"Primer nacido entre muchos hermanos" (Rom 8, 29)
Predicación
de Viernes Santo 2021
Cardenal
Raniero Cantalamessa, OFMCap
El 3 de octubre pasado, en la
tumba de San Francisco en
Asís, el Santo Padre firmó su encíclica sobre la
fraternidad Fratres omnes.
En poco tiempo, ha despertado en muchos corazones la aspiración hacia este
valor universal, ha puesto de relieve las muchas heridas contra ella en el
mundo de hoy, ha indicado caminos para llegar a una fraternidad humana
verdadera y justa y ha exhortado a todos —personas e instituciones— a trabajar
por ella.
La encíclica está idealmente
dirigida a un público amplísimo, dentro y fuera de la Iglesia: en la práctica,
a toda la humanidad. Abarca muchas áreas de la vida: desde lo privado a lo
público, desde lo religioso a lo social y a lo político. Dado su horizonte
universal, con razón evita restringir el discurso a lo que es propio y
exclusivo de los cristianos. Sin embargo, hacia el final de la encíclica, hay
un párrafo donde el fundamento evangélico de la fraternidad se resume en pocas
palabras pero vibrantes.
Dice: "Otros
beben de otras fuentes. Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de
fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo. De él surge «para el
pensamiento cristiano y para la acción de la Iglesia el primado que se da a la
relación, al encuentro con el misterio sagrado del otro, a la comunión
universal con la humanidad entera como vocación de todos»" (FO
277).
El misterio de la cruz que
estamos celebrando nos permite —más aún, nos obliga— a centrarnos precisamente
en este fundamento cristológico de la fraternidad,
dejando a un lado a todos los demás.
Para entender el nuevo vínculo de
fraternidad traído por Cristo, es necesario tener presentes los diversos
significados y diferentes áreas de aplicación del término «hermano». En el
Nuevo Testamento, «hermano» (adelphos) significa, en el sentido
primordial, la persona nacida del mismo padre y de la madre.
Se denomina «hermanos», en segundo lugar, a los miembros del mismo
pueblo y nación. Así, Pablo dice que está dispuesto a convertirse en anatema,
separado de Cristo, en beneficio de sus hermanos según la carne, que son los
israelitas (cf. Rom 9,3). Está claro que en estos contextos, como en otros
casos, «hermanos» indica a hombres y mujeres, hermanos y hermanas.
En esta ampliación del horizonte
se llega a llamar hermano a toda persona humana, por el hecho de ser tal. Hermano es lo que la Biblia llama el «prójimo». «Quien no ama a su hermano...» (1 Jn 2,9)
significa: quien no ama a su prójimo. Cuando Jesús dice, «Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos hermanos
menores míos, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40), significa toda
persona humana necesitada de ayuda.
Pero junto a todos estos
significados antiguos y conocidos, en el Nuevo Testamento la palabra «hermano»
indica cada vez más claramente una categoría particular de personas. Hermanos entre sí son los discípulos de Jesús,
aquellos que acogen sus enseñanzas. «¿Quién es mi
madre y quiénes son mis hermanos? [...] Quien hace la voluntad de mi Padre que
está en los cielos, es para mí hermano, hermana y madre» (Mt 12,48-50).
En esta línea, la Pascua marca
una etapa nueva y decisiva. Gracias a ella, Cristo se
convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Los discípulos se convierten en
hermanos en un sentido nuevo y muy profundo: comparten no sólo
la enseñanza de Jesús, sino también su Espíritu, su vida nueva como resucitado.
Es significativo que sólo después de su resurrección, por primera vez, Jesús
llama a sus discípulos «hermanos»: «Ve a mis
hermanos —le dice a María Magdalena— y diles: "Subo a mi Padre y a tu
Padre, a mi Dios y a vuestro Dios"» (Jn 20,17). En este mismo
sentido, la Carta a los Hebreos escribe: «Quien
santifica y los que son santificados todos provienen de un mismo origen; por
esto [Cristo] no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,11).
Después de la Pascua, este es el
uso más común del término hermano; indica al hermano de la fe, miembro de la
comunidad cristiana. Hermanos «de sangre» también
en este caso, ¡pero de la sangre de Cristo! Esto hace que la fraternidad de Cristo algo único y trascendente, en comparación con cualquier otro tipo de
fraternidad, y se debe al hecho de que Cristo
también es Dios. No reemplaza a otros tipos de fraternidad basados
en la familia, la nación o la raza, sino que los corona. Todos los seres
humanos son hermanos en cuanto criaturas del mismo Dios y Padre. A esto la fe
cristiana añade una segunda razón decisiva. Somos hermanos no sólo a título de
creación, sino también de redención; no sólo porque todos tenemos el mismo
Padre, sino porque todos tenemos al mismo hermano, Cristo, «primogénito entre
muchos hermanos».
* * *
A la luz de todo esto, ahora
debemos hacer algunas reflexiones actuales. La fraternidad se construye
exactamente como dice el Santo Padre que se construye la paz, es decir,
«artesanalmente»; empezando de cerca, por nosotros, no con grandes esquemas,
con metas ambiciosas y abstractas. Esto significa que la fraternidad universal
comienza para nosotros con la fraternidad en la Iglesia católica. Dejo de lado
también, por una vez, el segundo círculo que es la fraternidad entre todos los
creyentes en Cristo, es decir, el ecumenismo.
