En qué condiciones la hoy llamada y tan valorada autoestima resulta correcta y necesaria, y en qué sentido puede transformase en algo no solo erróneo, sino profundamente dañino
Por: Tomás Melendo | Fuente: arvo.net
Málaga, 16 de julio de 2006
En estas páginas pretendo considerar en qué condiciones la hoy llamada y tan
valorada autoestima resulta correcta y necesaria, y en qué sentido puede
transformase en algo no solo erróneo, sino profundamente dañino… a pesar de
que, incluso en ambientes bienintencionados, entre autores solventes y de buena
doctrina, se haya introducido como clave de salud mental y como condición de
posibilidad ineludible del amor a los demás.
1. La gran alternativa
a) El fundamento adecuado de la autoestima… y el orden de los amores
En una primera aproximación, nuestra condición personal es idéntica a la de
cualquier otro ser humano y análoga a la de los ángeles y Dios. Por lo cual,
cada uno resulta digno de ser amado… como lo es cualquier persona.
En consecuencia, no solo es bueno, sino imprescindible, el quererse a sí mismo;
lo contrario sería radical y extremadamente injusto.
Estamos, si queremos expresarlo así, en el plano ontológico, del ser. Aquél en
el que la razón radical y suficiente de nuestra «autoestima» es:
· por una parte, la grandeza de nuestra índole
de persona; aquello que suele llamarse dignidad, ante la que la única actitud
correcta, más allá del respeto y la reverencia, es justamente el amor;
· por otra, equivalente a la anterior, pero
enfocada desde distinta perspectiva, hemos de querernos porque Dios nos ama con
un querer infinito, por el que nos crea, nos conserva en el ser y nos destina
hacia una dicha sin límite en el interior de su propia Vida.
¿Cabe un motivo mayor, más decisivo y menos mudable de
auténtica y genuina autoestima?
Conviene, con todo, insistir en el fundamento o razón primigenia de este amor,
que no es otro sino el ser y la bondad de las realidades queridas: en este caso, las personas.
Bajo este prisma, el ser humano, al amarse, no hace sino responder a las
exigencias que plantea la realidad: una de las
cuales es que lo bueno debe ser querido (aprobado, apoyado y promovido) justo
en razón de su bondad… y en proporción directa a la misma; de lo que se sigue
que lo primero que hay que amar, de manera absoluta y por encima de todo, es el
Ser y la Bondad supremos: Dios; y a continuación, respetando el orden que marca
su propia grandeza, a todas las demás personas que existen en el universo,
incluidos —¡cómo no!— cada uno de nosotros.
Desde semejante consideración, salta a la vista que todos los varones y
mujeres, por su estricta condición de personas humanas, se sitúan a idéntico
nivel en lo que atañe a la exigencia de ser queridos.
Hasta ahora no habría ninguna razón de peso ni para que yo antepusiera el amor
a mí mismo al amor a los otros… ni para que, al contrario, quisiera a los demás
por delante de mí.
O, con palabras distintas: en este momento de nuestra reflexión no hemos descubierto
causa alguna suficiente para inclinar la balanza a favor de una u otra de estas
dos afirmaciones típicas: «el verdadero amor empieza por uno mismo»; o «el
orden auténtico de los amores es: Dios, los demás, yo».
No obstante, de acuerdo con lo que concretaré de inmediato, existe un por qué
muy radical para que el amor hacia los demás se sitúe por delante [según un
orden no temporal, sino de naturaleza] del que me tengo a mí. Y es que el único
modo de quererme bien a mí mismo es… olvidarme de mí, vertiendo toda mi
capacidad de atención y cariño hacia los otros. Se trata de la conclusión más
relevante y definitiva del presente escrito.
En consonancia con todo lo cual, la autoestima me lleva a quererme sin ningún
tipo de condiciones, pero por la razón adecuada (mi consistencia como persona o
—pues es lo mismo— el infinito Amor que Dios me otorga); según el orden debido, que ahora sí debería estar claro: Dios,
los demás, yo; y de la única manera en que puedo quererme bien, que es
precisamente en cuanto otro, y que se traduce como sigue: he de amarme, cuidarme y mantenerme en forma… por amor a
las personas que me aman; es decir, para poder amarlas de un modo más perfecto;
pues, cuanto más mejore yo, con mayor vigor y perfección podré quererlos a
ellos y más les donaré con la entrega de mí mismo.
