran, eran también más comunicativos. Schubert es absolutamente dialogante e
íntimamente comprensivo de las ansias espirituales de quienes escuchan su
música. “Una sima grita a otra sima con voz de
cascadas”, reza el Salmo 41, y un viejo himno de la Iglesia proclama: “Tu palabra será bálsamo suave en mi dolor”. La
música también puede ser ese bálsamo y eso es la de Schubert. Es como un abrazo que, sentido por primera
vez, acompañará luego toda una vida. Es pura amistad,
pura bondad. Una de sus hermanas
decía de él: “Tenía un corazón admirable. No era
celoso y no ocultaba su alegría al oír buena música. Se sujetaba la cabeza con
las manos y escuchaba en éxtasis. La inocencia y la paz de su
corazón no pueden describirse”.
Schubert distaba mucho de ser un
hombre vanidoso. “De sí mismo y de sus obras
hablaba más que raramente y siempre de manera muy breve”, escribía uno
de sus amigos. Quería tanto a Beethoven -éste afirmaba que en su colega había
una “chispa divina”; los dos nunca se encontraron personalmente,
aunque viviendo muy cerca el uno del otro- que, si le hubieran pedido sentarse
en una primera fila en un homenaje a genios de la música, hubiera preferido
hacerlo discretamente en un segundo o tercer lugar.
“¿Puede hacerse
algo después de Beethoven?", decía. Se
hacía pequeño, siendo tan grande. Pequeñez grandiosa, grandeza de los pequeños.
Sin embargo, era consciente de su valía y en una ocasión le cantó la verdad sobre su
mediocridad, en otro estallido momentáneo de ira, a los músicos de una orquesta
que se negaban a interpretar una de sus sinfonías juzgándola técnicamente
fallida.
SUS
INTÉRPRETES Y EL PIANO
Según el violonchelista Anner Bylsma (1934-2019),
“Schubert es el hombre en el camino hacia la horca,
incapaz de dejar de decir a sus amigos cuán incomparablemente bella es la vida
y cuán simple es”. Y agregaba: “Su místico
anhelo de amor y encanto: ¿Será alguna vez realidad? ¿O está ya aquí?”.
Por su parte, Alfred Brendel (n.
1931), el más schubertiano de los pianistas porque es también poeta -y para amar a Schubert hay que amar la poesía y la belleza inherente a los
textos bíblicos y sagrados-, declara:
“Estoy eternamente agradecido con el legado que dejó Schubert. Casi es un
milagro. Para mí Schubert es el compositor que conmueve más directamente al
oyente”. Brendel es además uno de los más grandes analistas de la
totalidad de la obra schubertiana.
Y sobre las canciones de Schubert
se pronunció así uno de sus más eminentes intérpretes y conocedores, el
barítono Dieter Fischer Dieskau (1925-2012): “Están
llenas de color y posibilidades; giras en torno a ellas y te aproximas al
centro, pero nunca lo alcanzas. Schubert proporciona la perfecta unión de texto
y música”.
Perfecta unión en la que el piano
transmite lo más esencial de las palabras. Schubert hizo del piano, como Beethoven, Chopin, Schumann, Liszt y Busoni,
el confidente más íntimo de Liszt. Fuera de los lieder, están sus
inmortales sonatas para piano, sus Impromptus y Momentos Musicales, obras
presididas, según Brendel, por el sueño, aquel sueño de amor al que nunca
renunció. Aportaciones decisivas a la historia del instrumento, tardaron mucho
en ser reconocidas como merecen. Gracias a pianistas como Wilhelm Kempff (1895-1991), Sviatoslav
Richter (1915-1997) y Brendel podemos hoy acceder a su muy elevado y tan espiritual
carácter.
ÚNICO
COMO VIENÉS
Schubert es, con Johann Strauss padre, Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern, uno de los pocos grandes compositores que nació
realmente en Viena y pasó allí la mayor parte de su vida, pues muy poco viajó;
solo por Austria y Hungría. Compositores como Mozart, Haydn, Beethoven, Brahms, Bruckner, Wolf y Mahler le
infundieron alientos más que notables a la vida musical de la ciudad, pero no
nacieron en ella.
UNA PANORÁMICA DE
VIENA, CON TODO EL ESPLENDOR HISTÓRICO DE LA CAPITAL IMPERIAL.
Podría decirse entonces que, para
quienes es tan imprescindible amigo, es el mayor regalo
que Viena le ha dado al mundo; el de una ciudad que, aunque no supo
valorarlo lo suficiente -lo mismo le sucedió a varios de los músicos
enumerados-, ni aun después de muerto, cultivaba durante su vida la música
como pan espiritual de cada día, sin establecer barreras
infranqueables entre la mejor música popular y la clásica. Y los lieder de
Schubert, ya en vida del compositor hasta los tiempos que corren, han ido
creciendo cada vez más en popularidad. De por sí él era muy amante de melodías populares
y sabía crearlas con felices resultados.
PAZ,
PAZ, PAZ
“Se asombran de
la prueba de devoción que doy en el himno a la Virgen, que
parece haber producido en todo el mundo una gran impresión. Creo que la razón
es que nunca abordo un tema sagrado si no me siento llevado por un
impulso de piedad irresistible”.
