Con motivo del 200 aniversario del nacimiento del famoso biólogo Charles Darwin, la comunidad científica de todo el mundo está organizando numerosos eventos en su nombre.
Por: Juan Ignacio Ruiz Aldaz | Fuente:
Arguments.es/Análisis Digital
09/03/09
Algunos de alta categoría científica, otros más divulgativos, para dar a
conocer la persona y magna obra de este gran científico. Tampoco faltan los que
pretenden arrimar el ascua a su sardina, pues de todos es conocida la amplia y
enconada discusión sobre el origen de las especies y el evolucionismo. Darwin
fue precisamente su descubridor y creador, originando no poca convulsión en su
mundo de entonces, cuyos temblores siguen hasta nuestros días.
El problema de estas divergencias científicas estriba en la actitud fanática de
personas concretas que defienden cuestiones opinables como si fueran dogmas. Ni
la Evolución puede ser un dogma que la convierta en una ideología, ni el
Creacionismo debe tachar de blasfemos a una teoría científica que, por cierto,
es claramente admitida por una gran mayoría. Sin ir más lejos, la Iglesia
Católica, no descarta el Evolucionismo como modo de creación. Esta es una
verdad como un puño.
Pienso que lo que había que hacer entre las partes divergentes es tener un poco
más de honradez intelectual, no enrocarse partidariamente, analizar con
objetividad las opiniones contrarias… ¿hasta dónde
puede llegar un católico en el evolucionismo? Siempre estará la duda: ¿cuándo
el hombre comienza a ser persona? ¿Cuándo empieza a razonar, a juzgar? ¿Cuándo
aparece el alma?
Reproducimos
a continuación un artículo sobre Darwin y la Evolución publicado por el
periodista Juan Ignacio Ruiz Aldaz en el Diario de Navarra (5.2.09).
DIARIO DE NAVARRA
Este 12 de febrero se cumplen 200 años del nacimiento de Charles Darwin
(1809-1882), el padre dAlmudi.org - Juan Ignacio Ruiz Aldaze la teoría de la
evolución. Después de un largo periplo a bordo del Beagle (1831-1836) que le
llevó a Brasil, Tierra del Fuego, Chile, Galápagos, Australia y algunas islas del
Índico, publicó su obra Sobre el origen de las especies (1859) exponiendo las
conclusiones de sus estudios.
Desde entonces, la teoría de la evolución ha sido objeto de investigación,
debate y a veces de dura confrontación. Algunos han visto en ella la confirmación
de sus puntos de vista materialistas. Otros han reaccionado enrocándose en un
rígido fundamentalismo. Pero, si a veces el debate se ha enconado tanto, es
porque unos y otros han visto en lo que es una teoría científica la explicación
fundamental de la realidad y de lo que el ser humano es. Y ahí está el error.
A una teoría científica hay que pedirle todo lo que puede dar, pero no más.
Tiene una importante capacidad de explicar determinados aspectos de la
realidad, pero otros quedan fuera de su alcance. Por poner un ejemplo, sucede
que los murciélagos son expertos pilotos gracias a un sistema semejante al
radar que les permite volar en completa oscuridad, con rapidez y sin
estrellarse. Pero a un murciélago no se le puede preguntar nada sobre los
colores porque son ciegos. Del mismo modo, las ciencias experimentales poseen
una gran capacidad de iluminar algunas dimensiones de la realidad. Eso es lo
que sucede con la teoría de la evolución: la observación y el estudio de las
formas de vida actuales, del registro fósil y de la genética le permite
elaborar un mapa de cómo ha sido el desarrollo de los seres vivos a lo largo
del tiempo. Pero su capacidad explicativa no llega a más. Cuando de la teoría
de la evolución se pretende hacer una justificación del materialismo se busca
lo mismo que cuando al murciélago se le pide una explicación de los colores. La
ciencia experimental logra determinar cómo se desarrollan determinados
fenómenos materiales, pero sobrepasa sus capacidades si pretende afirmar que la
realidad es solamente eso.