Con otras palabras, un tanto cursis si se las saca del contexto adecuado, he de
quererme a mí mismo en cuanto otro: como el tú del tú amado (y ese segundo tú
puede y debe ser en todo caso Dios y, además, el propio cónyuge, los hijos,
amigos, etc.).
b) Cuando la autoestima
amenaza con convertirse en un peligro…
Sin embargo, algunos autores trasladan este planteamiento al ámbito
exclusivamente psicológico, y de manera equivocada, afirmando más o menos: «solo cuando aprendas a quererte a ti mismo, y a quererte
bien, podrás empezar a querer a los demás»; «la raíz o la fuente del amor que
puedes dar a los otros está en el amor que te otorgues a ti mismo».
Así, por ejemplo:
«Nuestra instalación en la existencia es la
correcta desde el momento en que nos queremos a nosotros mismos y sentimos la
dicha de valorar positivamente nuestra individualidad. Únicamente desde este
punto de partida —marcado en su inicio por un cierto solipsismo (que no
narcisismo)— la existencia de un hombre o de una mujer puede convertirse en una
aventura impulsada por la alegría de vivir».
Como puede verse, en el texto, junto a afirmaciones aceptables, se introduce un
elemento profundamente perturbador: la necesidad de
comenzar todo amor por el que se dirige hacia uno mismo (es decir: en lugar de amar la realidad, la externa y la nuestra
propia, por su bondad intrínseca —porque todos los existentes son y, por
consiguiente, son buenos—, mi bondad personal se privilegia por el único y
exclusivo motivo de ser la mía).
Cuestión que todavía se ve más clara en esta otra cita:
«Para querer a los demás es necesario antes
quererse uno a sí mismo, porque este acto volitivo es unificador y vertebrador
y posibilita desde el punto de vista psicológico la estructuración de la
persona humana».
El «antes» lo he resaltado yo, no el autor,
porque lo considero de capital importancia. En este caso, opino con toda
franqueza que lo expuesto, no solo no es cierto, sino absolutamente contrario a
la verdad: el amor de uno como inicio de todo amor
no vertebra en absoluto la propia personalidad, sino que la disgrega y
distorsiona, equiparando en cierto modo el hombre a los animales (que persiguen siempre el bien-para-sí y jamás lo bueno-en-sí ni, por tanto,
para el otro en cuanto otro; y como el bien-para-mí varía en cada caso en
función de circunstancias subjetivas y, muy a menudo, incluso de orden
meramente fisiológico, la escala de los bienes así constituida —y
constantemente re-construida— resulta incapaz de unificar ni vertebrar nada).
Y, sin embargo, el autor convierte la prioridad del amor a sí en una suerte de
deber primordial, que es el de —ante todo— quererse a uno mismo y estar a bien
consigo.
«La primera obligación que tenemos todos es
sentirnos a gusto con nosotros mismos, lo cual supone evitar muchas actitudes y
estrategias equivocadas y, por el contrario, propiciar comportamientos
inteligentes y adecuados a nuestra personalidad, sin detenernos demasiado en
observar qué hacen los demás, porque puede ocurrir que sean muy distintos a
nosotros y no nos sirvan los modelos con los que ellos se identifican».
· Antes de hacer un examen de conjunto del planteamiento, apunto simplemente
que, en el plano psicológico, es cierto que debemos evitar actitudes y
estrategias lesivas, y que no hemos de compararnos, etc., etc.; pero de ahí a
afirmar como primera obligación la de sentirnos a gusto con nosotros mismos…
existe un abismo insalvable, que da origen a dos actitudes opuestas respecto al
mundo y a la propia vida, y que conducen… a la desdicha sin remedio o a la
felicidad.
2. La opción errada
a) ¿Argumentos erróneos?