¡La fraternidad
católica está herida! La túnica
de Cristo ha sido desgarrada por las divisiones entre las Iglesias; pero —lo
que es peor— cada trozo de la túnica está dividido a menudo, a su vez, en otros
trozos. Hablo naturalmente del elemento humano de la misma, porque la verdadera
túnica de Cristo, su cuerpo místico animado por el Espíritu Santo, nadie la
podrá nunca herir. A los ojos de Dios, la Iglesia es «unica, santa, católica y
apostólica», y permanecerá como tal hasta el fin del mundo. Esto, sin
embargo, no excusa nuestras divisiones, sino que las hace más
culpables y debe impulsarnos
con más fuerza para que las sanemos.
En los Hechos de los Apóstoles,
Pedro refiere el grito que Moisés dirigió un día, en Egipto, a los judíos que
discutían entre sí: «¡Hombres, sois hermanos! ¿Por
qué os maltratáis el uno al otro?» (Hch 7,26; cf. Ex 2,13). No cuesta
entender quién es hoy en la Iglesia quien pronuncia —con sufrimiento y a menudo
obligado a hacerlo en silencio— estas palabras.
¿Cuál es la causa
más común de las divisiones entre los católicos? No es el
dogma, no son los sacramentos y los ministerios: todas las cosas que por
singular gracia de Dios guardamos íntegras y unánimes. Es la opción política, cuando toma
ventaja sobre la religiosa y eclesial y defiende una ideología. Esto, en muchas
partes del mundo, es el verdadero factor de división, incluso si es silenciosa
o desdeñosamente negada. Esto es un pecado, en el sentido más estricto del
término. Significa que «el reino de este mundo» se ha vuelto más importante, en
el propio corazón, que el Reino de Dios.
Creo que todos estamos llamados a
hacer un examen serio de nuestras conciencias sobre este asunto y a
convertirnos. Esta es, por excelencia, la obra de aquel cuyo nombre es «diábolos», es decir, el divisor, el
enemigo que siembra cizaña, como Jesús lo define en su parábola (Cf. Mt 13,25).
* * *
Debemos aprender del Evangelio y
del ejemplo de Jesús. Había una fuerte polarización política a su alrededor.
Algunos estaban a favor de una resistencia, incluso armada, contra el dominio
romano, otros —por interés, o para evitar males peores— estaban a favor de una
convivencia pacífica. Había cuatro partidos: los
fariseos, los saduceos, los herodianos y los zelotas. Jesús no se alineó con ninguno de ellos y se
resistió enérgicamente al intento de arrastrarlo a un lado o al otro. No porque
no le importara el destino político de su pueblo, sino porque le importaba
infinitamente más su suerte espiritual, la del reino de Dios que había venido a
traer en medio de ellos.
Jesús amaba a su patria. Lloró
sobre ella, previendo su destino (Cf. Lc 19,41), pero no fomentó desórdenes,
alineándose con una parte y situándose contra la otra. La primitiva comunidad
cristiana lo siguió fielmente en esta elección. Este es un ejemplo
especialmente para los pastores que deben ser
pastores de todo el rebaño, no de una sola parte de él. Por eso,
son los primeros en tener que hacer un examen serio de conciencia y preguntarse
a dónde están llevando a su rebaño: si a su lado, o al lado de Jesús.
Jesús nunca eludió
su tarea de maestro. En el Evangelio da todas las
indicaciones éticas necesarias para el bien personal, familiar, social y
económico del mundo. Su moral abraza todos los deberes, insistiendo sobre todo
en el deber hacia los pobres y hacia los menos. Pero deja a cada uno, a lo
largo de la historia, la tarea de aplicar su enseñanza en su propio ámbito y
según sus responsabilidades.
El Concilio Vaticano II confía
esta tarea sobre todo a los laicos. Puede traducirse en opciones incluso
diferentes, siempre y cuando sean respetuosas con los demás y pacíficas. Entre
los apóstoles había lugar para Mateo que era un publicano, es decir, un
recaudador de impuestos en nombre de los romanos, y para Simón que venía de las
filas opuestas de los zelotes. No se dice que estos dos apóstoles hubieran
abandonado completamente sus antiguas convicciones, pero habían descubierto algo que relativizaba sus diferencias y les permitía vivirlas «reconciliadas».
* * *
Cristo vino a anunciar «paz a los que estaban lejos y paz a los que estaban
cerca» (Ef 2,17). Es decir, a los que estaban cerca por la profesión de
la misma religión, pero lejos unos de otros con el corazón: la paz entre la
Iglesia y el mundo y la paz entre cristianos y cristianos en la Iglesia. «Por medio de él podemos presentarnos, unos y otros, al
Padre en un solo Espíritu» (Ef 2,18). Si hay un carisma
especial o un don que la Iglesia católica está llamada a cultivar para todas
las Iglesias cristianas, es precisamente la unidad.
El reciente viaje del Santo Padre
a Irak nos ha hecho sentir de primera
mano lo que significa para quienes están oprimidos o han sobrevivido a guerras
y persecuciones sentirse parte de un cuerpo universal, con alguien que pueda
hacer que el resto del mundo escuche su grito y reviva la esperanza. Una vez
más se ha cumplido el mandato de Cristo a Pedro: "Confirma
a tus hermanos" (Lc 22, 32).
A Aquel que murió en la cruz «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn
11,52) elevamos, en este día, «con corazón contrito
y espíritu humillado», la oración que la Iglesia le dirige en cada misa
antes de la Comunión: "Señor Jesucristo, que
dijiste a tus apóstoles: «La paz os dejo, mi paz os doy». No mires nuestros
pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra concédele la paz y
la unidad, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén".
Traducción de Pablo Cervera Barranco.
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