Leí la autobiografía de Benjamin Franklin porque siempre aparecía en la lista de las mejores obras en su género. Nada, un fiasco total. Además de que acaba su relato antes de la guerra de independencia, con lo cual ni siquiera tenemos su versión de los hechos, ni siquiera de los años previos.
Ocurrió
un hecho en mitad de este libro que sé que muchos no lo vais a creer, pero fue así. El libro en realidad no lo leí, sino que lo
escuché mientras fregaba y hacia labores en la casa. Pues bien, un gran
estudioso norteamericano me había hablado de las disquisiciones filosóficas de
la obra del Marqués
de Sade. Aconsejándome que valía mucho la pena que yo las leyera
para ciertos temas que tocaba en mis obras.
Había
descargado el documento y había trasladado el texto a un archivo Word y comencé
a leer esas disquisiciones. Pero eso fue hace un año o dos. La lectura quedó
interrumpida.
Cuando
voy leyendo un texto en Word, corto y pego en un programa. Y así voy cortando y
pegando, para no tener que buscar el lugar donde me quedé. De manera que el comienzo del
archivo Word es siempre la parte donde me he quedado.
El
problema era que el título del archivo Word de la vida de Franklin era Paris era una fiesta de
Hemingway. Pues bien, sin sospecharlo para nada, me equivoqué de título de
archivo y fui al Word que guardaba la parte de la obra del Marqué de Sade, que tenía un título
totalmente distinto, el de lectura de una obra previa. En el archivo
Word no había ni título ni autor, porque suelo leer una obra hasta acabarla,
aunque aquella la había abandonado y no lo recordaba.
Lo
gracioso es que me pongo a lavar los platos y comienzo a escuchar una narración
del Marqués de Sade creyendo que era Franklin narrando su propia vida. ¡Os lo podéis
imaginar! Yo fregaba los platos atónito. Y tardé varios minutos de
estupor en darme cuenta.
Además,
es que ocurrió una casualidad de esas que hacen pensar que Dios tiene su
sentido del humor al permitir esas coincidencias. La última parte que estaba
leyendo de Franklin era cuando él estaba hospedado en Londres. Y justo lo
postrero que había leído era que habló con una mujer que había sido monja, pero que
no había sido admitida como novicia y decidió vivir como eremita en el desván
de esa casa, donde se alojaba el joven Franklin.
Habían
pasado diez días desde que leí la última parte de la autobiografía de Benjamín,
y al escuchar que la obra (de Sade) hablaba del convento, creí que era
Benjamín que escribía lo que le había referido aquella mujer eremita.
Al
principio pensé que todo era propaganda anticatólica de Benjamín. Pero poco a
poco, nada empezaba a cuadrar. ¿Cómo podía la pluma
de Benjamín mancillarse con esos asuntos? Yo proseguía fregando platos y
apilándolos, mientras pensaba: “Estos protestantes de esa época aceptaban cualquier
leyenda negra”. Pero llegó un punto que ni Benjamín ni nadie hubiera
puesto esas cosas sobre un papel, allí fue cuando me percaté de que había
ocurrido una equivocación. Después de cortar el audio, me di cuenta y me
pareció la casualidad más graciosa que me había pasado en los últimos
años.
Me
equivoqué de archivo, pero es que la última parte de una obra encajaba con la
otra. ¡Madre mía! Todo fue tal como os lo
cuento, os lo aseguro.
P. FORTEA
No hay comentarios:
Publicar un comentario