Quienes se deslizan por la vía de la autoestima que estoy considerando
equivocada y fuente de errores teóricos y vitales, suelen apoyar su postura con
un conjunto de indicios o de argumentos, más o menos explícitos, entre los que
me propongo mencionar los tres más comunes.
1) Apunto tan solo una razón aducida con frecuencia:
«nadie da lo que no tiene», porque pienso haber mostrado que toda persona,
también la creada, goza de una sobreabundancia de ser que no solo le permite,
sino que la inclina a dar… lo que efectivamente sí tiene (la ruptura
contra-metafísica entre ser y obrar —el considerar nuestras operaciones al
margen de nuestro ser— es ahora la clave del error).
Pero incluso desde el punto de vista psicológico, si bien es difícil que un
sujeto humano advierta su aptitud y exigencia de amar cuando previamente no ha
sido amado en la tierra, nunca habría que olvidar que a cualquier persona que
entra en este mundo Dios la amó —y la sigue amando— primero… y que esto no
simplemente es bueno, sino imprescindible que se le haga saber, como la raíz
más definitiva e inamovible de su dignidad y autoestima.
2) El segundo argumento se presenta como una suerte de
evidencia que no necesita justificación, porque a primera vista parece
absolutamente razonable e incluso de sentido común (o «de cajón», como
decimos en mi tierra).
Podría enunciarse como sigue: «si no te quieres a ti mismo, ¿cómo podrías querer a los otros?». Más adelante veremos que hay un sentido en que esta afirmación es del todo correcta. Pero por desgracia, no es la que suelen darle los planteamientos que estoy intentando rectificar.
Tal como a menudo se diseña, se trata de una interpretación centrada en el tipo
de amor cuyo fundamento es la simple afinidad, y que suelo denominar amor
natural.
Todavía sin profundizar demasiado en la cuestión, si lo que amo es aquello que
guarda afinidad conmigo, es evidente que: el
primero a quien debo querer es a mí mismo, pues nada me es más afín que lo
absolutamente idéntico conmigo: mi yo; y que la relación conmigo constituirá la
base o el motivo de todo aquello que amo; con lo que resulta que el amor que me
tengo se convierte en raíz y fundamento del amor a cualquier otra realidad.
Tampoco ahora me invento nada. La cita que expongo a continuación,
extraída del mismo libro que las anteriores, resulta bastante explícita: «Se trata de tener una idea asumida de la propia
identidad y sentir un auténtico afecto hacia ella, para que fruto de ese
conocimiento-autoestima nazcan también unas relaciones afectuosas con los
demás».
Estimo que no fuerzo para nada el texto si advierto que en él el amor-afecto
que me tengo es fuente y principio del que puedo dar a los demás.
3) Por fin, y ya sobre todo entre los creyentes, se
acude al pasaje de la Biblia en que nuestro Señor resume el entero Decálogo en
dos mandamientos: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno
mismo».
En la interpretación más común de este pasaje me parece
advertir distintos errores.
· El primero, que la cita a menudo se cercena, trayendo a colación solo su
parte final: «ama a los demás como a ti mismo». Con
este simple hecho, inconscientemente el amor de sí tiende a transformarse en
«modelo» de cualquier otro amor o, al menos, del amor a los demás seres
humanos.
Sin embargo, en cuanto tomemos el texto en su totalidad, advertimos que el Amor
a Dios sobre todas las cosas —nombrado en primer lugar y con carácter absoluto
y en estrecha conexión con los demás amores— hace de él el precepto inicial y
la razón y condición de posibilidad del amor tanto a los demás como a mí mismo.
A cada uno de ellos, igual que a mí, debo quererlo como al «amado de Dios»: amo
al prójimo y me amo a mí mismo, fundamental y radicalmente, porque amo a Dios…
y a cuanto Dios ama.
Con sola esta consideración resulta ya menos evidente que el amor de sí pueda
tomarse como «principio» —en la acepción más amplia y comprehensiva de este
término— del amor a los demás.
