ALGO BRILLABA EN UN ARBUSTO, ERA UN ROSARIO DE MADERA, DESGASTADO POR EL USO, CUYA CRUZ DE METAL RELUCÍA A LA LUZ DEL SOL
Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr
Aquel bosque había sido siempre muy atrayente. Sus árboles centenarios, cuyas
hojas filtraban los rayos del sol, y su ambiente de misterio creaban el
escenario perfecto para las diversiones de los niños de la aldea, amantes de la
aventura. Era habitual, sobre todo en vacaciones o los fines de semana,
verlos correr por todas partes y perderse entre las sombras de la vegetación,
mientras de lejos se escuchaba resonar su alegre griterío.
Allí se
habían refugiado, durante la guerra, los soldados de la retaguardia. Por eso,
no era raro encontrar casquillos de bala, restos de pólvora o plomo y otros
pertrechos, lo que para los niños hacía de ese lugar un sitio aún más
fascinante.
Un día, un par de amigos —Mario y
Alejandro— se encontraban paseando entre los
árboles en busca de algo nuevo. Habían sido compañeros en la escuela y siempre
pasaban juntos las vacaciones. El primero todavía vivía en la aldea, pero el
otro se había mudado con su familia a la capital. Andaban conversando
animadamente sobre cuál sería el futuro de cada uno. Después de todo, ya
estaban terminando los estudios secundarios y quizá no volverían a encontrarse.
—
Yo voy a ser médico, dijo Alejandro. Me estoy aplicando para entrar en la Universidad. Quiero
ayudar a la gente. Me conmovió ver cómo sufrían
los soldados durante la guerra por no tener a un doctor que les auxiliara.
Y tú, ¿ya te has decidido?
— Todavía no…, le respondió Mario.
—
¡Pero bueno! Si ya estás terminando el instituto. Tendrás que tomar una
determinación.
— A mí también me gustaría elegir una profesión que ayudara a las
personas, pero la Medicina no me atrae.
Andaban
despacio y la conversación iba alcanzado un clima de reflexión.
De
pronto, se fijaron que algo brillaba en un arbusto e instintivamente ambos
aceleraron el paso. Era un rosario de madera, desgastado por el uso, cuya cruz
de metal relucía a la luz del sol.
— ¡Mira, es un rosario!, exclamó Mario, mientras lo cogía y besaba su crucifijo.
—
¡Va, si es un rosario ordinario!, le
retrucó Alejandro.
— Un rosario, por muy simple que sea, nunca es ordinario,
le reprendió su amigo. Debemos buscar a su dueño, porque tiene que estar muy
triste por haberlo perdido.
Alejandro
intentaba disuadirlo, pues la aldea no era tan pequeña… y además que podría
pertenecer a uno de los miles de soldados que por allí habían pasado durante la
guerra. Mario decidió entonces llevarlo a la ermita que estaba en el centro del
bosque y depositarlo a los pies de una imagen de la Virgen. Quién sabe si el
que lo había extraviado no iría a buscarlo ahí.
Cuando
llegaron a la ermita, Mario le pidió a su amigo que entrara con él para que
juntos rezaran a María Santísima, como siempre lo habían hecho, pero Alejandro
no quiso acompañarle. Prefirió esperarle afuera, contemplando… las maravillas
de la naturaleza.
Habían
pasado cinco minutos desde que Mario había entrado.
Quince
minutos. ¡Media hora! ¡Y no daba la impresión de que fuera a salir…!
Alejandro
estaba impaciente y se preguntaba qué estaría haciendo tanto tiempo dentro de
la ermita.
Finalmente,
apareció. Y venía sonriendo, como iluminado.
—
¿Pero qué te ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto?
— Ya he decidido lo que voy a ser: sacerdote.
—
¿Cómo? ¿Qué ideas son esas?
— Sí, tú serás médico de cuerpos y yo médico de almas. Hoy he visto
claramente, delante de Nuestra Señora, cuál sería mi vocación y le he pedido
que me ayude a entrar enseguida en el seminario y me transforme en un sacerdote
santo.
Alejandro
no se atrevió a decir nada más. Regresaron a casa de Mario y cuando se acabaron
las vacaciones cada cual siguió su camino: aquel
entró en la Facultad de Medicina y éste ingresó en el Seminario Diocesano.
Ambos perdieron la pista uno del otro.
Veinte
años habían pasado cuando el padre Mario fue designado capellán del Hospital
Modelo de la capital.
Allí se
encontró con su antiguo amigo, ahora un renombrado médico y cirujano. Había
progresado mucho profesionalmente, pero infelizmente se preocupaba tan sólo con
asuntos prácticos, sin darle importancia a la vida espiritual.
Un día,
el sacerdote y el doctor se encontraron en la habitación de un pobre enfermo
que no paraba de quejarse. Tras examinarle, el médico le dijo que no entendía
el motivo de aquellos lamentos. La enfermedad estaba remitiendo y no existía
una causa orgánica para los dolores que parecía le atormentaban.
— ¡Ay, ay! ¡Ay, doctor! Me voy a morir… y no tendré salvación, repetía el enfermo, angustiado.
El
sacerdote se acercó para intentar animarle, exhortándole a que tuviera
confianza en la Madre de Dios. Y le invitó a que rezaran juntos el Rosario.
— ¡No me hable de rosarios!
— Pero, ¿por qué? No hay una criatura más dulce y bondadosa que María…
El pobre
hombre le contó su historia. Unos veinte años atrás había sido soldado en la
guerra. Antes de salir de casa, su madre le había dado un rosario y le hizo que
le prometiera que lo llevaría siempre encima y lo rezaría diariamente. El
militar atendió aquel pedido durante un tiempo, pero no pudo resistir las
burlas de sus compañeros y al pasar por un bosque cercano a una aldea tiró el
rosario entre los arbustos.
Desde
entonces la conciencia le pesaba enormemente y no se sentía digno de rezar a la
Virgen, ni de mirar siquiera a una imagen suya.
El
sacerdote y el médico se miraron estupefactos. El lugar del que hablaba era la
aldea de su infancia y el rosario ¡el que se habían encontrado!
El padre
Mario sacó un rosario de madera de su bolsillo y se lo entregó al enfermo,
diciéndole:
— Pues mire, ¡aquí está su rosario!
Si María
ha querido que le fuera devuelto, es porque quería manifestarle su perdón.
La
fisonomía del enfermo se iluminó. Entonces el sacerdote le contó la escena que
ocurrió hacía veinte años atrás y cómo su vocación se la debía a aquel rosario
que guardaba de recuerdo por la gracia recibida, y con el que rezaba todos los
días.
El doctor
oía al padre Mario, bañado en lágrimas. Dándose cuenta de lo mucho que se había
alejado de Dios, se preguntaba: “¿De qué sirve ser un
gran profesional a costa de dejar abandonada su propia alma?”.
Médico y
paciente quisieron confesarse y recuperar la paz. El viejo soldado en poco
tiempo recibió el alta y salió del hospital. Y el Dr. Alejandro y el P. Mario
aún trabajaron juntos durante muchos años, en plena armonía: uno curaba el cuerpo y el otro llevaba la salud al alma.
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