María Magdalena, la enamorada de Dios: una pequeña reflexión
Por: Juan J. Ferrán, L.C. | Fuente: Catholic.net
Realmente nos encontramos en el Evangelio a un personaje muy especial del que
nos pareciera saberlo todo y del que casi no sabemos nada: María
Magdalena. Magdalena no es un apellido, sino un toponímico. Se
trata de una María de Magdala, ciudad situada al norte de Tiberíades. Sólo
sabemos de ella que Cristo la libró de siete demonios (Lc 8, 2) y que
acompañaba a Cristo formando parte de un grupo grande mujeres que le servían.
Los momentos culminantes de su vida fueron su presencia ante la Cruz de Cristo,
junto a María, y, sobre todo, el ser testigo directo y casi primero de la
Resurrección del Señor. A María Magdalena se le ha querido unir con la pecadora
pública que encontró a Cristo en casa de Simón el fariseo y con María de
Betania. No se puede afirmar esto y tampoco lo contrario, aunque parece que
María Magdalena es otra figura distintas a las anteriores. El rostro de esta
mujer en el Evangelio es, sin embargo, muy especial: era
una mujer enamorada de Cristo, dispuesta a todo por él, un ejemplo maravilloso
de fe en el Hijo de Dios. Todo
parece que comenzó cuando Jesús sacó de ella siete demonios, es decir, según el
parecer de los entendidos, cuando Cristo la curó de una grave enfermedad.
María
Magdalena es un lucero rutilante en la ciencia del amor a Dios en la persona de
Jesús. ¿Qué fue lo que a aquella mujer le hechizó
en la persona de Cristo? ¿Por qué aquella mujer se convirtió de repente en una
seguidora ardiente y fiel de Jesús? ¿Por qué para aquella mujer, tras la muerte
de Cristo, todo se había acabado? María Magdalena se encontró con Cristo,
después de que él le sacara aquellos "siete demonios". Es como
si dijera que encontró el "todo", después
de vivir en la "nada", en el "vacío". Y allí comenzó aquella
historia.
El amor de María Magdalena a Jesús fue un amor fiel, purificado en el
sufrimiento y en el dolor. Cuando
todos los apóstoles huyeron tras el prendimiento de Cristo, María Magdalena
estuvo siempre a su lado, y así la encontramos de pié al lado de la Cruz. No
fue un amor fácil. El amor llevó a María Magdalena a involucrarse en el fracaso
de Cristo, a recibir sobre sí los insultos a Cristo, a compartir con él aquella
muerte tan horrible en la cruz. Allí el amor de María Magdalena se hizo maduro,
adulto, sólido. A quien Dios no le ha costado en la vida, difícilmente
entenderá lo que es amarle. Amor y dolor son realidades que siempre van unidas,
hasta el punto de que no pueden existir la una sin la otra.
El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para
mí la vida es Cristo", repetiría después otro de los grandes
enamorados de Cristo. Comprobamos este amor en aquella escena tan bella de
María Magdalena junto al sepulcro vacío. Está hundida porque le han quitado al
Maestro y no sabe dónde lo han puesto. La muerte de Cristo fue para María un
golpe terrible. Para ella la vida sin Cristo ya no tenía sentido. Por ello, el
Resucitado va enseguida a rescatarla. Se trata seguro de una de las primeras
apariciones de Cristo. Era tan profundo su amor que ella no podía concebir una
vida sin aquella presencia que daba sentido a todo su ser y a todas sus
aspiraciones en esta vida. Tras constatar que ha resucitado se lanza a sus pies
con el fin de agarrarse a ellos e impedir que el Señor vuelva a salir de su
vida.
El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor de entrega y servicio. Nos dice el Evangelio que María Magdalena formaba
parte de aquel grupo de mujeres que seguía y servía a Cristo. El amor la había convertido a esta mujer en una servidora
entregada, alegre y generosa. Servir a quien
se ama no es una carga, es un honor. El amor siempre
exige entrega real, porque el amor no son palabras solo, sino hechos y hechos
verdaderos. Un amor no acompañado de obras es falso. Hay quienes dicen "Señor, Señor, pero
después no hacen lo que se les pide". María Magdalena no sólo
servía a Cristo, sino que encontraba gusto y alegría en aquel servicio. Era
para ella, una mujer tal vez pecadora antes, un privilegio haber sido elegida
para servir al Señor.
El amor de María Magdalena a Cristo constituye para nosotros una lección
viva y clarividente de lo que debe ser nuestro amor a Dios, a Cristo, al
Espíritu Santo, a la Trinidad. Hay
que despojar el amor de contenidos vacíos y vivirlo más radicalmente. Hay que
relacionar más lo que hacemos y por qué lo hacemos con el amor a Dios. No
debemos olvidar que al fin y al cabo nuestro amor a Dios más que sentimientos
son obras y obras reales. El lenguaje de nuestro amor a
Dios está en lo que hacemos por Él.
En primer lugar, podemos vivir el amor a Dios en una vida intensa y profunda de
oración, que abarca tanto los sacramentos como la oración misma, además de
vivir en la presencia de Dios. En estos momentos además nuestra relación con
Dios ha de ser íntima, cordial, cálida. Hay que procurar conectar con Dios como
persona, como amigo, como confidente. Hay que gozar de las cosas de Dios; hay
que sentirse tristes sin las cosas de Dios; hay que llegar a sentir necesarias
las cosas de Dios.
En segundo lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la rectitud y
coherencia de nuestros actos. Cada cosa que hagamos ha de ser un monumento a su amor. Toda
nuestra vida desde que los levantamos hasta que nos acostamos ha de ser en su
honor y gloria. No podemos separar nuestra vida diaria con sus pequeñeces y
grandezas del amor a Dios. No tenemos más que ofrecerle a Dios. Ahí radica
precisamente la grandeza de Dios que acoge con infinito cariño esas obras tan
pequeñas. De todas formas la verdad del amor siempre está en lo pequeño, porque
lo pequeño es posible, es cotidiano, es frecuente. Las cosas grandes no siempre
están al alcance de todos. Además el que es fiel en lo pequeño, lo será en lo
mucho.
Y en tercer lugar, tenemos que vivir el amor a
Dios en la entrega real y veraz al prójimo por Él. "Si
alguno dice: Yo amo a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, pues quien no
ama a su hermano, a quien ve, no pude amar a Dios a quien no ve" (1
Jn 4,20). El amor a Dios en el prójimo es difícil, pero es
muchas veces el más veraz. Hay que saber que se está amando a Dios cuando se
dice NO al egoísmo, al rencor, al odio, a la calumnia, a la crítica, a la
acepción de personas, al juicio temerario, al desprecio, a la indiferencia, a etiquetar a los demás; y cuando se dice SÍ a la
bondad, a la generosidad, a la mansedumbre, al sacrificio, al respeto, a la
amistad, a la comprensión, al buen hablar. La caridad con el prójimo va
íntimamente ligada a la caridad hacia Dios. Es una expresión real del amor a
Dios.
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