● No obstante, incluso analizando solo la segunda parte
del texto, si lo hacemos con atención, deja de resultar tan obvio que el amor
de sí ocupe el lugar y ejerza la función prioritaria que suele atribuírsele.
¿Motivos?
Tal vez el primero y más claro es que, en el texto que nos ocupa, el amor hacia
sí mismo no se está planteando como una obligación, al contrario de lo que
sucede con el amor a Dios y el amor al prójimo.
Es más, si he leído bien, ni aquí ni en ningún otro lugar de las Sagradas
Escrituras se preceptúa que me ame a mí mismo. Y, en este pasaje en concreto, más
bien se da por supuesto que ya lo hago… sin necesidad alguna de que se me anime
u obligue a ello.
Si no me equivoco, esto establece una clara distinción entre los «tres amores»
—Dios, los demás, yo—, que, ya de entrada, dificulta hacer del amor con que me
amo una suerte de modelo o paradigma del que debo otorgar a los demás.
A mi modo de ver, tal hecho resulta clave para una correcta interpretación de
las palabras de la Escritura.
En concreto, parece indicar que el amor de sí
del que habla Jesucristo se sitúa en el plano natural-inevitable de lo que
vengo llamando amor natural, que, por lo mismo —al contrario que los otros
dos—, ni necesita ni puede ser objeto de un mandato u obligación: aunque se
trate solo de un ejemplo, y bien simplón, sería como si se nos mandara, como un
imperativo ético, digerir los alimentos que hemos ingerido; cosa bastante
absurda porque sobre ella no tenemos imperio alguno, mientras que el deber u
obligación, en su sentido propio, supone siempre la libertad.
Por consiguiente, el amor de sí al que alude Jesús parece emplazarse en lo que
denomino el plano natural y no ético: puesto que surge por sí solo, no puede
ser objeto de obligación alguna…. y de hecho no lo es.
No sucede así con el amor a Dios y al prójimo, que nos son preceptuados porque
requieren una clara lucha, mayor después de la caída original y de los yerros
personales añadidos. Semejante batallar implica una muy firme determinación de
la voluntad, que nos coloca en los dominios de lo libre y éticamente
calificable.
Conclusión:
El amor de mí no puede ser «modelo ni fuente» del
que debo a los demás, pues se trata de dos tipos de amor heterogéneos.
b) Ampliando…
Ya en este contexto, para las personas creyentes y bienintencionadas, el
carácter absoluto del amor a Dios no plantea excesivos problemas teoréticos, y
por eso no creo necesario detenerme en él.
Sí que los despierta, por el contrario, el hecho de que el amor a los otros sea
de algún modo referido al que nos tenemos a nosotros mismos. Y esto lleva a
concluir, muy a menudo, una cierta (o clara y decisiva, según los casos)
prioridad del amor de sí respecto al amor al prójimo.
● Como acabo de esbozar, esta conclusión resulta
errónea, porque no considera los dos planos en que se están moviendo los amores
en juego: el natural, que me tengo a mí
mismo; y el electivo, que debo enderezar a Dios,
a los demás y, en tercer lugar, y con las condiciones antes descritas, también
a mí.
● Por el contrario, si por libre elección hago de mi yo
el objeto primero y primordial de mis amores, y la razón por la que amo todo
cuanto amo, ese amor (ya no propiamente «amor
[natural] de sí», sino «amor propio» [electivo],
con el desorden que este calificativo lleva aparejado y que denominamos
egoísmo) no solo se convierte en éticamente reprobable, sino en la raíz de todo
pecado.
En este plano de la libre elección y no en el meramente natural, si no yerro,
se mueve la afirmación agustiniana: «Dos amores
crearon dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio [yo diría: olvido] de
sí, la ciudad celeste; el amor de sí [amor propio] hasta el desprecio de
Dios, la ciudad terrenal».
Y esa misma distinción entre lo natural y lo electivo permite interpretar el
precepto evangélico de una manera mucho más coherente con el conjunto de las
Escrituras, con las afirmaciones de los santos… y con la razón natural y los
argumentos que he ofrecido a lo largo de este ensayo.
