Un infatigable peregrino; un buscador incansable de la voluntad de Dios.
Fuente: Vatican News
Es verdad, se ha escrito mucho sobre la vida y obra de San Ignacio de Loyola,
más nunca suficientemente. Cada uno de nosotros los jesuitas podríamos, con
todo derecho, decir quién es Ignacio para cada uno. También todas las personas,
hombres y mujeres, que hoy se nutren de la espiritualidad ignaciana podrían
compartir quién es Ignacio y qué ha significado en su vida.
Podríamos empezar por
identificarlo como aquel caballero y gentilhombre, el cortesano, el aguerrido,
el herido de Pamplona, el buscador, el místico, el contemplativo, el enamorado,
el compañero, el maestro de la sospecha y del discernimiento, el hombre de los
Ejercicios Espirituales… hasta el fundador y Padre de la Compañía de Jesús. Y
es que la biografía de San Ignacio de Loyola es tan amplia y diversa que
podemos encontrar en él a un santo bien humano en cuya vida cualquiera de
nosotros puede verse reflejado y sentirse identificado. Por ejemplo,
personalmente, recuerdo que antes de entrar a la Compañía a mí me conmovió
mucho la elocuente honestidad con la que define gran parte de su vida en su
Autobiografía “Hasta los veintiséis años fue un
hombre dado a las vanidades del mundo”. Esa sola frase me hizo sentirme
atraído por su historia y su persona hasta llevarme a tocar las puertas de la
Orden.
No obstante, en la medida en que
le he conocido más profundamente, me ha seducido mucho más su faceta de
peregrino, tal y como él se define a sí mismo en sus escritos espirituales. Un
infatigable peregrino; un buscador incansable de la voluntad de Dios que,
seducido completamente por su “Criador y Señor”, era
muy sensible a los movimientos del buen Espíritu en su interior. Así nos lo
cuenta Jerónimo Nadal, uno de los primeros jesuitas:
El maestro Ignacio encaminó su
corazón hacia donde lo conducía el Espíritu y la vocación divina; con singular
humildad seguía al Espíritu, no se le adelantaba; y así era conducido con
suavidad a donde no sabía. Aquel peregrino era un loco de amor por Jesucristo.
Desde que Dios entró en su corazón comenzó a recorrer los caminos de Europa
buscando el mejor modo de amar y servir. La pasión de su vida fue buscar y
encontrar a Dios en todas las cosas.
Ese cojo peregrino de Loyola que,
gracias a su dolorosa herida sufrida en Pamplona, pudo hacer un alto en su vida
para encontrarse cara a cara consigo mismo y preguntarse con toda franqueza qué
es lo que realmente quería para su vida y abrirse así a la gracia del Señor.
Ese peregrino nos enseña que el seguimiento del Señor Jesús es un camino de
suavidad que implica un hondo conocimiento de uno mismo y conocer internamente
el corazón de Cristo para dejarse conducir “sabiamente
ignorante” hacia los horizontes más insospechados de nuestros propios
deseos y anhelos. San Ignacio no es un místico que vaya por el camino de las
nadas; al contrario, Ignacio es un místico del todo. No le tiene miedo a la
fuerza de su imaginación para recrear las escenas del Evangelio en sus propias
contemplaciones. La espiritualidad que nos ha heredado es una espiritualidad
sensual que, por medio de la aplicación de los sentidos, nos enseña que podemos
rastrear la presencia de Dios en todas las cosas creadas sobre la faz de la
tierra porque no hay ninguna división entre lo sacro y lo profano, todo y todos
somos motivo de encuentro con Dios, por eso nos invita constantemente a: “encontrar a Dios en todas las cosas y a todas las cosas
en Él”. Sin división y sin confusión.
Un peregrino metido hasta las
entrañas en los “negocios” prácticos de este
mundo, pero con un corazón grande y una amplia mirada para contemplar con
asombro la belleza cautivadora de la creación, al punto de amar apasionadamente
a este mundo y a esta vida nuestra. Así nos lo cuenta Diego Laínez, otro de los
primeros jesuitas:
Ignacio se subía a la azotea por
la noche, de donde se descubría el cielo libremente; allí se ponía en pie, y
sin moverse estaba un rato con los ojos fijos en el cielo; luego, hincado de
rodillas, hacía una adoración a Dios; después se sentaba en un banquillo, y
allí se estaba con la cabeza descubierta, derramando lágrimas hilo a hilo, con
tanta suavidad y silencio, que no se le sentía ni sollozo, ni gemido, ni ruido,
ni movimiento alguno del cuerpo.
Un peregrino que nos enseña que
para ser contemplativos no hay que fugarnos del mundo, sino habitar en él,
porque es posible ser verdaderamente contemplativos en la acción. Asimismo, nos
comparte que, aunque la soledad y el silencio son indispensables para el
encuentro con Dios, también en la comunidad, especialmente en las necesidades
de nuestros hermanos y hermanas, podemos contemplar una presencia claramente
divina. En medio del ruido y del caos de las ciudades podemos escuchar la voz
silenciosa del Señor que nos invita constantemente a “en
todo amar y servir”, no como una frase piadosa o un atractivo eslogan de
un gran colegio o universidad jesuita, sino como un horizonte real de
posibilidades abiertas y concreciones de realización infinitas.
Debo
aceptar que, como buen jesuita, cuando hablo de San Ignacio me suelo desbordar
porque es nuestro padre y maestro. Sin embargo, quisiera cerrar este texto
diciendo que lo que más me cautiva de Ignacio es que es un peregrino
delicadamente sensible y con los pies bien puestos sobre esta bendita tierra
nuestra. Cuando contemplo sus alpargatas con las que caminó y recorrió tantos y
tantos caminos, no puedo más que inclinarme reverente; y con mi corazón
conmovido, parece que escucho su tierna voz recordándome al oído aquello de que
“el amor ha de ponerse más en las obras que en las
palabras” [EE,230]. Por eso, termino este escrito utilizando sus propias
palabras, esas que solemos repetir constantemente a modo de oración
preparatoria cada vez que hacemos Ejercicios
Espirituales: Concédenos Señor “que
todas nuestras intenciones, acciones y operaciones estén puramente ordenadas al
servicio y alabanza de vuestra divina voluntad”.
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