Persistir en la oración sin recompensa, no es tiempo perdido, sino una gran ganancia.
Por:
Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate
Jesús insistía en la
necesidad de hacer oración; es uno de los temas que aparece con frecuencia en
su predicación. Su insistencia no se basa únicamente en sus enseñanzas tan
profundas acerca de la oración, sino también en su vida misma dedicada por
completo a buscar momentos para estar en comunicación con Dios.
Como lo demuestra la vida de Jesucristo, más que una acción, o algo que practicar, la oración es nuestra condición de hijos de Dios. Los hijos hablan con sus padres y la oración se propone en todo momento activar nuestra relación de hijos de Dios.
En
la oración no se trata primordialmente de experimentar cosas o de tener
revelaciones especiales, sino de desarrollar esta conciencia y de llegar a
sentir a Dios como nuestro Padre. Por medio de la oración, Jesús nos va
llevando a experimentar a Dios no como una energía, ni como una entidad fría
-como el juez inicuo de la parábola-, sino como un Padre misericordioso que
hará justicia sin tardar al ver la aflicción de sus hijos. Vamos a la oración,
en primer lugar, para encontrarnos con Dios a quien hemos descubierto como un
verdadero Padre.
Podemos
tener muchas necesidades, pero la primera necesidad que tenemos es afianzar la
relación con Dios, la necesidad de la presencia y el amor del Padre que se nos
concede en la oración. El propósito de la oración es estar con Dios, cuidar la
amistad con Él y sentir cada vez más la necesidad de nunca separarnos de Él.
Lo
primero que tenemos que llegar a ver en la oración es que antes de obtener
alguna cosa, antes de recibir las bendiciones que tanto pedimos en la oración,
tenemos a Dios.
Por
eso, desde el primer momento la oración rinde frutos de salvación pues nos hace
entrar en la presencia de Dios, nos atrapa poco a poco en ese diálogo con el
Señor y nos lleva a experimentar su santísimo amor que alienta en la vida. Dios
nos llama y nos espera a través de los momentos de silencio que debemos
propiciar para acudir a su encuentro.
Una
vez que se afianza nuestra conciencia como hijos de Dios que acuden a su
presencia en la oración, aparece la segunda característica. En la oración
tenemos que aprender a ser perseverantes e insistentes; no nos podemos cansar
ni bajar los brazos, pues solamente perseverando en la oración y siendo
sostenidos por los hermanos en los momentos de debilidad -como Aarón y Jur que
sostienen los brazos de Moisés-, lograremos superar las adversidades y recibir
las bendiciones que tanto le pedimos a Dios.
Llegados
a este punto algunos pueden preguntar: si Dios es amor y misericordia, ¿por qué suplicar tanto?, ¿acaso Dios es sordo como ese
juez inicuo del evangelio?, ¿por qué no nos escucha a la primera si pedimos
sinceramente y con devoción? ¿Por qué Dios no ve nuestra aflicción y las
injusticias que estamos padeciendo? ¿Habrá que insistir para doblegar a Dios
“que se hace del rogar”?
Para
responder a estas preguntas difíciles que llegan a ser desgarradoras en el caso
de algunos hermanos que enfrentan situaciones delicadas en la vida, tenemos que
recordar la enseñanza de Jesús que insistió que la relación primordial del
hombre con Dios se da a través de la fe.
De
la fe brota el amor, la confianza y la oración. Por lo tanto, Dios no se hace
del rogar, Dios no se hace el sordo, sino que quiere ser la fuente y el
fundamento de nuestra fe. Una oración que no brote de la fe difícilmente
llegará a ser escuchada.
De
ahí la necesidad de ir a lo más profundo de nosotros mismos para profundizar en
nuestra fe, para que brote con fuerza hasta que lleguemos a expresar esas
oraciones que Dios espera, oraciones y súplicas impulsadas por la fe, no
simplemente por la necesidad, ni mucho menos por la superstición, sino por la
fe auténtica que nos hace amar al Señor, sabernos hijos suyos y esperar su
respuesta.
Dios
siempre nos escucha, no se hace sordo e indiferente a nuestras plegarias como
el juez inicuo, pero es importante orar desde de la fe. La oración tiene que
brotar de la fe, de la confianza absoluta en que Dios nos escucha y que por su
infinito amor nos socorre en la vida. No debe brotar la oración simplemente de
la necesidad, de la desesperación o del interés por las cosas materiales.
Podemos
recurrir a una gran maestra de oración, Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta
litúrgica celebramos ayer, para recordar la primera característica que hemos
señalado de la oración: “La oración a solas no es
huir de nadie sino ir hacia Alguien. No es ausencia sino presencia. Es estar
con Él, con Dios”.
No
dejemos de confiar en ese Dios amoroso pues como nos recuerda la santa de
Ávila: “Persistir en la oración sin recompensa, no
es tiempo perdido, sino una gran ganancia. Es un esfuerzo para no pensar en uno
mismo y solo dar gloria al Señor”.
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