En esencia, tomando como punto de partida el carácter necesario del amor
natural y la índole libre del electivo, se trataría de lograr (a fuerza de
actos reiterados, que se van plasmando en virtudes) que el amor electivo a los
otros resulte tan inevitable como el amor natural que me ofrendo a mí mismo.
● Resumiendo, el precepto evangélico llevaría a querer
libremente a los demás con la misma necesidad (¡adquirida a golpes de
libertad!) con que naturalmente (sin poner nada de mi parte) me quiero a mí
mismo.
Cosa que, por otra parte, concuerda a las mil maravillas con la explicación que
Agustín de Hipona ofrece del crecimiento de la auténtica y más perfecta
libertad. Al margen de la interpretación moderna que concibe la libertad como
indiferencia, Agustín afirma que el cumplimiento de la libertad se da cuando,
por la acumulación de virtudes, no puedo dejar de elegir y realizar lo que es bueno.
Se trata, suelo explicar, de una necesidad por exceso, cuya culminación
alcanzan los bienaventurados, que aman a Dios libremente —¿en qué sentido la libertad sería un bien excelso… si
estuviera destinado a perderse justo cuando logramos la plenitud de nuestro
ser?—, pero con esa perfección de lo libre que impide cualquier error… y
se transforma en necesidad por exceso, según acabo de sugerir.
(La libertad humana de Jesucristo se movería también, a su modo, en estos
esquemas.)
● En apoyo de esta interpretación se encontraría la
teoría de los grandes santos y la praxis de estos y de cualquier director
espiritual sensato: unos y otros aconsejan, como solución de fondo para buena
parte de los problemas que plantea la vida cristiana, el olvido de sí, probablemente
lo más opuesto al amor inicial a sí mismo, preconizado por algunos defensores
de la autoestima.
Pero también se mueven en esa dirección bastantes afirmaciones del propio
Cristo (a la luz de las cuales estimo que debe dilucidarse el doble precepto
del amor del que vengo ocupándome): «el que quiera
ser mi discípulo, niéguese a sí mismo…»; «el que quiera ganar su vida la perderá, pero el que
pierda su vida por amor mío, ese la ganará».
c)… y concluyendo
¿De dónde, pues, la oposición entre las dos interpretaciones que he resumido?
Tal como lo entiendo, el problema viene de la mano de bastantes filósofos y
teólogos, muy influidos por el deseo «aristotélico» de felicidad, mal
interpretado y elevado a clave y motor de toda la vida ética.
Y se da el caso, tremendamente paradójico, de que los mismos que al escribir e
incluso al predicar defienden la prioridad del amor a sí, aunque solo fuera en
el inicio de la vida moral, en la práctica —y con mucha mayor coherencia
«teorética», que no de vida— aconsejen de manera constante justo el olvido de
uno mismo.
(También hay que considerar el hecho, peligroso a mi parecer, de que estos
planteamientos sobre la autoestima estén a menudo sustentados o desarrollados
por psicólogos o psiquiatras, que tienen un trato preferente con personas
enfermas, las cuales difícilmente pueden constituirse en punto de referencia
con el que establecer una teoría aplicable al ser humano sano, aunque dañado
por el pecado original y los personales.
Y en efecto, la terapia con ese tipo de personas a menudo debe comenzarse con
ciertas apelaciones al amor de sí o a la felicidad derivada de la atención al
yo; pero, repito, esas son excepciones… que han de ser superadas y nunca
convertidas en ley general).
Dando un paso más, y sin afán de herir a nadie, la confusión más de fondo de
este modo de enfocar el asunto consiste, aunque duela decirlo, en asimilar el
ser humano a los animales, considerando unívocamente la noción-realidad de
naturaleza, sin advertir que —en la imprescindible ampliación de la physis
aristotélica llevada a cabo por los mejores de los filósofos cristianos— lo más
natural para el hombre es justamente su libertad.
O, con otras palabras, en tomar como modelo el amor tal
como parece que lo entiende Aristóteles. Un amor que surge siempre de
las necesidades no satisfechas —lo que lleva a considerar como bienes
exclusivamente aquello que las colma (los bienes-para-sí y no lo bueno-en-sí)—,
y que por eso no puede darse en Dios.