Este impulso de piedad, en las
propias palabras del compositor, fue en él frecuente. En la obra de ningún otro
músico romántico, exceptuando a Bruckner y a Liszt, se
encuentra tal cantidad de composiciones religiosas: siete Misas,
incluyendo la llamada Misa Alemana, cuatro Kyrie,
independientemente de las Misas; cinco Salve Regina, dos Stabat
Mater, cinco Tantum Ergo, un Magnificat, dos
Salmos, la tediosa cantata Lázaro, inconclusa, y otras.
En su primera Misa, en la cual
duplica los tenores y sopranos, procedimiento poco usual, Schubert alarga
sobremanera en el Agnus Dei el canto de las palabras litúrgicas Dona nobis pacem; el coro fugado repite una y
otra vez, casi incesantemente: pacem, pacem, pacem, como también va a
suceder en la tercera Misa, esta vez alternando las voces de solistas con las
del coro. La búsqueda de una paz interior,
profunda y eterna, es constante
en la obra del compositor y, como hemos visto, no faltan ocasiones, como ésta,
en que su música la alcanza plenamente.
El 'Dona Nobis Pacem'
de Schubert en su 'Misa' número 1.
La quinta Misa, que se inicia con
la gran plegaria dramática del Kyrie, otro de los pasajes
litúrgicos más queridos por el compositor vienés, es seguida por el cambio
jubiloso del Gloria en el
que también da una muestra de originalidad; la soprano repite: Grátias ágimus tibi propter magnam glóriam tuam, mientras el coro sigue avanzando con el texto del
himno: Domine Deus, Rex Caelestis. La voz femenina insiste
en la acción
de gracias una y otra vez, aunque el coro vaya delante de ella
con el texto, un retardando de muy sentida inspiración.
El 'Gratias agimus
tibi...' reiterado (minuto 9:20) del Gloria en la 'Misa' número 5 de Schubert.
En el Cum Sancto Spíritu el
coro se vuelve a prodigar en una fuga que se prolonga vastamente, como si se
tratara realmente de una conquista de la eternidad: es como si
se cantara eternamente.
En cuanto al Credo,
Schubert, que no era ningún teólogo, intuye perfectamente que hay una unidad inseparable entre la encarnación y la crucifixión: Cristo nació para su crucifixión y resurrección, y el
coro lo expresa aquí claramente en una fuga; Et incarnátus est….
y Crucifixus etiam pro nobis son pasajes que, en lugar de ser
seguidos el uno por el otro, se alternan en varias ocasiones, como si se
dijera: Cristo se encarnó para ser crucificado; fue crucificado porque se
encarnó, no se sigue adelante con el relato de la crucifixión sin recordar que
hubo encarnación.
En la sexta Misa se vuelve a
encontrar algo semejante. Y el Donna nobis
pacem del Agnus Dei en
la quinta, retoma el anhelo de paz y la reafirmación en la esperanza de su
realización plena; los solistas claman por esa eternidad en paz
y el coro les hace eco subrayando inconteniblemente el
fervoroso anhelo y la meta de la cual se tiene una completa certeza: paz, paz, paz.
La visión de paz eterna, sin
límites, se explaya esta vez en el Credo de la sexta Misa, la Misa Solemne, la última
que escribió Schubert; la frase Et vitam
venturi saeculi se reitera
en una fuga admirable, quizá la parte más alegre de una Misa que más parece
un Réquiem por su atmósfera
penitencial y compungida. Y, una vez más, en el Agnus Dei, resuena
insaciablemente: Donna nobis pacem casi que en todas las formas posibles de la
dinámica musical; tanto el coro como los solistas alternan en sus
intervenciones en pianissimo y fortissimo. El tema musical inicial se va
enriqueciendo cada vez más con nuevos motivos y la
participación de los metales y los timbales resulta grandiosa.
EL 'AGNUS DEI' EN LA
MISA 6 DE SCHUBERT (MINUTO 39:06).
Ha causado siempre curiosidad y
ha dado lugar a muchas especulaciones el hecho de que, en sus Misas,
Schubert elimina en el Credo la creencia en la Iglesia: Et unam
sanctam, catholicam et apostólicam Ecclesiam. Asimismo, en dos de
las Misas suprime la frase final del mismo Credo: Et expecto resurrectionem mortuorum.
Posiblemente influenciado por su amigo, el poeta suicida Johann Mayrhofer; por poetas
librepensadores como Goethe y Schiller,
de los que era devoto; y, en general, por la atmósfera de
liberalismo escéptico que lo rodeaba y
empezaba a imponerse en su época, el compositor vacilaba y dudaba por momentos.
Tampoco es de descartar, a juzgar
por confidencias hechas a su hermano Fernando, que
hubiera sufrido maltratos por parte de los clérigos de su parroquia de infancia
y de su escuela, que despertaron en él cierto resentimiento hacia
las autoridades eclesiásticas.
Pero, para el creyente
schubertiano, para quien lo verdaderamente importante son el dolor de la cruz,
su aceptación y la exultación de la fe presentes en las
Misas y obras religiosas del
compositor, éste fue, a todas luces, eso precisamente: un hombre
de fe. Y la fe, como lo proclamaba San Pablo y lo
retomaba Kierkegaard, no está exenta de temor y temblor, a veces en la
forma de la debilidad de la duda.
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