La teoría de la evolución indica que el ser humano ha tenido una larga serie de
antepasados biológicos, entre ellos el mono. Y en ello no hay nada inquietante,
siempre y cuando sepamos distinguir entre una persona humana y un primate. Como
no hay nada inquietante en decir que el David de Miguel Ángel tiene como
antepasado un pedrusco de mármol de Carrara. La capacidad creadora del espíritu
humano fue capaz de introducir en la materia una realidad completamente nueva e
imprevisible que la materia, por sí misma, nunca habría logrado alcanzar. La
madera de los bosques de abetos, arces y robles, el cobre y el zinc de los
yacimientos y las granjas de animales domésticos aportaron los elementos con
los que un día se interpretó la Novena Sinfonía de Beethoven. La naturaleza
contenía las piezas, las condiciones y las propiedades en las que el espíritu
creador introdujo como novedad libre, maravillosa y fascinante el orden, la
armonía y la belleza. No hay nada degradante en ello, siempre y cuando sepamos
distinguir un tronco, una lámina de latón y una crin de caballo de la Novena
Sinfonía de Beethoven.
Para descubrir la entera realidad del ser humano y su dignidad única se
necesita algo más que la teoría de la evolución. La compleja realidad del ser
humano, además de lo material, incluye también lo personal, es decir, espíritu,
apertura ilimitada, inteligencia, creatividad, dignidad, libertad y amor. Y lo
espiritual del ser humano no proviene de la evolución, porque excede sus
posibilidades. Cualquier manifestación de la cultura humana habla de la
irreductibilidad del hombre a los fenómenos materiales. Basta una reflexión
franca, abierta y sin prejuicios para percibirlo.
Además, hay que caer en la cuenta de que la existencia del ser humano sobre la
tierra es un hecho que, desde la pura estadística matemática, es altamente
improbable. Si comenzáramos a tirar al aire las letras del alfabeto al azar y
obtuviéramos un texto con sentido como El Quijote, todo el mundo pensaría en la
sabiduría que ha guiado ese proceso desde el inicio. El mero hecho de que el
ser humano exista tal y como es nos está hablando de la existencia de un
proceso que actúa con vistas a un fin, de un plan preconcebido, de un proyecto
inteligente. El pasillo que lleva hasta el ser humano es enormemente estrecho,
y sin embargo ha sido recorrido. En la profunda realidad de las cosas, el ser
humano —y cada persona humana— ha sido un ser querido y esperado desde el
inicio. Lo racional no puede provenir de lo irracional. La enorme complejidad
ordenada que es el ser humano no puede ser un producto de la sinrazón. Al
principio no estaban el puro azar y la necesidad ciega. Al principio existía un
Ser personal, que es la Inteligencia y el Amor.
La Teoría de la Evolución descubierta y desarrollada por Darwin, ahora hace 200
años, hizo temblar al mundo científico de su época. Detractores y defensores
cayeron en inútiles disputas sobre el origen de las especies y, sobre todo
sobre el origen del hombre. Pero hoy en día el tema ha sido finamente ajustado
por la comunidad científica mundial. Bien. Existe la Evolución. No repugna a la
razón que los seres más elementales hayan devenido en otros más complejos hasta
llegar hasta donde ahora nos encontramos. Sólo hay un punto que algunos pocos
científicos de altura no saben compaginar: las facultades volitivas e
intelectivas del hombre; es decir su aspecto inmaterial y sobrenatural.
Con lo fácil que resulta comprender y aceptar la existencia de una primera
causa incausada, de un primer motor inmóvil, de un ser creador en definitiva.
Pero hay mucho prejuicio ante la aceptación de dependencia del ser humano y
Dios; en definitiva las religiones. Por ello, muchos se inventan una especie de
religión laica a la medida de sus gustos, porque en el fondo, el ser humano no
sabe vivir sin método por ser un ser eminentemente social.
Juan Ignacio Ruiz Aldaz es profesor de la facultad de
teología de la Universidad de Navarra.
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