O, lo que viene a ser lo mismo, en no distinguir entre el
amor natural y el amor electivo, ni entre lo que es un síntoma de vida
éticamente correcta y lo que constituiría su causa.
O, todavía, en no advertir que el amor, en su sentido
más noble —no desarrollado suficientemente por Aristóteles—, tiene como operación
más propia y determinante, no la de acaparar los bienes de que carece quien
ama, sino exactamente lo contrario: la entrega de cuanto es, posee, puede y
anhela ese amante.
Frente al amor desiderativo o carencial, propio de la Grecia clásica,
los mejores representantes de la filosofía influida por el cristianismo
descubren la plenitud del amor —el amor sin más— como amor «oblativo» o de donación.
Y la esencia de este segundo y más alto amor no consiste en perseguir
necesariamente los bienes que le faltan, sino en donar libremente aquellos que
posee… comenzando por la propia persona que ama (o englobados en ella).
Con palabras de Jacques
Philippe:
«El amor es connatural al hombre: este ha sido
creado para amar y lleva dentro de sí una aspiración profunda a entregarse».
«Aunque pocas veces seamos conscientes de ello, la necesidad más profunda del
hombre es sin duda la de entregarse».
● En resumen: sin insistir en que, incluso naturalmente y de un modo que no es
fácil de explicar, la realidad entera, el mismo animal y el ser humano (no
rebajado por el pecado original) quieren naturalmente más a Dios que a sí
mismos, importa muchísimo dejar claro que el hombre se especifica por su
dimensión espiritual —esa es la clave de su naturaleza humana—, y en ella lo
que se quiere es el bien por su calidad de bien y no por su «cercanía» o
afinidad a mí (por ser mío, más que bueno).
Por tanto, electiva o libremente, el hombre puede y debe advertir que lo más
digno de ser amado no es él, sino Dios, tal como anticipé líneas arriba. A lo
que se debería añadir que en la recta doctrina católica, quien no ama —al menos
implícitamente— a Dios, no puede amar a nadie.
Es el amor a Dios (o de Dios en mí) lo que capacita para amar bien aquello que
merece ser amado… incluido uno mismo.
No solo por su belleza, sino porque considero que resumen de maravilla —y en el
contexto adecuado para este escrito— cuanto he sugerido últimamente, copio
estos versos de Ernestina de Champourcin, la única poetisa conocida de la
Generación del 27:
«¡Si pudiera sentir / tu dolor en mi cuerpo! /
Apoyar en mis hombros / la cruz de tu silencio, / olvidar esta carne / y su
terrible peso… Vivir en Ti y de Ti… / Pero siempre tropiezo / con mi sombra y
conmigo / —yo implacable y poseso, / barrera opaca y muda— / cuando amar es lo
opuesto / a este rumiar sin fin, / a este girar obseso / de mí sobre lo mío. //
Amarte es un eterno / abandonar lo propio / por lo tuyo y tu Verbo: / es
tenderse en la cruz / con los brazos abiertos»
Mientras que en la postura que estoy intentando rectificar, el Amor a-de Dios
viene sustituido —¡muy a menudo, inconscientemente!— por el amor que me tengo,
lo cual es expresión clara de esa inversión de rumbo en la historia de la
humanidad, conocida técnicamente como inmanentismo, en la que el hombre, tantas
veces sin plena advertencia, tiende a usurpar prerrogativas divinas.
Estimo que aquí viene muy a
cuento lo que expone Viktor Frankl en La idea psicológica del hombre:
«Consumación del propio yo, actualización de las
propias posibilidades, no son, en suma, finalidad en sí mismas, y por ello
solamente a un hombre que ha malogrado el sentido real de su vida se le ocurre
concebir la realización de sí mismo, no como un efecto resultante, sino como
una finalidad.
»El sentido de la existencia no está, en modo
alguno, en la autorrealización o en la autoconsumación de que últimamente se ha
hablado tanto y que se ha puesto de moda; por el contrario, el hombre no está
ahí para consumarse o realizarse a sí mismo, sino que siempre que con relación
al hombre se pueda hablar de una autorrealización o una autoplenificación, ha
de tenerse en cuenta que ambas han de resultar per effectum,
no per intentionem, solamente en la medida
en que nos damos, en que nos exponemos y entregamos al mundo y a las tareas y
exigencias que de él irradian sobre nuestra vida, solamente en la medida en que
nos preocupe lo que pasa allá fuera, en el mundo y en las cosas y no de
nosotros mismos o de nuestras necesidades, solamente en la medida en que
realizamos una misión, cumplimos con un deber, llenamos un sentido o realizamos
un valor, en esa misma medida nos realizamos y consumamos a nosotros mismos».
● Nada de esto elimina, sin embargo, que la posibilidad
de amarse a uno mismo y la de amar a los demás, o viceversa, estén íntimamente
emparentadas.
De nuevo con palabras de Philippe: «existe un profundo vínculo de doble dirección entre aceptación de sí y aceptación de los demás. El uno propicia el otro».
De lo que se trata es de esclarecer la razón profunda de semejante solidaridad.
Y esta no puede ser otra que la bondad radical, constitutiva, de todo cuanto
existe y, muy en particular —a una distancia infinitamente infinita, como
quería Pascal— de las personas: todas y cada una o «cada una de todas»;
cuestión que remite, a su vez, y en cierto modo se identifica con el hecho de
que todos hayamos llegado a la existencia gracias a un acto Infinito de Amor
creador de Quien es el Bien sumo o por excelencia; o, lo que es igual, pero
expresado de otro modo, de que cada uno de los seres humanos somos
infinitamente amados por Dios, con independencia absoluta de nuestro modo de
ser y de nuestro obrar… mientras no nos hayamos apartado definitivamente de Él,
muriendo en pecado mortal.
¡De ahí deriva la solidaridad entre el amor de sí (no
el amor propio) y el amor a los demás! Al amar cuanto amamos, estamos
confirmando la acción divina, y el Amor con que Dios nos ama. Y si rechazamos
el amor a cualquier persona creada, incluida la nuestra, repudiamos la bondad
intrínseca de cada una de ellas o, si se ahonda un poco, al propio Dios que las
ha creado y las ama infinitamente tal y como son.
3. La solidaridad entre los
amores
a) Paradójico corolario
En este sentido, y solo en este, si no me amo a mí mismo (¡pero no antes
que a los otros!) no puedo amar a nadie más… porque elimino la razón de fondo
que justifica todo amor: el amor de sí y el amor al prójimo.
Y, desde el punto de vista psicológico, el desamor hacia uno mismo es tal vez
la prueba más clara de que en la raíz de nuestros amores no se encuentra Dios,
sino curiosamente, el amor desordenado al propio yo, que nos lleva a
entristecernos y ¡a odiarnos!… por no ser
«tan excelentes» como querríamos ser.
Me explico. Muy a menudo afirmo, desde el fondo del alma y entre bromas y
veras, que la persona a la que más me cuesta soportar en este mundo… soy yo
mismo. El conocimiento que de mí poseo después de años de lucha, la clara
advertencia de que, tras tantos lustros apenas he mejorado, me llevarían a
odiarme de la manera más brutal, si no estuviera convencido de que Dios me ama
infinitamente… así como soy.
Consigo, pues, quererme a mí mismo justo porque sitúo como fundamento de todo
amor, también del que me ofrendo, el sublime e incondicionado Amor de Dios, que
me lleva a no tenerme en cuenta… «ni para bien ni
para mal». ¡Dios es El que importa!… y Él me ama con locura.
Y, desde semejante perspectiva, estoy capacitado para amar a todos los demás
—¡a cada uno de todos!—, también con total independencia de sus virtudes o
defectos, de su modo de obrar, de simpatías y antipatías…
Lo expone con sublime belleza Philippe:
«Creo que no somos realmente capaces de
aceptarnos a nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos
necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por
boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy
gran estima, de gran precio y te amo. En este sentido, existe una
experiencia humana muy común: la jovencita que, creyéndose fea (cosa que,
curiosamente, les ocurre a muchas jovencitas, incluso a las que son guapas),
comienza a pensar que no es tan horrorosa el día que un joven se fija en ella y
posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.
Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la
mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o
un director espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada
de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más
llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Creo que el
mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la
perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él
esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de
aceptarse plenamente a sí mismo.
Todo lo dicho trae consigo una importante consecuencia: cuando el hombre se
aparta de Dios, desgraciadamente se priva al mismo tiempo de toda posibilidad
real de amarse a sí mismo».
b) Y síntesis definitiva
Por tal motivo, ambos amores —el de mí mismo y el de todos los demás— van de la
mano.
Desde esta perspectiva y con este fundamento, con este tipo de amor, si no me amo a mí no puedo amar a los otros, y sin amor a los demás no puedo amarme a mí mismo.
Pero con una enorme ventaja. Tal modo de querer no me impide, sino al
contrario, establecer el auténtico orden de los amores: Dios, los demás y yo…
como afirman autores bien autorizados, incluidos oficialmente entre el número
de los santos.
Y, además, me amo a mí mismo de la única manera en que puedo amarme bien: en
cuanto otro, como el amado de Dios y el amado de quienes me quieren; y por Él y
por ellos estoy obligado a quererme, cuidarme, dar lo mejor de mí… olvidado de
mí mismo, pues lo que realmente cuenta, lo que tengo presente, es el Dios tres
veces Personal y cualquier otra persona.
* * *
Pienso que las siguientes palabras de Philippe dan de nuevo en el clavo. Las
transcribo en su totalidad, sin eludir nada relevante, porque aparentemente dan
la razón a la autoestima que estoy rechazando; por el contrario, leídas con
atención y calma, devuelvan las aguas a su justo cauce:
«Lógicamente, empezaremos por nosotros mismos y
diremos algunas palabras sobre el lento aprendizaje del amor a uno mismo: una
tarea necesaria si queremos aceptarnos plenamente tal y como somos.
Primera observación: en la
vida lo más importante no es tanto lo que nosotros podemos hacer como dar
cabida a la acción de Dios. El gran secreto de toda fecundidad y crecimiento
espiritual es aprender a dejar hacer a Dios: “Sin
mí no podéis hacer nada”, dice Jesús. Y es que el amor divino es
infinitamente más poderoso que cualquier cosa que hagamos nosotros ayudados de
nuestro buen juicio o nuestras propias fuerzas. Así pues, una de las
condiciones más necesarias para permitir que la gracia de Dios obre en nuestra
vida es decir “sí” a lo que somos y a
nuestras circunstancias».
Y, como complemento… o al
contrario:
«Si no acepto a los otros tal y como son (y,
por ejemplo, me paso la vida exigiéndoles que correspondan a mis esperanzas),
tampoco permito al Espíritu Santo que actúe de modo positivo en mi relación con
ellos o que convierta esta relación en una oportunidad para el cambio.
»Las actitudes descritas son estériles porque se encuentran marcadas por un
“rechazo de lo real” que hunde sus raíces en la falta de fe y esperanza en
Dios, que a su vez engendra una falta de amor. Todo ello nos cierra a la gracia
y paraliza la acción divina».
Uniendo, por fin, ambas perspectivas:
«El secreto es muy sencillo: se trata de
comprender que no se puede transformar de un modo fecundo lo real si no se
comienza por aceptarlo; y se trata también de tener la humildad de reconocer
que no podemos cambiar por nuestras propias fuerzas, sino que todo progreso,
toda victoria sobre nosotros mismos, es un don de la gracia divina. Esta gracia
para cambiar no la obtendré si no la deseo, pero para recibir la gracia que me
ha de transformar es preciso que me acoja y me acepte tal como soy».
Tomás Melendo Granados es Catedrático de Filosofía
(Metafísica), Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la
Familia Universidad de Málaga (UMA), España, es además
Fundador y Asesor cultural de la Asociación Edufamilia
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